Cuando cualquier conflicto “político”, sin distinción, en el que suponemos que la resolución (en el sentido de “resolverse”, determinarse a hacer algo) es un elemento decisivo, desemboca en violencia abierta, suele argumentarse así, sin excepción: puesto que no se puede extirpar de raíz la violencia, por más que se busque y persiga obsesivamente su tratamiento, incluso por medios bioquímicos y genéticos; puesto que es imposible detener sus manifestaciones transversales, por lo menos hay que obligarla a descender a unos “niveles tolerables”, reduciéndola a un grado “aceptable”, controlado, en una palabra, “manejable” (y por quién sino por los que realmente detentan el monopolio de la violencia “lícita”).
Como una enfermedad cualquiera clínicamente identificada y su tratamiento experimental en las asépticas salas de las debidas instituciones, la violencia se vuelve operacional, queda neutralizada en una especie de “performance” negativa, dentro de un contexto general bien temperado, con unos resultados casi siempre previsibles.
El sistema puede así delimitarla, circunscribirla, puede establecer un canon casi estético de violencia permitida y tolerada, puede ajustarla a unas normas más o menos juiciosas de buena performatividad, de manera que el propio terrorismo entra cada vez más en la misma lógica implicativa de la complicidad general sobre un estado de cosas sólo aparentemente caótico.
Todo el orden mundial se funda sobre esta capacidad reactiva de tolerancia, sobre esta localización minuciosa de los síntomas de violencia, a la que efectivamente corresponde un tratamiento terapéutico sobre la base de su delimitación por grados de aceptabilidad. Existe por tanto una violencia “gramaticalmente” correcta que respeta todas las normas convenidas de enunciación.
Así, en el actual conflicto palestino-israelí, que cada vez más da la impresión de un arreglo vergonzoso entre las partes a fin de chantajearse recíprocamente sobre un objetivo inexistente u oculto a la propia opinión y pasión de sus pueblos, el gobierno israelí pide a los dirigentes palestinos que ayuden a mantener la violencia dentro de unos límites soportables para el propio gobierno israelí. A su vez, implicado en la misma coherencia, el presidente norteamericano de turno pide a las dos partes que se mantengan en unos grados de violencia controlables, según la lógica de un intercambio de actos violentos sometido al buen principio de la equivalencia de acción-reacción.
Por consiguiente, todo está desde ahora obligado a desenvolverse en los límites “racionales” de un dispositivo clausurado, sin retórica tremendista, configurando un espacio compresor sin patetismo, con un lenguaje sin llamamientos superfluos a la movilización. Incluso la demonización del enemigo no debe exceder ciertos límites de buen gusto y cortesía, como si con esto no se afirmase y legitimase implícitamente todo lo contrario.
No hay que ver aquí, en modo alguno, una nueva ritualización del antagonismo, una nueva relación de alteridad por enemistad y agresión ceremoniales, sino más bien hay que constatar que se produce una sutil “normalización” de lo más cínica entre unas partes en conflicto cómplices que en el fondo comparten la misma regla, la misma confraternidad en un juego que casi siempre simula servirse de otras reglas simbólicas fuertes, sacrificiales, fundadas sobre la muerte sacrificial como coartada para una dialéctica de fuerzas que ya no tiene nada de sacrificial, puesto que realmente no juega sobre el fundamento genuino de la alteridad radical: ese juego que se desarrolla en la devolución simbólica de la muerte, en el sistema de los signos de la crueldad sin mediaciones que se graba en los cuerpos, en la inmediatez fulgurante del desafío de consecuencias impredecibles, en el agonismo como fatalidad del encuentro, irreductible a cualquier lógica superpuesta.
En cierto modo, y aunque parezca todo lo contrario en las coordenadas de un orden mundial cada vez más puesto en cuestión, lo que se está operando es una racionalización bien depurada de la violencia. Los medios de comunicación mundializados, al hacer demasiado visible y trasparente la violencia, al convertirla en un juego de signos en la información masiva, indiferenciada y aleatoria que producen de ella, constituyen el campo experimental de esta racionalización secreta para casi todos, los que se conmueven en alharacas idiotas sobre un presunto resurgir de las violencias descalificadas como atávicas y tribales, fanáticas y bárbaras. Sin embargo, habría que empezar por comprender que, si hay tal violencia de origen “primitivo”, está siempre supeditada a estrategias perfectamente modernas y sofisticadas: chantaje, disuasión, terrorismo.
Los ejemplos de esta situación podrían multiplicarse, puesto que actualmente se trata de una lógica terrorista, por sí misma, entre Estados vaciados de sustancia, que han perdido hace tiempo toda noción simbólica de poder, y grupos erráticos y anónimos que tampoco pueden luchar contra un poder que de hecho no existe, un poder que ya no es localizable ni identificable más que a través de los símbolos que rubrican y confirman su ausencia.
Por eso, hoy, todos los supuestos adversarios, los pretendidos enemigos, se encuentran virtualmente implicados en una especie de enrollamiento en espiral por el chantaje abierto, en el que todas las partes actúan como cómplices a la hora de mantener una violencia artificial, una violencia que cada vez más se aleja de cualquier definición política clásica. Una violencia sin oportunidad real de desencadenar verdaderas consecuencias, verdaderos efectos de trasformación sobre un campo dado de fuerzas y equilibrios. En este sentido, y sólo en éste, la violencia ya no pertenece al orden político y seguramente se hará cada vez más frecuente en la medida en que sus resultados inexistentes se vuelvan también más inútiles, más redundantes.
Las hipótesis de Baudrillard sobre el terrorismo como espacio de nueva figuración “transpolítica” se verifican de manera asombrosa en todos y cada uno de los acontecimientos que corresponden a esta nueva tipología en el orden mundial. Porque, en efecto, ¿qué puede ser una violencia que siempre devuelve los conflictos a su punto de partida, sin moverlos un ápice, como si jamás hubieran existido, como si jamás nada pudiera cumplirse a través de ellos? Esta situación debiera producir mucho más vértigo que el que provocan los propios acontecimientos actuales, encerrados como están en una sobrerrepresentación banal de sus signos más vacíos. Y es que, desgraciadamente, nada puede cumplirse a través de los acontecimientos, de la violencia y de los conflictos actuales, porque desde su originamiento, desde su diferencia, están de antemano neutralizados como forma operacional, instrumental, sometidos a un principio de realidad que les es por completo ajeno.
No es la violencia del acontecimiento la que se trasforma en una astucia superior, sino la propia astucia, la del dominio de los signos vacíos de lo real, la que se convierte en estupidez. Y es esta estupidez, que reviste todas las formas reactivas de psicosis, narcosis y paranoia de masas supuestamente informadas e ilustradas, la que utiliza para sus fines propios la violencia del acontecimiento como chantaje, coacción, complicidad y sentimentalismo barato en una red en la que todos los hilos se entrecruzan y anudan, donde por tanto ya no quedan ni huellas de enemigos reales sino tan sólo comparsas de una inmensa representación carente de toda dramaturgia de poder. Por otra parte, en la era de las masas y de los medios de comunicación, no hay poder que sobreviva en tanto que poder simbólico y poder de simbolizar algo. Ahora bien, el terrorismo le ofrece al poder la última posibilidad de escenificarse como poder simbólico fuerte.
Cierto cine muy perspicaz ha tratado esta nueva problemática de un poder desimbolizado pero que dispone de todos los medios técnicos aparentes de manifestar su omnipresencia. Así la película de Win Wenders, titulada “El final de la violencia”, nos habla de esta nueva situación, de cómo el poder, antes de desaparecer en su definición tradicional, se convierte en una maquinaria impersonal e irresponsable que solicita la violencia, que de hecho llama a la violencia contra él mismo como último medio de supervivencia, con la coartada de la seguridad y la defensa, que finalmente se diluyen en la consabida mirada panóptica que neutraliza y manipula por anticipado cualquier acto de violencia real.
Otra película, “La tercera generación” de Fassbinder, nos plantea la misma cuestión crucial sobre el terrorismo y su relación con el poder: éste se vuelve un simulacro, y por ello necesita simulacros de contrapoder para fortalecer no tanto su propia condición de poder como para asegurar los signos de su necesidad como medio de protección de una sociedad que se vuelve implorante hacia él al tiempo que lo descalifica como fuerza de control y como “carga” sobre el sistema formal de las libertades individuales (el mismo conflicto que se funda históricamente por primera vez en la revolución francesa, que preside la mentalidad liberal y que determina el meollo de las cuestiones “teóricas” planteadas por los estados totalitarios).
El terrorismo es la estrategia de juego a partir de la cual unos poderes históricos vaciados y profundamente deslegitimados intentan conservar y mantener una figura clásica del poder, aunque sólo sea a través de la sobrerrepresentación provista por los signos de la seguridad, la vigilancia y la protección. En esta estrategia, que hizo su aparición experimental en Europa durante los años 70 y que luego se ha extendido al mundo entero a partir del nuevo ordenamiento planetario de las potencias, lo que realmente cuenta es la disuasión de las masas espectadoras, la disuasión en el sentido de ejemplificar lo inútil de toda iniciativa propia contra el poder, haciéndoles ver a estas masas lo irrisorio que resulta enfrentarse a un poder que, de todas maneras, realiza desmesurados esfuerzos por demostrar que ya no existe o que existe demasiado para ser real, demostrar que acumula demasiadas virtualidades de fuerza como para ser verdadero.
La disuasión en términos contrarios también funciona actualmente, sobre todo en referencia al “terrorismo islámico”. Este tipo de terrorismo obliga al sistema quitarse la máscara de humanitarismo y democracia tras la que se oculta, obliga al sistema a romper todos los límites que se impone como apariencias de respetabilidad civilizada. Este terrorismo obliga al sistema a una arriesgada exhibición de fuerza por parte de un poder que tan sólo dispone de la posibilidad de esta misma exhibición, pues detrás de todo poder nunca hay nada más que signos y simulacros de poder. Los occidentales todavía no han entendido nada de este asunto, como tampoco entienden el significado secreto del sacrificio y el desafío.
Si un poder exhibe su superioridad radical, se destruye a sí mismo, tarde o temprano se deslegitima, no sólo moralmente, lo que pierde es la dimensión simbólica, por así decir, el doble fondo del que emana la simple posibilidad de su existencia. Es precisamente esta completa carencia de espesor simbólico, ritual, ceremonial, del poder, lo que los americanos presienten a través de su excesiva acumulación de recursos visibles, de armas visibles, de masas de capital visible. Su propia ceguera ante tanta visibilidad del poder excesivo es lo que les conducirá a su autodestrucción, tarde o temprano.
Ahora bien, la paradoja actual es que el mundo occidental tiene que ejercer una violencia a gran escala sobre el Tercer Mundo si quiere demostrar que sigue siendo el poder dominante, pero a la vez, siempre que actúe de esta manera insensata pero obligada por su propia lógica de la dominación planetaria, se estará descalificando, pues es evidente que el ejercicio de un poder cuando se vuelve tan absoluto, tan irreversible y tan unilateral sólo puede conducir a su propia destrucción a largo plazo.
Todo poder que desemboca en un exceso acaba por convertirse en su propio superviviente a la espera de la aniquilación final, que por supuesto llegará. Como todos nos movemos y pensamos dentro de un principio de realidad tan estrecho, sea en términos estratégicos, económicos, psicológicos, sentimentales o morales, no llegamos a alcanzar el sentido, que siempre retorna con más fuerza, de la dimensión simbólica del propio mundo y su devenir.
En todo conflicto actual se da la misma coyuntura estratégica fundamental: sea un conflicto de nacionalidades, un conflicto religioso, un conflicto racial o un conflicto de clase. Siempre estamos ante la misma figura de un poder al que la violencia no contradice ni niega, sino que, dentro de unos límites secretamente prescritos, le sirve para neutralizar y disuadir en el fondo cualquier conflicto de verdadero alcance, en el que lo que se juega sea decididamente innegociable, planteado en términos radicales de singularidad sin conciliación, conflicto en el que sea imposible de producir por su definición misma la escena política del intercambio regulado. Si alguien consiguiera introducir en el sistema esta simple probabilidad del intercambio imposible, habría vencido por anticipado a todos los poderes.
En efecto, muchos conflictos actuales parecen a primera vista plantearse abiertamente sobre esta nueva escena del “intercambio imposible” sobre la que ha escrito admirablemente Jean Baudrillard, pero quizás muy pronto nos demos cuenta de que tienden a caer en las redes de la inercia, en la pura gestualidad retórica del simulacro más descarado, dado que el poder como ficción ficcionaliza cuanto toca, con la complicidad decisiva de los medios de comunicación de masas, que le ayudan justo a esconderse detrás de las pantallas a través de la apariencia de lo contrario: de su excesiva omnipresencia, de su proliferante significación, de la seriedad de sus valores y argumentos.