CIORAN Y LA POST-HISTORIA (2008)

El siglo XIX fue nuestro particular “preludio del porvenir”. Los que vivimos a comienzos de un siglo XXI recién estrenado debemos hacer un esfuerzo para mantenernos a la altura, cuando menos, no muy por debajo, de aquel preludio cuyo porvenir indudablemente somos nosotros mismos. De nada sirve liberarse de la historia de las ideas cuando son las ideas mismas las que se han liberado de nosotros y ahora andan por las esquinas del mundo como fantasmas a la busca de un cuerpo en que encarnarse. Como fe laica de consolación, las “ideas” tuvieron su hora y no es necesario volver una vez más sobre lo ya sabido. No obstante, todavía hay que hurgar un poco en las heridas infligidas, a fin de no olvidar nuestra procedencia.

Lo que el siglo XIX nos ha dejado en herencia no es la idea sino su realización. De ahí el carácter esencialmente vacacional del presente. Ante todo, el pensamiento del XIX fue el anuncio de la buena noticia a que se creyeron destinados todos los utopismos que sobresaltaron, a veces silenciosamente, un mundo en gestación, un mundo imaginado del que nosotros somos sus retoños o su pesadilla (cómo matar al Padre sin mancharse las manos es la tarea del intelectual: la crítica no ha sido nunca otra cosa, el “más feo de los hombres” es su otro nombre de pila).

Constatación banal, pero que aún hay que tomar en consideración mientras dure la partida de la Modernidad, por tardía que ésta sea. Porque las cosas hay que tomarlas o dejarlas así: todo lo pensado en el XIX, por caminos extraños, está ya aquí con nosotros, se despliega como nuestra propia sombra, nos ha hecho devenir lo mismo y lo otro. Lo otro, no hay que vacilar en reconocerlo, porque lo que somos dista mucho de comprenderse aún. También los herederos son los últimos en saber quiénes son.

No es memoria selectiva ni recurso a referencias gastadas fácilmente manipulables con los “mejores” fines. Desde las posturas más diversas (es decir, desde las variantes del social-liberalismo) se juzga desde hace tiempo que el pensamiento más avanzado del siglo XIX fue el “culpable” de nuestros males y catástrofes: el expediente policial sobre el utopismo de esa época se cree muy listo si inscribe en los procesos de intenciones a nombres bien conocidos como responsables de genocidios, guerras, revoluciones, malvadas dictaduras y demás folklore de la antropología moderna del horror, del que curiosamente siempre se exculpan a sí mismos y a sus ideas aquellos que más tienen que callar.

Concedamos a ese utopismo la fuerza impulsora de los procesos históricos más sorprendentes, pero también reconozcamos que aquel evangelismo profano y antirreligioso sólo expresaba la virtud de la impaciencia tan característica de los que se comprometieron a empujar un poco todo lo que caía, impaciencia liquidadora que sin duda representaba ya una pose bastante desprovista de encanto pero vigorosa hasta bien entrado el siglo XX.

El problema de los intelectuales, incluso cuando ya no creen en su propia función, incluso cuando se han convertido en los héroes de los brazos caídos y las mil cuadras aún por limpiar de todas las tiranías del diseño publicitario de las ideas, – su problema, en fin, consiste nada más que en no poder ser portavoces de las aspiraciones, dolores y ambiciones de nadie, algo de lo que los evangelios del XIX y sus abanderados se creyeron muy capaces. El espabilado chamán moderno del concepto (extraigo de tu cuerpo un objeto causante de la enfermedad, siempre causas objetivas, y podrá restablecerse tu salud…), ya no puede reclamar para sí con ánimo envalentonado ser el portavoz de Dios, la seña embelesada agitándose en los vendavales de la Historia, el hipnotizador histérico de las masas-sujeto de los esclavos y su promesa de enseñoreamiento, en fin, el estandarte locuaz de la Humanidad.

Pero tampoco puede encerrarse en el culto egocéntrico de la forma y el estilo, no hay material en este mundo de desechos, también humanos, para propiciar ningún bello formalismo de los narcisos redentores por el espejo de sí mismos. Si el intelectual carece de expectativas de convertirse en “médium” de los poderes del mundo, si lejos de sus encarnaciones, se dedica a desaparecer con el resto de los decorados de la época moderna, cuyo reino advenido no ha aprendido aún a cantar en los tonos elevados que de él se exigen, todavía puede, no obstante, entregarse a lo único que hoy constituye el postrer ejercicio de la lucidez sin objeto: invirtiendo las temáticas decimonónicas de la gran redención del hombre por sí mismo, el intelectual podrá imaginar lo peor, darle curso de eficacia simbólica, podrá hablar en nombre del mal y entonces, como interlocutor en las sombras del Gran Inquisidor, no desvelará su secreto sino que obligará al Bien a ejercerse hasta la conclusión lógica de sus consecuencias… ¿mediante un Mal que rompe con la equivalencia de medios y fines?

El cretinismo de la Post-historia, degenerado vástago de las violencias constructivistas de la Historia, se cobra su presa en la desublimación del pensamiento. Cierto, el pensamiento de la época historicista se había aposentado en las nubes del utopismo, el mesianismo, el delirio, la megalomanía y la soberbia: quimeras todas de una intoxicación con que la Modernidad expansiva imaginaba sus decorados filosóficos bajo la danza de los siete velos de la crítica.

Lo sublime era su coartada, incluso si se presentaba como un sabio conocimiento de las claves secretas del movimiento histórico. Estamos cansados de los espíritus marisabidillos, de los Zarastustras inconscientes y de los proletarios fraternales. Seguimos cegados por relumbres de oriflamas humanistas, pero ya no escuchamos a los Tiresias del porvenir encantado. Ahora sabemos que tras el disfraz de los profesionales de la filosofía se esconden borrachos charlatanes a lo Dostoievski, prolijos narradores de historias dudosas, visionarios entumecidos o alucinados soñadores de tierras incógnitas.

Por el contrario, la normativa seriedad pragmática, obtusa dueña de un porvenir desilusionado, contrapunto del orden lúdico-festivo de las clases ociosas que ya no son portadoras de “mensaje” e historia, mucho más súbditos que sujetos, hace su llamada a la responsabilidad, el tedio inmisericorde de la estadística, el buen sentido de las ecuanimidades conviviales y las ilusiones bien encuadradas y autoconscientes de su desmesura. La historia enfriada y sus acontecimientos refrigerados exigen de nosotros un lirismo a medida. Pero es que las fuerzas no dan tampoco para más, incluidas las energías conceptuales.

La retirada del tiempo de las promesas (y lo que se nos prometía era exactamente eso: que había un tiempo para el leal cumplimiento de las promesas…) desemboca en los procesos justicieros de los desintoxicadores del intelecto. Nuestro pensamiento, pese a su bien templado desapasionamiento formal, contenía, es preciso reconocerlo, una dosis clandestina de entusiasmo subliminal. La Post-historia comienza con la señal del aguamiento del vino báquico de las ideas y la multiplicación de los procesos de intenciones “ad hominem”. Seamos nihilistas pero sin dar la nota. Una consigna comercial que ha acabado por trasvestirse en imperativo moral: los “pensadores temerarios” y los Atlantes de las verdades insoportables deben de ahora en adelante ser sometidos a tratamiento profiláctico, bajo pena de epidemia.

Es curioso que un experto en lo peor como Cioran, casi un adepto angustiado de lo peor, no llegara a creer que, a fin de cuentas, la Historia se vaciara completamente de su porvenir. Aquí, la necesidad innombrable de no llevar hasta sus límites la lógica de lo peor le juega una mala pasada al escéptico, o más bien burla su compulsión al pesimismo.

De hecho, Cioran no estaba convencido, a pesar de esa reputada voluntad de desmoralización, de que pudiera llegarse algún día a una virtual supresión del porvenir, ya que, según razonaba, raramente las catástrofes se dan por completo. Siempre queda un resquicio para lo otro. La estremecedora idea de que el grito “¡De ahora en adelante, ya no habrá acontecimientos!” no podía imaginarse más que como un desastre no del todo verosímil está por comprobar. Nosotros nos reservamos ese derecho. Que el supuesto desastre del vaciamiento del tiempo sea o no concebible no es ningún obstáculo para que sea posible. Lo pavoroso empieza cuando no sólo es concebible y posible sino que además ya aparece como una realidad entre otras que no suscita, por otra parte, casi ningún comentario inteligente y mucho menos ninguna pasión.

En el atestado sobre el ya vulgarizado “fin de la historia”, en manos de una minoría ilustrada cuya ilustración la hace precisamente incapaz de enfrentarse a lo que es su mayor contrariedad, incluso en el actual sentido neoliberal dominante, está por ver todavía cuál es el estatuto de los acontecimientos que en un orden indescriptible van a producirse. En la macroestabilidad del conjunto con tendencia a la inercia más absoluta, las microvariaciones de los “grandes acontecimientos” son absorbidos como meros artículos de consumo en los que resplandece nuevamente la lógica social de la equivalencia que destroza las veleidades de los defensores de los principios difuntos, a cuyo velatorio asistimos delante de las pantallas de nuestros televisores.

En la llamada “reflexión filosófica” todavía se hacen esperar los efectos del tiempo mundial que llega, porque de éste y no de otra cosa se trata actualmente en todos los debates: la crisis y el acabamiento de un dispositivo intelectual de representación del tiempo en conexión con el desquiciamiento de los agentes del autotitulado “proyecto de la Modernidad”. A su vez, la deconstrucción en clave filosófica del concepto moderno de Historia ya está sustancialmente acabada después de Hegel y Marx. La crítica del sentido de la temporalidad a partir de Heidegger en adelante, pasando por Löwith, Arendt y el propio Cioran, todo el trabajo de duelo en ese registro obliga a reconocer que no queda ya nada por decir sobre la historia que no sea un proceso de las intenciones y de los objetivos llamados “históricos”: ahí estamos atascados dando vueltas sobre las ruinas.

Al menos, a través de Cioran, la conciencia, cada vez más extendida aunque difusamente, de que “en el tiempo no se realiza el ser sino que éste se desmorona” (otra versión del “oscurecimiento de los tiempos” heideggeriano y la “huida de los dioses” en clave holderliniana) aparece aún desgarradamente en su clasicismo crepuscular, sin la cobertura de la banalidad en que luego ha caído la idea de la Post-historia, pese a los esfuerzos por ennoblecer la cuestión por parte de Sloterdijk y las tentativas paradójicas de un Baudrillard mucho más apegado a la singularidad de nuestro momento que ningún otro antes de él. Precisamente porque en ellos la libertad de espíritu no se ha extinguido, pueden decir insolentemente lo que otros tienen que ocultarse para no perecer por la irrisión en que se han convertido sus principios.

Porque en efecto, reflexionar sobre el tiempo de la Historia de modo abstracto, como si el fin del tiempo pudiera realizarse fuera del tiempo mismo, no es más que otra de las variadas tribulaciones de un pensar evasivo. Queda por pensar, sin duda, el enigma de esta “destinación”, más allá de las circunstancias fortuitas de su devenir, pero sólo si estimamos que la explicación idealista o materialista del acaecer del mundo no puede ser todo lo que aquí cabe considerar.

Desde hace ya tiempo, los argumentos, resortes, impulsos y medios con que el mundo civilizado de Occidente se imaginaba sus tareas y finalidades históricas se revisan y revisitan arqueológicamente: en apenas medio siglo desde la Segunda Guerra Mundial, los procesos de descolonización y el evangelio profano de los derechos universales del hombre, junto con el desarrollo de los medios de comunicación y la sociedad hiperatomizada de mónadas consumidoras, el sentido de todos los procesos y acontecimientos se encuentra desquiciado, embrollado en multiplicidades enojosas para las determinaciones simples a que aspira nuestro modo de pensar, hasta el punto de que lo queda de pensamiento creativo se ha convertido en un taller en que las ideas y los proyectos averiados de la racionalidad moderna son “puestos a punto” para un nuevo uso en precario.

Lo que mata al tiempo de la historia es este otro tiempo que ya no es el de la historia. Como nosotros no concebimos más que un tiempo histórico, es decir, un tiempo en línea recta, sin parpadeos ni cortocircuitos, eterna vigilia de la sensatez, como realización de una historia bajo alguna pauta directiva de sentido (el destino, la gloria, la providencia, la fatalidad, la necesidad, la libertad, el progreso, el desarrollo, incluso el crecimiento económico, que es su versión más bastarda y quizás también la más verdadera: todas ellas figuras que alguna vez se han hecho cargo del tiempo para darle sentido, siendo así que el tiempo es aquello precisamente que no lo tiene ni siquiera como proyección humana), no estamos en condiciones de experimentar un tiempo zigzagueante, adormecido, en el que ya nada puede realizarse, ni nada va a realizarse porque carece de virtualidad, de porvenir.

Lo que ahora llega, lo que ya está aquí, lo que nos golpea por todos lados sin que sepamos desde dónde nos viene la agresión, es el tiempo mundial, una modalidad de experiencia del tiempo o temporalización del ser a la que no estamos nada acostumbrados. No tenemos categorías para pensar un tiempo que no es el hacerse a sí mismo del espíritu autoconsciente, un tiempo en el que no se recupera ninguna esencia perdida de un hombre en busca de sí mismo, un tiempo en el que ninguna humanidad o fracción de ella va a emanciparse, un tiempo en el que el propio ser no tiene ser y no puede llegar a ser.

Ya no creemos en las categorías metafísicas que desde el ser han sido trasferidas al tiempo: unidad, identidad, totalidad, finalidad, causalidad, etc. Nunca se leerá con la suficiente fascinación la anotación 12 de “La voluntad de poder” de Nietzsche: todo su pensamiento gira en torno a la solución a este “problema” que él mismo formuló como nadie: el problema de una humanidad histórica que destruye el sentido sin poner nada en su lugar más que a sí misma, pero como sentido inmanente a sus propias realizaciones mundanas.

Hegel lo logró a través de su concepto “idealista” de espíritu, de su “teodicea” o justificación de Dios en la historia (es decir, no Dios, sino el espíritu humano en lo que tiene de universal e infinito pero encarnado en un “pueblo” histórico particular); Marx calcó y radicalizó el esquema apriorístico hegeliano de la historia a través de su lógica realista de las relaciones de producción. Finalmente, el propio Nietzsche siempre fue prisionero de la metafísica de la voluntad del idealismo alemán, a la que sin embargo libera, también en sentido moderno, de todo lazo o miramiento escrupuloso con un universo moral caduco, el de los valores cristiano-burgueses de su época.

Esta ruptura agresiva del pacto moderno por el que la autoconciencia del sujeto convertido en voluntad libre interioriza la ley del orden socio-político es justamente lo que suele calificarse desdeñosamente como “irracionalismo” nietzscheano, pero en un sentido concreto no es más que el propio hegelianismo liberado de “teología” y convertido en puro biologicismo. Su voluntad de poder no es otra cosa que el derecho que el sujeto moderno se concede a sí mismo para saltar por encima de su propia sombra. El salto, evidentemente, sólo puede tomar la forma discursiva del delirio, metáfora del impulso para llevar a cabo la famosa “trasvaloración”.

El tiempo mundial, por lo que ahora sabemos, no es tampoco un tiempo dinámico, progresivo, a fuerza de compulsiones estructurales y conflictos liquidadores de tradiciones enquistadas en la lógica crítica y dialéctica de la Modernidad ascendente; es más bien un tiempo de inercia y multiplicación de los efectos de un dinamismo absorbido sin residuo por la inmovilidad rotatoria de los cambios de escenario para una única intriga.

El tiempo mundial no es el fin de los acontecimientos ni del porvenir, es algo todavía peor de lo que imaginaba Cioran: es la imposibilidad definitiva de que los acontecimientos como tales puedan cambiar algo, quizás porque empiezan a producirse para que nada más ocurra. Si el tiempo histórico se identifica con el cambio, en el sentido de la profana fundación de algo “ex nihilo” (el concepto de “revolución” en la versión de Hannah Arendt), entonces un tiempo en el que todo se convierta repentinamente en ciclo de repetición infinita de lo Mismo, sólo puede sobrecogernos porque ahí atisbamos involuntariamente la fatalidad de nuestro propio constructivismo mundano: no su iniciativa como voluntad libre sino su mera subordinación a lo inexorable que la excede. Se viene abajo la hermosa mansión en que habitaba nuestra metafísica historizada de la Modernidad.

No hay que despreciar, por tanto, la hipótesis de que este tiempo mundial sea exactamente la imposibilidad del fin de la historia, el retorcerse sobre sí mismo del cadáver de la historia, pero de una historia que de ahora en adelante ya no está movida por principios ni categorías metafísicas, es decir, una historia ahora desublimada, deconstruida, perdida de vista.

Ciertamente, como piensa Baudrillard, vivimos en “la ilusión del fin”, más o menos en una versión paródica del Apocalipsis; vivimos instalados trivialmente en la amnesia, en la circulación de la moda “retro”, en la museificación de toda memoria, en la medida en que ya de hecho lo real para nosotros se va convirtiendo en un puro objeto arqueológico. Incluso experimentamos por adelantado nuestra propia desaparición, muy a sabiendas de que, por el contrario, todos nuestros esfuerzos, en especial tecnológicos, van encaminados a no terminar jamás lo que una vez empezó de manera grandiosa.

De ahí también la generalización, desde hace poco, de los “no-acontecimientos” que vemos multiplicarse por todas partes hasta la exasperación. Formalmente, la única función que cumplen los medios de comunicación de masas, todo el aparato socializador del ocio y el entretenimiento de masas, consiste en mitificar esta ausencia de verdaderos acontecimientos y sustituirlos por clones averiados que simulan el tiempo de los grandes acontecimientos modernos. Toda la cobertura informativa de cualquier pseudo-acontecimiento es expresión de este desplazamiento de funciones históricas.

Quizás muchos de los rasgos que de manera un tanto impresionista le atribuimos a este tiempo mundial al que estamos en vías de acceder, en nuestra impericia por identificarlos, tienen que relacionarse con el hecho, muy fácilmente constatable, de que hemos llegado a un límite sin retorno en el que se está realizando una totalización en el vacío de toda la experiencia humana de la etapa histórica explosiva.

En este sentido, estamos colocados dentro del “punctum caecum” del fin de la época moderna: la simultaneidad en el nuevo orden mundial del universalismo de los valores, mundialización económica y destemporalización histórica expresa las caras de un mismo proceso en curso, el de la liquidación antropológica de una humanidad que deviene ahora especie zoológica sometida a un sistema ahistórico de estabilidad uniforme, protección y aseguramiento, para el cual toda idea de tiempo, destino, soberanía, independencia, lucha, poder, etc, es el adversario por abatir.

El fin de la Modernidad tiene lugar como negación de sus propios fundamentos ideológicos, pero es un fin autocumplido, no un fin fallido. Quizás no sólo superficialmente, y en eso lleva razón Cioran cuando habla de la posibilidad de un “imperio planetario”, el tiempo de la “convivencia” mundial es el tiempo de la connivencia en lo peor.

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