EL «FINAL DE LA HISTORIA» COMO MITO POSMODERNO (2004-2006)

La oración fúnebre que precede inmediatamente al enterramiento es la ceremonia que nuestro prefijo “post” se ha encargado de salmodiar con voz lúgubre y liberadora.

Allí donde aparece, el prefijo “post” señala una desaparición impensable e impensada en la que resuena siempre la expresión “final de”. Se convierte casi en un juego de eunucos alejandrinos este recitado en el que lo desaparecido juega al escondite y solicita de nosotros la resolución del enigma de la desaparición.

Ahora, en efecto, todo se decide entre los que se toman en serie el “post” de la posterioridad y los que sólo se esfuerzan por restaurar las posiciones anteriores cuya demarcación hemos atravesado entretanto sin darnos cuenta.

Entre la intelectualidad ilustrada se ha corrido la fea voz que afirma que nosotros estamos más allá de algo cuyos límites de todos modos no sabemos reconocer. Lo inquietante del asunto es que por vez primera en la época moderna el futuro se vacía de sus bellas promesas de realización: no hay nada que pueda realizarse en el futuro que no sea de antemano una amenaza para el “statu quo”.

Todo el mundo pone muecas cuando se habla de “poshistoria”, “posmodernidad”, “posmodernismo”, post-metafísica, sociedad post-moralista o posheroica, y otras tantas denominaciones de lo innombrable.

Lo innombrable designa por su parte de manera sibilina lo interminable y el constante rehacerse de lo interminable es nuestra condición actual. Rehacerse es sacar fuerzas de flaqueza, intentar respirar hondo y comprobar la capacidad de aguante en la inmersión general del tiempo. Porque este es un mundo tan exquisito y cuidadoso con su propio bienestar que ya no habla de “nihilismo”, fea palabra de feas resonancias, sino de “banalidad”, algo mucho más llevadero y asequible para la clase turista del saber.

Todo lo que deviene “post” tiene garantizada la interminabilidad, la cualidad de no poder acabarse, la tediosa inclinación a no terminarse como proceso o ciclo, la insistencia en no morir por la boca o por la cola. Pero la insistencia en la interminabilidad como resistencia al tiempo es una extraña manera de perdurabilidad y perduración.

En cierto sentido nos sucede con la historia, el pensamiento, el arte, la moral, el estado, la política, la sociedad y demás lo que le ocurriría a un cadáver que no pudiera descomponerse de una vez, sino que fuera segregando su corruptibilidad a pequeñas dosis, tan pequeñas que no parecería que se está corrompiendo: estado de perfecta momificación.

Quizás también para esta condición de corrupción incorruptible haya alguna interpretación en los motivos cinéticos de nuestra civilización-sistema. Ya se sabe que las máquinas no se corrompen sino que se desarman, de deshacen, se desgastan y se reponen: obsolescencia incorporada, fecha de caducidad anunciada. La metáfora organicista tradicional no es válida para hablar ni siquiera aproximadamente del “post”. La metáfora adecuada es la de las máquinas que siguen funcionando más allá de su desgaste, por pura inercia, porque no saben hacer otra cosa. Algo parecido pasa con todo lo que nosotros vemos que desaparece reapareciendo otra vez y volviendo a desaparecer reaparece otra vez y así hasta lo interminable.

“El infinito malo” o la “mala infinitud”, en un sentido temporal destemporalizado, es nuestra condición actual. Por eso, todo el mundo se aterroriza o siente las primeras arcadas de angustia cuando aparece un nuevo “post” en el mercado de las ideas, que a su vez también es un mercado de las pos-ideas o ideas póstumas: es que se presiente con gran pesar que otra cosa más se ha vuelto insoportablemente repetitiva, anacrónica y lenguaraz en la reivindicación de sus derechos de existencia. Preguntar por la salida a semejante proceso es una cuestión carente de sentido, por la sencilla razón de que no hay sentido al que apelar para este proceso, ya que el mero hecho de que haya accedido a la existencia es la condición misma de la carencia de sentido.

Lo interminable sólo tiene sentido donde ya no hay sentido (y bromas aparte, donde la dimensión del tiempo se ha encogido de tal modo que en el presente ya no desemboca ningún pasado ni el presente es punto de partida de ningún futuro: ahora sabemos que nuestro infierno es exactamente la caída en el “anillo del ser”, pero un ser que sólo es como repetición de lo interminable, como consunción y usura sin pérdida, donde incluso la mística de lo nuevo se ha convertido en un callejón sin salida).

No nos encontramos en el espacio tranquilizador del querer por fin consciente de sí. Donde la libertad se ha vuelto coacción (la forma anónima de un imperativo despersonalizado, sin sujeto), la autodeterminación del querer se vuelve fatalidad pura. La “legalidad” del acontecer no es algo hecho, porque querido, por el hombre desde posiciones por él mismo aseguradas. A medida que avanza y se consolida la dimensión planetaria del mundo en vías de unificación, el automatismo se acopla a todo proceso desprendido de la voluntad.

El resorte secreto de esta automotricidad en el mundo moderno ha sido, como se sabe, la determinación del ser como voluntad. Ahora bien, el movimiento de la automotricidad humana como voluntad, una vez desencadenado, acaba por no necesitar más impulso que su propio autodinamismo (la economía, como vértigo de acumulación y destrucción de valor, es sólo la escena primitiva de algo que acontece ya en todos los sectores de la vida como mero movimiento autopropulsado). La impresión general de “automatismo” procede de ahí.

Según algunos, esta situación nos devuelve a una experiencia ya conocida: la fatalidad. La nueva fatalidad, como antes la voluntad en el tiempo de su dominio secreto, es algo hecho y querido por nosotros, aunque esto resulte inexplicable. La fatalidad actual es sumamente original y sorprendente, no hay que despacharla con la consabida etiqueta de “irracionalidad”. Lo original es que estamos ante una fatalidad desencadenada por nosotros mismos, por un querer que intentaba oponerse a la primera fatalidad, la inmanente al propio mundo (en el sentido de un mundo aún no racionalizado y hecho a medida del afán de seguridad de un hombre encerrado en sus propios proyectos constructivistas). Lo que va llegando a la luz es una constatación igualmente inesperada: el hombre moderno de la más alta y poderosa voluntad es también el hombre de la mayor indefensión ante la fatalidad de su propio querer.

Después de todo, no sería tan desastrosa la salida de la Historia, si no amenazara algo todavía peor que la propia Historia en sentido moderno. “Eyectados” del tiempo como potencia histórica determinante, podríamos caer en la pura reproducción “naturalista” de procesos biológicos hiperestables, en la forma del retorno de un simulacro de necesidad. Imperiosamente vivimos hoy en un simulacro semejante. Toda nuestra sociedad no existe más que como recreación de condiciones ficticias de supervivencia.

La metafísica de la vida abría esta posibilidad inquietante, la de un devenir que se plantea por primera vez como susceptible de ser dominado por el hombre con vistas a su instalación en el mundo. El biologicismo no era otra cosa que expresión de un destino elevado por trasfiguración. Ahora bien, el principio de la inversión nietzscheana empieza realmente cuando la historia se contempla como movilización de procesos de vida ascendente y descendente desde la voluntad de poder.

Pero una concepción consecuente de la vida como proceso biológico de autoconsumo de su propia potencia (la reducción de todo a “trabajo” es su figura económica) tiene que desembocar en la reivindicación del carácter cíclico del devenir, es decir, tiene que comprender el tiempo como retorno de lo mismo (Hannah Arendt lo comprendió perfectamente pero no quiso o no pudo sacar las consecuencias pertinentes).

En Nietzsche todo esto está todavía enredado en la moderna voluntad de “hacer historia”, en el sentido de elevar lo humano a sus máximas posibilidades, la famosa “trasfiguración” a través del arte concebido como valor supremo, incluso por encima de la “verdad”.

Pensado desde el individualismo heroico y aristocratizante, esto tiene un sentido, que para nosotros entretanto se ha perdido. Es el utopismo implícito del postulado de la sobrehumanidad: ésta falta, es una “hipótesis” con la que ya no contamos, más bien sería la infrahumanidad lo que llega tras la inversión de lo suprasensible y lo sensible, es decir, la pura pornografía.

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