Según los diccionarios, la palabra “plétora” (del griego “pletho”, estar lleno), significa “abundancia excesiva de algo que en sí no es malo ni perjudicial”. La pregunta es entonces: ¿puede existir una plétora en la vida bajo las condiciones sociales de una negación de la vida? ¿Pueden los signos de la riqueza sustituir y desplazar a la riqueza misma?
El occidental moderno está orgulloso de sus riquezas y de su realidad “conquistada”, pero jamás piensa en cuestionarse hasta qué punto esa riqueza no lo supedita enteramente al mero goce usurario de los signos de la riqueza, como, por otra parte, tampoco llega a plantearse nunca seriamente si lo que llama realidad no será tan sólo el espacio de una inconsciente manipulación de los signos vacíos de lo real, un inacabable discursear conceptual sobre sus funciones de representación y un no menos ilimitado juego experimental con sus medios de representación.
Por eso, toda obra literaria actual que intenta “vivir” a expensas del referente, de la realidad “social”, está llamada a producir unos extraños efectos de distorsión, dado que ya sólo vivimos en los escombros de esos referentes, o mejor dicho, en los límites de la abstracción definitiva de esos referentes, los del deseo y la necesidad que constituyen la esencia íntima de ese principio de realidad con que nos abastecen todos los sistemas del valor actualmente. La obra “realista” actual tiene que desplazar todas sus pretensiones y supuestos a un campo nuevo para cuyo tratamiento se requiere una forma de narración nueva, unos enfoques y unas actitudes nuevas que superen cualquier equilibrio reflexivo.
La realidad es la plétora de sus signos, no el ascetismo de una acumulación aún limitada y por ello en vías de totalización, crisis y conflicto. Todo lo real hoy se erige sobre la igualdad formal de los individuos ante los objetos, por ello el único valor, el único lenguaje es el del objeto en tanto tiene la capacidad de objetivar las necesidades y los deseos intercambiables. Lo real se autonomiza como esfera omnicomprehensiva en la que cada deseo y cada necesidad tiene un signo equivalente que la representa.
La economía habla del trabajo abstracto como categoría social, pero no habla nunca de esta otra abstracción mucho más poderosa que opera sobre los sistemas de signos que significan los objetos del trabajo. Justo ahí, en esta abstracción, está la plétora, no en la mera abundancia material de los objetos de las necesidades, en los bienes y servicios del ocio efectivamente consumidos. La plétora corresponde a una dimensión simbólica, la de los signos de la riqueza como disponibilidad absoluta del mundo y como disponibilidad absoluta para existir en el mundo.
El realismo clásico, el que ha perdurado discontinuamente durante muchas décadas, es un realismo de la alienación, un imaginario moral del individuo expropiado, por tanto un discurso íntegramente fundado sobre la hipótesis de la negatividad de lo real en cuanto falta, carencia o privación de esa misma realidad. El discurso crítico de la novela, como por lo demás todo discurso crítico de la Modernidad, es una larga, paciente y exhaustiva rumia sobre la identificación de lo que le falta a la realidad para su cumplimiento, es por tanto siempre un discurso en hueco donde lo representado corresponde a la imperfección y al inacabamiento de la realidad. Esta situación ya no es la nuestra y los que quieran seguir escarbando ahí sólo producirán obras arqueológicamente interesantes.
Lo real ya no se deja atrapar por su negativo.
Más allá del realismo, en el momento en que se iniciaba el movimiento de la última abstracción de lo social por el sistema del valor, la experimentación, en la novela como en las demás esferas del “arte”, ha jugado a ser una manipulación deliberada de los signos, operando sobre una abstracción cada vez más profunda de los referentes, de la representación y de los propios medios de la representación, autonomizándolos de tal modo que al final de estas experiencias sólo quedan los fragmentos que remiten a unos sistemas de signos definitivamente aislados de su función representativa.
Exactamente el mismo proceso que ha seguido desde los años sesenta la lógica liberada del capital como dominio mediante la multiplicación de los sistemas de signos en lugar del sentido de lo real (lo que analizó Jean Baudrillard como la “economía política del signo” en un intento admirable por superar los análisis convencionales de la ideología como representación de contenidos de conciencia objetivos, pero hoy la ideología no está donde se la busca).
Algunas de las novelas que en los años noventa han causado mayor asombro, llegando incluso a provocar una fuerte conmoción o una repulsión igualmente violenta, en el reducido espacio social de los lectores y la crítica, son precisamente novelas que han tomado sobre sí la tarea de proponer un realismo diferente a partir de una reflexión implícita sobre las condiciones sociales en un estadio de evolución como el actual, el estadio resultante de los procesos de liberación individualista de costumbres, de socialización por el consumo y de control por los sistemas de signos.
A partir de ahí, hay que entender el diagnóstico radical que es posible y necesario volver a hacer de la sociedad actual: la insignificancia y la indiferencia de marca “posmoderna” que hoy ocupa todas las vidas, todos los lenguajes, todos los valores, son el resultado manifiesto de esta equivalencia abstracta y generalizada de los sistemas de signos y hay que comprender que todo virtualmente es hoy signo sin función representativa alguna, sin posibilidad de remitir a ningún significado que no haya entrado de antemano en un código de equivalencia que lo produce.
Esta situación ya no se caracteriza por las carencias de la realidad sino por su plétora, de manera que los signos del incumplimiento (todos ellos ligados a la utopía, la crítica y la escatología que han impregnado desgraciadamente el pensamiento de la izquierda moral) son sustituidos por los signos de la perfección de un estadio social donde los individuos están literalmente saturados a través de todas las posibilidades de “realización” de sus necesidades y deseos.
La alienación de la que hablaba Marx y algunos de sus seguidores no tiene nada que ver con el mundo regido por el capital a partir del momento en que éste trasfiere toda la dominación desde la esfera económica del trabajo a la de los sistemas de signos del consumo, la información, el espectáculo y el ocio, que son hoy los puntos nodales no de la alienación sino de la plétora. Sería una inútil trasposición extensiva de los términos hablar de una alienación por la plétora.
Así, estas novelas de la plétora tratan justamente no de una deficitaria realidad social cualquiera (que sigue siendo la novela social del “subdesarrollo”, la novela social de los autores occidentalizados del tercer mundo), sino de la realidad que corresponde al nivel de su máxima abstracción referencial por los signos de una oferta pletórica de informaciones, bienes y servicios entre los que el individuo debe elegir y está coaccionado a ello para no quedar al margen de lo social. Es una realidad diferente en el sentido de que en ella no queda ni residuo de necesidad, en la que a cada deseo le corresponde un signo, un valor y una consumación no diferida.
Ahora bien, la ausencia se manifiesta ahora de manera mucho más violenta, mucho más descarnada a través, por ejemplo, de todos los sentimientos negativos, entre los que no quedan excluidos los sentimientos anómicos y asesinos, que puede provocar una realidad a la que no le falta nada porque sencillamente no significa nada y nadie puede hacerse responsable de este vacío. Una realidad en la que todo puede y debe devenir real construye un mundo en el que no queda ni sombra de ilusión, ningún espacio para lo imaginario, nada que no deba ser vivido en acto.
Pienso, como excelentes ejemplos de lo que vengo hablando, en las novelas de Bret Easton Ellis o en las de Michel Houellebecq, en American Psycho o en Las partículas elementales, que comparten, como reconoce éste último, unos supuestos muy parecidos y unos enfoques muy semejantes a partir de esta realidad de la plétora social y sus consecuencias psicológicas y vitales. Hay que plantearse muy en serio que la irrupción de estos dos escritores y las modalidades de inteligibilidad de lo real que proponen constituyen efectivamente un cambio cualitativo de la puesta en perspectiva, desde la literatura, de todo lo que nos determina como existencia social concreta, más allá de todas las categorías de lectura a las que estábamos acostumbrados.
Cuando la realidad, al cumplirse, desborda sus propios límites, no es de extrañar que aparezcan estas formas de “terrorismo” literario, si se sabe captar lo que significa un mundo que se está convirtiendo, ante la mirada indiferente de todos nosotros, en algo literalmente inhabitable por su misma condición de realidad acabada, perfecta, donde no hay posibilidad siquiera de no elegir, de no preferir, de no participar. Una libertad de la que no es posible escapar no parece un ideal muy consecuente consigo mismo y sin embargo es eso lo que se nos ofrece hoy en todas partes.
Esta realidad no acepta un desenvolverse dialéctico o crítico desde el “no” (pues el no supone la falta originaria y la consiguiente aspiración a la completud, siendo así que todas las obras que siguen ancladas ahí expresan la pura melancolía de intelectuales sin imaginación, nostálgicos de la subjetividad, de la realidad “sustancial” y el individuo “sólido” y bien definido). Es posible, sin embargo, utilizar como método de indagación este otro enfoque: colocar esta realidad pletórica deliberadamente ante su “sí” más conformista y apático (que en el fondo es un no encubierto más poderoso que el de la reflexión); así y sólo así, una positividad que se desconoce a sí misma puede ser conducida hasta los límites en que se produzca su reversión y entonces salga a la luz la verdad inhibida sobre la que se fundamenta su negatividad.
Hablar frontalmente de lo real es siempre una estrategia banal que no conduce más que a la redundancia de la mera reflexión crítica amargadamente irónica o cínica: hay que dar un paso más allá, dar un pequeño rodeo, de tal manera que lo que quede cuestionado y en suspenso sea la propia realidad como principio, la propia realidad como sistema de signos de la plétora, haciendo que el vacío se trasparente a través del deseo, que la ausencia se trasparente a través de la satisfacción de la necesidad, que todo lo que puede ser representado por el valor quede atravesado por la imposibilidad del intercambio o la comunicación.