Los optimistas viven hasta un 20% más que los pesimistas.
Conclusión espeluznante: bien sabemos qué clase de gente suele ser tendencialmente optimista.
Por lo tanto, entre líneas, mensaje apenas subliminal que no deja lugar a la imaginación, bastante idiota, de un idiotismo inherente al modo de vida occidental y a tantas otras formas de la conciencia individualista de masas. No es nada más que un estudio experimental «made in USA», pero aún así…
El optimismo es bueno para la vida, porque la alarga, el pesimismo es malo, porque la acorta.
Alguien podría preguntar qué sentido tiene, si ofrece alguno, un enunciado semejante acerca de la vida como cantidad de tiempo por consumir: en su simpleza banal, manifiesta todo el aire de una tautología, de ese tipo tan familiar en las ideas y valores modernos: el predicado refleja exactamente lo que ya contiene el sujeto, se limita a positivizarlo como si de un descubrimiento fantástico se tratara.
La «lógica» de este modo de pensar es evidente y deja traslucir todas las demás «positividades» en que se funda la vida actualmente: se relaciona íntegramente con la grotesca y patética búsqueda de la «hormona» de la felicidad, todo eso que hace las delicias estupefacientes de los terapeutas de lo social, en su estado terminal de reificación desértica, siempre es la misma banalidad derivada de lo viejos temas de nuestra tradición moral toda ella individualista, el eterno giro sobre el discreto objeto de la felicidad como un bien en sí. Allá con aquellos que se dejen encantar con semejantes bajezas de espíritu.
Por otro lado, también aquí es el mismo procedimiento operativo de costumbre: se promociona una categoría al rango de eminencia, se reprime a la contraria, confinándola al espacio de los referentes flotantes de la cámara oscura, con el estigma de una negatividad indeseable, despojando a las ideas de su profundo secreto: la ambivalencia y la reversibilidad de unas en otras.
El optimismo como actitud vital sin sombra de su contraria siempre resultará sospechoso de connivencia con esta realidad tan encantadora, sobre todo cuando se confunde con la indiferencia, que es el verdadero estado de ánimo dominante, resultado bien logrado de la confusión y exterminio de todos los valores directivos.
Un ligero optimismo indiferente es la actitud complaciente que hoy le otorga a cada uno de nosotros su singularidad monótona como participante forzado en la relación social, eventualmente circunscrita a la banalidad más enfadosa.
Los estados de ánimo «negativos», en esta situación de artificio afectivo, de prótesis emocional, se encuentran proscritos, reducidos a una circulación clandestina y oprobiosa, expresión quizás de una ingratitud muy desaconsejable hacia el bienestar general, el mismo que se nos ha concedido como gracia infusa por la sociedad del antedicho nombre
¿Quién podría tener aún hoy el valor de afrontar semejante ingratitud?
Así pues, no queda más remedio que convertirse a la nueva fe de consolación: usted gozará de más vida, o de una vida de más, se le apreciará en su entorno, estará integrado, sabrá convivir y participar en esta deliciosa positividad mundana, aunque, por supuesto, en circuito cerrado y con decodificador privado de su fascinante personalidad escondida.
Como virtualmente usted ya está muerto, le es lícito aprovechar esta vida de saldo, vivirla con una sonrisa esmeradamente publicitaria y un despliegue magnificente de datos a favor de lo que sea. Basta con ser optimista, y si el tiempo que se le concede por añadidura le resulta aburrido en una clínica geriátrica o en un vertiginoso «tour» por el planeta, no se preocupe: al final sigue existiendo, como para todos, la redención sublime del optimista: estará invitado a su propio entierro.
Dejémonos de estupideces de una fácil ironía. Lo que quizás enriquece la vida no reside en ninguna actitud subjetiva hacia lo real, lo que quizás dignifica la vida y la eleva por encima de su habitual estado de postración y embrutecimiento, eso puede que sólo sea el placer inmanente y espiritual del contraste, de la ambivalencia y la dualidad paradójica: los estados de ánimo, las actitudes vitales, las propias perspectivas intelectuales (teóricas, filosóficas, literarias, estéticas o morales), la afectividad misma, se hallan sometidas a presiones e influencias cruzadas, contrarias, existen como intensidades variables y heterogéneas, y de ese juego fluido, serio y a la vez desenfadado, brota todo el placer de vivir, incluso en las peores condiciones, surge espontáneamente el encanto de una ebriedad muy peculiar, la de disponer de la propia vida como escenario artificial, como juego de pasiones adversas, como espejo que jamás refleja lo mismo dos veces.
Esto, que también es una forma no psicológica, sino simbólica, del devenir, en su sentido nietzscheano de aceptación de las apariencias como profundidad de la superficie, nada tiene que ver con el optimismo, que no es más que la expresión caricaturesca, psicologizada, insípida y banal, de este gran juego de la máscara y lo reversible.
Por supuesto que el estado de beatitud monótona que se nos inflige en la actualidad no es más que una muy vulgar secularización aburguesada del ideal cristiano de la «otra vida», pero no hemos de olvidar que todo optimismo, en cuanto aspiración a la felicidad como derecho «humano», es sólo una formalidad moral degradada del hastío profundo que produce lo real, pantalla mental artificial que intenta absorber, en la neutralidad de lo meramente cotidiano (la «segunda caída» del hombre: el pecado por excelencia de la sociedad actual), este juego mucho más vital y sutil de los opuestos que jamás se reconcilian.
El estado de beatitud psicofísica, la saciedad de un bienestar inducido como respuesta a la solicitación, la comodidad de lo inmediatamente asequible sin responsibilidad ni esfuerzo: reducción terrorista de la vida a lo informe, a su esquema de reproducción más pobre y simple, lo mismo ciclotímico sin oposición ni contraste, liquidación de la duplicidad fundamental que define al hecho escueto de existir sin finalidad ni sentido, en la pura inmanencia de existir: porque se existe y a la vez no se existe, porque nunca se es lo que se predica como atributo de una identidad definitiva, porque se desea esto y su contrario, porque se siente la atracción de algo pero tanto más seduce lo que se le opone, lo niega o lo destruye.
Quien no haya experimentado alguna vez, en algún instante afortunado, intensamente, esta diferencia, ya se presente como seducción, fatalidad o juego, esta ambivalencia, eventualmente dolorosa, de todo proceso y acontecimiento, anímico, espiritual, intelectual o moral, ése quizás desconoce un principio genuino de la vida: el hecho, contrario a la disposición mental dominante, de que siempre la vida intenta negar y desafiar la gratuidad y superfluidad con que aparece, la inmanencia y contingencia con que se presenta el acto mismo de vivir, que no puede referirse a nada más como fundamento, y por ello, sólo jugando con esta ausencia de fundamento, puede fingir tener uno.
En este sentido, toda moral, sobre todo su figura más reactiva y banal, la moral contemporánea de la liberación, heredera del despojo de la secularización, es una desagradable impostura, la de la saciedad, y lo peor de esta promoción insensata de lo positivo liberado de su polaridad, es el vaciamiento interior que produce, estando cada vez más incapacitado el individuo para la seducción del mundo (genitivo subjetivo y objetivo: la seducción del mundo hacia el hombre, la seducción del hombre hacia el mundo), es decir, la ruptura del canal simbólico a través del cual se trasmite y se recibe el juego fluido de la ambivalencia, el movimiento reversible por el cual la vida devuelve y nosotros devolvemos el brillo de la apariencia, el desafío a su gratuidad.
La única moral, en este sentido, es la moral de la devolución simbólica de la vida a la vida, es decir: salir de la autosatisfacción y hacer con esta vida descentrada algo más, revocar el estado bruto de lo natural por el de la apariencia trabajada de lo artificial.
Esta sería otra manera de hablar de la vieja «moral» del artista que siempre entusiasmó a Nietzsche.