“Modernidad” es el nombre del tiempo en que la voluntad entregada a sí misma se vuelve activa como querer que se perpetúa en la forma de la pura actualización de su poder de querer. Esta voluntad es como el querer repetir siempre un comienzo del mundo, es como virtualidad siempre abierta de lo nuevo. La “Modernidad” es la tensión que se sobrepuja, el esfuerzo que insiste en la permanencia de su querer. Si en la definición de lo moderno todo se vuelve mera actualidad, co-presencia, simultaneidad, memoria acumulada, lo real está condenado a la repetición, porque la repetición es el mero comienzo de lo nuevo. Sólo es moderno lo que en la línea de un tiempo en espiral recomienza una y otra vez como moderno, es decir, la simple actualidad.
En este sentido, el nietzscheano dar consistencia al devenir como “suprema voluntad de poder” implica la condición de lo que, siendo sólo actual, tiene que repetirse una y otra vez sin cesar. Que lo mismo retorna, quiere decir que nada sucede verdaderamente más que ese retornar (es como si la mera forma del devenir fuera ya de antemano la abolición de su contenido, es decir, el propio acontecer diferenciado). Se interprete como se quiera, esta experiencia del tiempo como repetición de lo mismo es la total aniquilación del tiempo como posibilidad de devenir otro del propio tiempo, es por tanto el cierre y la conclusión de la temporalidad histórica.
El devenir nietzscheano está supeditado completamente a la voluntad de poder pero ésta nunca deviene como tal otra que ella misma: su única lógica es el “más” de una sobrepuja o sobrepotenciación que es ella misma. Precisamente la virtud de la interpretación de Heidegger es suprimir, o poner entre paréntesis el elemento “vitalista” y “biologicista” del pensamiento nietzscheano, aspecto que desvía la atención, para poner de relieve su movimiento de fondo: la fusión de ser y devenir dentro de una única esfera del tiempo, cerrada sobre sí misma, y ello destaca lo que sin duda es la aspiración esencial del proyecto moderno: el realizar la historia como fin autocumplido de la historia.
No tiene nada de extraño que esta condición temporal en la que desemboca el proyecto de la voluntad de poder pueda experimentarse como anulación del tiempo, como “poshistoria”, o en términos de Cioran, como “caída del tiempo”. Ésta es efectivamente la experiencia de una Humanidad convertida sin residuo en voluntad que, alcanzado el límite, se distiende y se precipita fuera de su propio horizonte proyectivo.
La historia ascendente del «progreso» alcanza un nivel a partir del cual el retorno de lo mismo se vuelve exactamente el único movimiento que le resta. Si la base de este proyecto moderno ha sido el puro querer como poder que la humanidad se da a sí misma para establecerse en la pura consistencia del devenir, el propio querer, al sobrepujarse (y sólo puede existir de este modo), crea la sobredimensión de la historia y vuelve todo el proceso, encerrado en el círculo del devenir, un reiterado movimiento de exponencialidad de lo mismo.
La Humanidad que cae del tiempo ha aniquilado en sí misma toda apertura al tiempo, después de haber encarnado al sujeto que se apropió el tiempo para resistir precisamente a él. Ha llegado a ser un extraño impensado el hecho de que esta Humanidad que se constituyó como sujeto emancipado en su lucha contra el destino para trasformarlo en historia, ha tenido que caer fuera de ella, quizás porque la historia es el rodeo que hemos dado para abandonar finalmente la propia historia. El estado, bastante patético, de un “querer permanente” no es nada natural en el hombre, como dice Cioran, y la historia como esfuerzo perseverante por hacerla y mantenerla con la tensión de un calambre incesante ha llegado al límite de sus propias fuerzas. Esas eran las fuerzas del “hombre histórico”, quien las puso en marcha para elevarse sobre el destino y sacudirse las pesadas cargas de una vida de la que quiso escapar por miedo a la fatalidad.
Hasta podría creerse, mirando retrospectivamente, que todo el énfasis nietzscheano (y en parte también el del Heidegger “decisionista” de los años 30, que ve en el instante el abrirse de la historia a la decisión) no es más que el último destello del pensamiento moderno, su último “tic” nervioso que expresa el deseo de permanecer asentado o erguido en la historia, una sobrepuja de voluntad por quererse a sí misma como destino del mundo. Mueca exasperada, mitad jubilosa, mitad a disgusto, en la que se postula la disyunción entre vivir absolutamente en la apropiación humana del mundo o perecer sin más en el descenso hacia la infrahumanidad del último hombre. El propio tono vital del entusiasmo nietzscheano puede interpretarse como el esfuerzo que se esfuerza en querer lo que de todos modos no puede dejar de querer: la verdadera fatalidad de la modernidad, su sobrepotencia de poder y dominio en ausencia de toda meta y de todo horizonte de sentido, pero da igual, el nihilismo permite y hasta propicia que las cosas funcionen mejor, al no obligar a los hombres a que acrediten que lo que hacen y piensan tenga algún sentido (la idea baudrillardiana de las “funciones inútiles”).
Quizás la mala conciencia de todo este asunto se exprese, inesperadamente, en que la aspiración última de esta voluntad de poder es la voluntad de eternidad, ya que el querer que sólo se quiere a sí mismo tiene que llegar a ser tal si es capaz de eternizarse, es decir, de mantenerse en una relación tal con la realidad querida que sólo pueda aparecer ésta como su propia condición de eternidad. El devenir nietzscheano es el ser que sólo quiere su propia eternidad (y si invertimos la proposición, dice lo mismo: el ser es el devenir que sólo quiere su propia consistencia como permanencia). A través de este nuevo absoluto, de paradójica inmanencia, el querer-devenir cae fuera del tiempo, si realmente lo que quiere no es nada más que su propia condición: su permanencia como reiteración de lo mismo. En Nietzsche, lo biológico es la metáfora necesaria de esta voluntad de inmanencia que la vida se ofrece a sí misma para perpetuarse. Por eso, el hombre de esta voluntad es el hombre que quiere eternizarse, pero el precio que debe pagar es salir del tiempo, aniquilarlo para así perpetuar su propio querer. Todo estos rasgos son los que ya se experimentan en una civilización que aspira a ser planetaria.
En el “eterno retorno de lo mismo”, lo que retorna no siempre es lo mejor. Nietzsche tenía conciencia de esta posibilidad. Por eso, esta doctrina ofrece dos caras. Una de ellas, la que podríamos llamar la “cara oculta” e indeseada del devenir, es la del retorno de lo pequeño, de la vida que ni afirma ni niega (porque tampoco Nietzsche quiso tomar en consideración el hecho de que efectivamente hay una vida que no se afirma más allá de sí misma, y también hay una vida que no puede ni siquiera negarse: por eso lo que el “Zaratustra” presenta en su comienzo se ha convertido en nuestro horizonte irremontable y en nuestra tarea irredimible). Esta otra cara del devenir es la posibilidad del “fatalismo”. Frente a la trasfiguración decisionista del instante como lugar de lo eterno, lo que falta en la vida pequeña es la decisión. Hay por tanto una versión poshistórica o ahistórica del “eterno retorno”, que desde el punto de vista del voluntarismo historicista se convierte en la perspectiva odiosa del “fatalismo”.
Toda la mitología de la era anterior (progreso y evolución: metas ahora perdidas de vista porque precisamente han sido superadas en el sentido del puro desbordamiento de lo exponencial sobrepotenciado) padece la misma anemia del “último hombre”: en lo creativo puede anidar el oscuro deseo de la nada. En su finalidad más profunda, la interpretación heideggeriana del eterno retorno, en el marco del “decisionismo” más puro, consiste inicialmente en una tentativa desesperada, que en el ansia de superar lo moderno, lo sobrepuja (de todos modos, el último aliento por “salvar” una historia a la deriva que se consumó inmediatamente pocos años después: el “ocaso de los dioses” alemán es la despedida de la historia en sentido fuerte: después se inicia la Baja Modernidad o periodo final del nihilismo incompleto).
Pero Heidegger pronto se dio cuenta de que ya no era posible fundar una historia desde la mera voluntad humana, mediante el ejercicio de una activismo mundano. El “giro” y todas las inversiones apuntan ya en las lecciones sobre Nietzsche y tiene indudablemente una raíz personal, pero lo personal es aquí indicio de transformaciones de un nivel superior. Desde el momento en que el nacionalsocialismo se le revela como la forma extrema del nihilismo, se acentúa la exigencia de pensar a Nietzsche fuera del marco decisionista que tan exasperado se manifiesta en la lección sobre el eterno retorno. De ahí también que la “voluntad de poder” pase a ocupar ahora el lugar central desde el cual iluminar el pensamiento nietzscheano.
Como no somos libres del devenir, sólo podemos darle una forma transitoria a lo que hacemos y somos. Lo que sí podemos afirmar como libre es la fuerza que en cada caso trasfigura un momento. La crítica de la moral se dirige principalmente a rechazar la fijación de una vez por todas de esa fuerza que desde el propio devenir establece una configuración en la que la capacidad plástica del devenir queda estabilizada como verdad (fijación de algo fluido en una identidad). Pero la máxima intensidad que puede ejercer esa fuerza es la voluntad de intensificarse a sí misma para no quedar atrapada en algo que ella ha fijado.
Esta ampliación de la voluntad sólo puede alcanzarse cuando la necesidad es asumida libremente e incorporada a la fuerza. Lo que resiste incondicionalmente al devenir se condena a buscar una forma de estabilidad que la metafísica define como eternidad (de la Idea, de la verdad, de Dios…). Lo que se salva en el devenir es sólo esa fuerza plástica de configuración, que puede incrementarse o disminuir. La disminución, el rebajamiento, el empequeñecimiento del hombre se deben a esta tentativa por escapar a un devenir del que la aniquilación procede, poniendo un mundo suprasensible que es del orden divino, lógico o racional, pues cada uno de ellos ha servido para inmovilizar en una determinada configuración “verdadera” el devenir. Puesto que el devenir es la forma en que las figuras de la nada se suceden, toda fijación es un momento en el intervalo entre una nada y otra.
En un tiempo lineal, un pensamiento radical del devenir tiene que causar pavor y angustia, porque no se puede ya salvar algo de una corriente irreversible y unidireccional que todo lo conduce a su acabamiento y desaparición como pura fugacidad y dolor del “sólo una vez”. Es la radicalidad misma de un pensar el devenir la que lleva a la apuesta del eterno retorno, que significa ante todo una tentativa de sortear ese obstáculo de lo lineal del tiempo, aunque en este caso hablar de un nuevo “consuelo metafísico” ya no tiene sentido, porque la estabilidad que ahora se desea parte de la aceptación incondicional de un devenir cuya eternidad no escapa ella misma a la destrucción, lo que es tanto como afirmar que lo único eterno es el propio devenir y no cualquier cosa que pudiera separarse de él en el pensamiento y a través del pensamiento, pues la definición de la metafísica ha sido precisamente la tarea de crear un mundo eterno de validez absoluta al margen del devenir.
La idea de un eterno retorno de lo mismo es lo que permite salvar el caso particular, para lo bueno y para lo malo. La justificación de la existencia sin fundamento, sin ninguna permanencia que la rija, sin ningún orden moral que la sustente sólo puede pensarse nuevamente en los términos de un ciclo donde lo idéntico (metafísicamente del orden de lo suprasensible o lo absoluto) se repite como algo inmanente al propio círculo del devenir, no un algo idéntico separado, por encima del devenir y como condición suya.
Para la cultura judeocristiana y todos sus derivados humanistas y científicos, que se basa en el dominio de una concepción lineal del tiempo, la mera suposición del eterno retorno es una insensatez y un sin sentido, y en realidad aparece como una blasfemia que sólo cabe tomar en broma y con voluntad de escarnio, puesto que para esta cultura el principio de la creación “ex nihilo” ya se ha producido una vez y el mundo sólo cobra valor desde un origen ya creado para siempre, a partir de un tiempo que ya ha sido también puesto en marcha de una sola vez y para siempre y cuyo curso es la pura sucesión en una línea ininterrumpida. Sólo a este tiempo lineal se le pueden aplicar con ventaja las categorías de la razón: unidad, finalidad, causalidad, totalidad. Y sólo a partir de estas categorías se puede concebir un sentido del tiempo como Historia, de hecho la categorialización racional, primero divina, luego secular, de la Historia es lo que da lugar a la Filosofía de la Historia como verdadera metafísica y como verdadera teología desde Hegel.
El ser se manifiesta ya desde una determinada concepción del tiempo, pero aún se proyectan sobre el tiempo las categorías que el pensamiento remitía al ser antes de Hegel. Librar al tiempo de las categorías del ser y de la consecuente racionalización del pensamiento es la gran tarea que se propone Nietzsche a partir del momento en que el fundamento que justificaba toda la operación se viene abajo.
No hay que confundir el cambio de estado en la lógica homogénea del tiempo lineal con el devenir. En una serie continua, los cambios de estado son cambios de una identidad originaria preexistente que permanece siendo la misma siempre. En este sentido, todo lo que ocurre queda doblado: o pertenece al orden racional de lo necesario o pertenece al orden de lo accidental y contingente. El conflicto siempre se resuelve con alguna teleología o lógica de las causas finales, que Nietzsche desde muy pronto rechaza como subterfugio o huida del devenir. El azar es despedido como lo ininteligible y despreciable pues lo que da sentido al tiempo es alguna instancia colocada fuera del propio tiempo: el azar siempre se ha descalificado como un margen o un límite de lo racional. Pero esto irracional y perturbador era concebido por los antiguos como una diosa que estaba incluso por encima de los demás dioses (la “Moira” de los griegos).
En un pensamiento que asume el devenir más allá de toda racionalización, lo originario es el propio devenir y nada más, en el sentido de que no hay otra creación que la del devenir mismo. Como no hay un mundo ya hecho antes del devenir, no hay ninguna creación, pues lo que crea es nada más que el devenir. Da igual lo que se designe como origen del mundo (voluntad divina o racionalidad humana). Para un pensar del devenir no hay origen ni fundamento, ser o estabilidad. Pero si no hay una estabilidad trascendente, dondequiera que se la sitúe, el dolor del devenir es infinito, como infinita es la destrucción de todo.
Suponiendo que sea obligado buscar alguna “consolación metafísica”, en el devenir el gozo y el sufrimiento se justifican uno a otro, no en el sentido de la teodicea o la dialéctica. Al contrario de un aplanamiento en el sin sentido o una mera superación hacia un estado mejor de armonía, el gozo y el sufrimiento son términos que pueden reversibilizarse en el ciclo de la repetición y por ello no hay un gozo eterno ni un sufrimiento eterno ni un estado beatífico de superación de las contradicciones, un estado final y definitivo de saber o de equilibrio de fuerzas. Gozo y dolor como casos fortuitos que se repiten eternamente, no son una condena ni una salvación, ni hay que esperarlas: el uno es promesa del otro porque en la repetición se vuelven reversibles. Si todo se repite, no hay nada irreversible.
Es lo que afirma Nietzsche cuando expresa que no hay alma inmortal ni Dios, ni tampoco ninguna verdad en el sentido de lo suprasensible, de lo racional o lógico. Todo esto es del orden de la ilusión y de la consolación, que pueden ser positivas o negativas, según la fuerza de veneración y superación de lo “demasiado humano” que los hombres quieran desarrollar. La supuesta ambigüedad de Nietzsche es la misma ambigüedad inherente al devenir, según la fuerza que le dé forma en un momento dado: ascenso o descenso, salud o enfermedad, grandeza o decadencia, incremento o disminución, intensificación o rebajamiento son los términos entrelazados que designan la lucha de las fuerzas de la voluntad y sus consecuencias para la vida. La historia occidental está poseída por una lógica nihilista porque el segundo término ha supeditado a sí al primero, en una huida ciega frente al devenir.
El creyente en alguna forma de trascendencia, como quiera concebirla (ser, verdad, Idea, lo absoluto, Dios), pone algo al margen del devenir, ya sea como regulación de éste, ya sea incluso como tentativa de suprimirlo: todas las modalidades de la verdad metafísica (y de la verdad a secas, incluso la más banal y cotidiana) son expresión de esta trascendencia. Para este creyente, religioso o profano, la idea nietzscheana del devenir sólo puede significar una nivelación, un poner en el mismo plano todas las cosas sometiéndolas a la pura transitoriedad e inestabilidad. Pero el creyente no ignora que tampoco ninguna trascendencia escapa al devenir, porque la eternidad no es un algo externo, “a priori”, originario: la única eternidad concebible es la eternidad del devenir. Así, podemos confiar en la idea de caos, pero el caos nunca ha sido eliminado por lo que se ha querido poner en su lugar: el caos, la nada es lo que continúa siempre una vez y otra, eternamente: lo que deviene es, en sentido fuerte, momento de la nada, ser de la nada.
La forma de la eternidad metafísica es la forma del devenir negado, una figura también de la misma nada, ilusión de algo que no está sometido al devenir, búsqueda entonces de lo inexpiable por el tiempo. Cuando se desvanece esta creencia en la eternidad y la trascendencia (la muerte de Dios) aflora a la superficie la nada que reprimía, es decir, el auténtico devenir censurado, suprimido. Por eso es fácil entender que la lógica del nihilismo no es un resultado sino también un comienzo. Cuando aparece la concepción del ser en Platón, cuando la lógica se hace dueña del pensamiento, lo que se fija en una eternidad inmóvil es una nada, y todo lo que no puede ni quiere ser creativo, darle figura plástica al devenir, es nada y se volverá nada.
Experimentar la inconsistencia y la fugacidad de la vida como algo deseable por sí mismo, asumir el no valor como valor absoluto, es decir, aceptar sin condiciones el devenir como ser, querer entonces, junto a lo noble y grande, también lo pequeño, dañino, enfermo y desgraciado una vez y otra vez y siempre como algo necesario, más allá de nuestra responsabilidad y nuestros deseos: forzarse entonces a querer y esforzarse en querer lo que no se podría querer de ninguna manera…,- salvo que queramos el ciclo mismo y como tal ciclo, de lo interminable y lo inacabado, lo imperfecto que sufre de su imperfección; lo medio hacer, la constante variación de esbozos y errores, el tanteo infinito…, porque el supremo esfuerzo de la voluntad es mantener esta tensión hacia lo afirmativo de lo que siempre, una y otra vez, volverá para negarla y angustiarla. Pero si por azar el retorno alguna vez vuelve a traer lo que una vez fue grande, hermoso, potente y afortunado, la tensión angustiosa por lo peor se justifica también, y entonces bien vale haber apostado tan alto.
Porque el eterno retorno hay que planteárselo en términos de una apuesta que sólo será insensata para los que no quieran jugar un juego que arriesga lo más alto porque creen que no hay que poner “demasiado alto” la dignidad del hombre. Pero dondequiera que habla la idea de que el juego es banal, habla el miedo de la realidad a lo que la rodea con un signo de interrogación sobre la justificación de su principio indeterminado.
La verdadera fatalidad, la que nos pertenece como cosa nuestra, como dote de la que no es posible renegar, consiste en que la humanidad emancipada sólo se tiene a sí misma, sólo puede quererse a sí misma tomándose por lo que es. Ahí hay una oculta raíz de desesperación que aún no se vislumbra debidamente: es muy duro tener que tomarse a uno mismo por lo que se es sin más, pues, derribados los ídolos, los despiertos a las ilusiones ya sólo ven realidades pavorosas en las que mejor no pensar para no amargarle la fiesta a nadie… El quererse a sí misma de esta humanidad hipocondríaca adopta la forma de un experimento de la humanidad consigo misma, porque semejante humanidad liberada de las cargas de la vida (y es ese, y nada más nuestro, cacareado “progreso”) exige un constante devenir lo que es. Encerrada en sus límites (la inmanencia también es una prisión), incapaz de proyectarse más allá de su propia sombra, tiene que experimentar incesantemente consigo misma como la única posibilidad que le queda, pues su único ser es justamente devenir.
Lo hipercinético del movimiento de la actualidad es la danza de los experimentadores con su propia condición. En este régimen de bellos simulacros vitales, la Historia ya no resulta necesaria como escenario en que esa Humanidad contempla su propio devenir con el orgullo benevolente de sus “conquistas” (la ligereza de la vida, de la que lo “light” es la marca comercial): la autorrealización humana queda por detrás, ahora son los individuos los que se autorrealizan, una vez que la civilización a la que pertenecen ha alcanzado todos sus proyectos. Lo propiamente ininteligible del presente es que esta nada virtual que lo ocupa todo dé la suficiente consistencia al mundo para volverlo habitable. El experimento requiere la estabilización del tiempo, es decir, la supresión del devenir o la conversión del devenir en copresencia y simultaneidad sin perspectivas (consumismo del pasado como objeto ceremonial de un lujo calculado, desheredados del pasado, ahora también lo estaremos del futuro, la exclusiva dimensión en la que la Modernidad pudo vivir por anticipado, pero lo anticipado ya está aquí, por tanto, “no future”).
El secreto de la filosofía de la historia cae en lo impensado y su verdad se hace ahora manifiesta. La historia, ese artefacto moderno, era un laboratorio para un experimento. El protocolo del experimento ahora se nos ha perdido, lo hemos extraviado, pero la cosa es que debemos seguir experimentando. Sin duda, seguirá habiendo acontecimientos, aunque ya en su mayor parte fabricados por el aparato de distribución comercial de la industria del entretenimiento. La historia como “gadget” no es, en última instancia, más que la historia de anticuario vulgarizada para uso de las masas ahistóricas. Entonces sólo queda experimentar el cierre del tiempo en su propia inconsistencia ¿Qué puede ser un presente que no está abierto al pasado y al futuro, que no es el punto de encuentro de lo que ya no es y de lo que será y puede ser? Giro cinético burlesco de lo efímero como retorno de lo mismo.
La tarea de los “intelectuales”, en estas circunstancias penosas, consistirá entonces en “salvar” la Historia como relato de la emancipación de la humanidad racional, escenario sin el cual el sistema pierde su rostro humano y queda arrumbado en la ingrata vulgaridad de las formas de dominación más abyectas (si Hegel tuvo que inventarse las “argucias de la razón” para dar un sentido a la historia, se debió a que ésta, por sí misma, sin el efecto suplementario de lo sublime y lo oculto, es generalmente banal). En la medida en que la Modernidad goza de creerse la Autoconciencia del Hombre y de la Historia (es su mito profano más querido), para salvar la propia Modernidad hay que salvar la Historia. La tarea de redención de la Historia es de hecho nuestra propia redención, pero sólo los muy exquisitos comprenderán algo de esto. De todos modos, es un trabajo que el sistema no les agradecerá. Historia y autorregulación cibernética del sistema: se necesitaría un Hegel para reconciliar semejante pareja. O bien un último creyente en la “fuerza de trabajo” como la verdadera “potencia” de la Historia.
La filosofía de la Historia, es decir, la concepción filosófica de la Historia se propone:
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Eliminar la contingencia del devenir, ver en términos absolutos lo relativo y viceversa, juego de manos excepcionalmente inteligente, muy alemán: pero la contingencia es la “voluntad natural” de los hombres, no la voluntad educada o formada en lo universal de su querer como asentimiento subjetivo a la ley objetiva universal.
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Narrar la evolución progresiva del concepto, es decir, de la Idea racional de la libertad, que en primer y última instancia no es otra cosa que la domesticación o la doma de la voluntad espontánea o natural de los hombres: espontaneidad de la costumbre, identificación pasiva con la moral y lo Uno que la representa simbólicamente como gobierno de los hombres.
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Describir el proceso de realización del espíritu absoluto como reino de la libertad en la autoconciencia del sujeto que ha interiorizado lo universal como designio y realización de su tarea propia.
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Comprender que en el tiempo se realiza una Idea; los agentes (pueblos particulares e individuos históricos determinados) son sólo figuras de tránsito hacia otra cosa que ellos mismos: la propia Idea que a priori preside los destinos del mundo humano en la construcción cada vez más perfecta de la “segunda naturaleza”.
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Justificar, por tanto, en términos de una nueva teodicea secular, el mal, el sufrimiento y el dolor concretos de los pueblos e individuos: lo negativo tiene un valor inestimable en la marcha del espíritu. La función de la dialéctica en la Historia es salvar la Historia como proceso de una voluntad cada vez más consciente de su libertad.
Ahora bien, en Nietzsche todo esto mismo, y no otra cosa, será la “voluntad de poder” como recapitulación superior de la metafísica hegeliana, a la que retoma en un sentido inesperado: un espíritu que, llegado al extremo de su poder ser en el mundo, sabe ahora lo que realmente puede y se libera de lo que le encadena, queriéndose a sí mismo como libertad absoluta (la institución obsesiva en Nietzsche de la “nueva tabla de valores”: el texto que lleva este título en el “Zaratustra” debería ser comprendido en serio, es decir, metafísicamente, no sólo en término de psicología del individuo perturbado).
A partir de aquí, habla Nietzsche y hablan sus comentaristas, en muchos casos, sin saber lo que dicen.
Su relación estrechísima con Hegel no suele ser puesta de relieve, pero ahí estriba el núcleo caliente de toda verdadera comprensión de su pensamiento. Sobre todo, el pensamiento francés obvia la relación (Deleuze, Foucault, Klossowski, Bataille), lo que hace que Nietzsche pierda su “contexto”.
Nietzsche considera el principio de la teodicea hegeliana como el mayor logro del pensamiento alemán, lo que conlleva una lógica extraordinariamente poco esclarecida: su implícita aceptación del punto clave del hegelianismo, contra el que sólo se dirige en una ampliación masiva (lo trágico, lo dionisíaco) de la negatividad como origen del valor: es su particular recitado de la oración “Introibo ad altarem Dei”.
A diferencia del secularizante Hegel de la imagen protestante de Dios, el Dios niertzcheano es un Dios vacío, es decir, sin imagen ni trasunto racional, que, en tanto ya no es necesario para la justificación del sufrimiento, tiene que morir: el hombre se basta a sí mismo para construir redenciones y “algodiceas”.
Lo mismo que en Marx: basta una revolución de las llamadas “condiciones materiales de existencia”, lo que en Nietzsche se llama simplemente “vida”, para cambiarlo todo, pero Nietzsche es mucho más profundo que Marx, que como judío (siempre según Max Stirner) no había comprendido el verdadero alcance del concepto cristiano de espíritu: no hay que sentir vergüenza del hombre tal como ha sido y tal como es, por tanto no hay que sublimarlo como pasaje hacia otra cosa, aunque sólo ésta sea su verdadera consistencia y destino; la sobrepolitización y sobremoralización hegelianas del espíritu son retomadas por Nietzsche en su peculiar planteamiento de la “jerarquía y educación” de la sobrehumanidad por la “voluntad de poder” (otro nombre para el espíritu en tanto que autoconciencia occidental liberada de toda moral y criterio de verdad de raigambre metafísica). La “genealogía” es la manera desdivinizada (por fin verdaderamente “atea”) de hacer filosofía de la Historia.