La perplejidad y lo chocante que producen algunas expresiones en una época dada seguro que la representan tanto mejor que sus certezas banales y sus verdades oficiales. Ultimamente se puede escuchar en los medios públicos de comunicación una expresión extraordinariamente significativa del estado de ausencia de espíritu en que nos movemos.
La frase habla de la muerte y dice algo así como esta ocurrencia: hay que tener derecho a una muerte de calidad y digna (obsérvese, “digna” en segundo lugar). De repente, el operador léxico “de calidad” se vuelve a un mismo tiempo opaco y trasparente: trasparente en lo que dice y quiere decir, opaco en lo que sugiere, en lo que alude, en lo que silencia, por tanto.
Cuando hablamos hoy de calidad y sobre la calidad, siempre significamos lo mismo que afirmamos cuando decimos “providencia de las instancias abstractas de aseguramiento y control”, presunción de una cantidad de dinero invertida en nuestra protección, y sólo con esto ya estamos intentando torpemente singularizar algo, como si la “calidad” a la que se remite el lenguaje público fuera un gran valor.
Los alimentos de calidad son precisamente los más elaborados, los más costosos, y también los más capciosos. Una vida de calidad o una calidad de vida es la vida fundada toda ella en el mero goce de una disponibilidad de renta asignada por el reparto del mercado. La literatura de calidad es la más exquisita, también la más cara, pero no necesariamente la más densa en ideas, la que mejor sabe problematizar un momento histórico, o simplemente la que está en condiciones de afirmar algo “fuerte” sobre lo real de una contemporaneidad devastada. La vivienda de calidad es el simulacro edificado de un habitar robinsoniano, la libertad de un “beatus ille” para ciudadanos que escapan privilegiadamente del suburbio y sus horrores.
Parece en definitiva que el operador léxico “de calidad” no es tan inocente y vacuo como se presentaba al principio y como fácilmente se le acepta sin reflexión. Parece que siempre funciona en una misma dirección, bajo una misma unidad de sentido: quizás inviste las cosas de una apariencia, entre ensoñada y encantadora, de “marca”, es decir, pone en las cosas una diferencia respecto de todas esas otras cosas que, implícitamente, sin decirlo, no poseen esa calidad misteriosa.
Entonces esto significa que la casi totalidad del mundo es algo sin calidad, se da por admitido, silenciosamente, que éste es ya de hecho un mundo sin calidad. Porque la calidad se define por su contrario y no éste por aquélla, como se insinúa al hacer la diferencia sin darse cuenta de lo que implica en verdad. Pero ¿qué puede ser un mundo desprovisto de calidad, donde algunos hombres y algunas cosas sí gozan de esta calidad? Y sobre todo, ¿qué quiere decir esto cuando la afirmación procede rectamente de unas relaciones sociales en exclusiva fundadas sobre la apariencia publicitaria de una respetabilidad inencontrable de los hombres y las cosas?
En efecto, la calidad es lo queda cuando el mundo en su totalidad ha sido tan envilecido, tan mancillado, que lo único que puede afirmarse positivamente es que pueden existir cosas a las que sea posible, a su vez, restituirles un aspecto de calidad que, por otra parte, ya habían perdido hace tiempo.
El operador léxico hace su trabajo: la calidad pasa a significar ideológicamente, en el sentido de la mera consolación, todo aquello que está desapareciendo en la realidad, todo aquello de lo que ya jamás volverá a gozarse en una relación libre y espontánea, porque entretanto, se habrá trasformado en un mundo tan artificial que en él sólo existirá ya el derecho a la calidad, es decir, a la impostura de una apariencia que hace las veces de “realidad”, de experiencia “originaria”, de singularidad estandarizada. Actualmente, todo pasa por este maravilloso filtro de la calidad, dejando a su alrededor un rastro de desolación incomparable.
Con más razón aún nos recorrerá un escalofrío de malestar cuando escuchamos que hay una “muerte de calidad”, una muerte a la que se deja venir retirando al moribundo de los cuidados excesivos de una ciencia médica encarnizadamente desencadenada, la misma que trasforma el cuerpo vivo en campo operativo de observación clínica dirigida al cuerpo en tanto que cuerpo ya por anticipado establecido como cuerpo muerto.
Porque de hecho, el cuerpo del moribundo ya no es más que un despojo desde el que mirar dentro, algo ya innombrable que efectivamente encarna la pura objetividad de una ciencia cuya capacidad de “salvar” vidas es idéntica a su necesidad de objetivar la totalidad del hombre en un punto maldito de su cuerpo que acaba por convertirse a su vez en algo autónomo, autosuficiente, punto del que el propio cuerpo, en su mero funcionamiento, es tan sólo un obstáculo para su observación detenida, para su adecuado aislamiento como portador del mal.
Por eso, el hombre de hoy que se salva de una enfermedad no es nada más que el superviviente de sí mismo, la parte superviviente o la prótesis humana sobrante a la que la ciencia ha dejado sobrevivir con la esperanza de volver una vez más a operar sobre él, para seguir observando y aislando el mal. La enfermedad se emancipa del hombre al objetivarse como enfermedad meramente tratable en el espacio aséptico de la mirada clínica.
La enfermedad se convierte en una historia vital paralela a la otra, y casi más relevante, más determinante que la vida “sana”, pues a la enfermedad le pertenece el exclusivo dominio sobre la seguridad de vivir sin enfermedad. Sólo tiene sentido, en esta situación, hablar de una “muerte de calidad” cuando ya todos sabemos hasta qué punto, actualmente, la muerte no es en absoluto una muerte “digna”, sino más bien todo lo contrario.
De ese modo, todo el aparato médico, jurídico, moral, se pone a funcionar en la dirección contraria a sus propias determinaciones “humanistas”, en la justa medida en que se da cuenta, tarde e hipócritamente, que la objetivación del cuerpo enfermo no es quizás sino una de las muchas caras modernas de lo inhumano, pues la enfermedad, como nosotros la concebimos “científicamente”, no es otra cosa que lo que ha sido producido durante siglos como “progreso” en la línea siempre ascendente de una humanización racional del mal.
Esta “muerte de calidad” no es aquella “buena muerte” o “muerte grande” en la que pensaba Rilke cuando escribía: “Todos tienen su muerte propia. Esos hombres que la llevaban en su armadura, en su interior, como un prisionero; esas mujeres que llegaban a ser viejas y pequeñitas, y tenían una muerte discreta y señorial sobre un inmenso lecho, como en un escenario, ante toda la familia, los criados y los perros reunidos…”
No, desde luego, la muerte de calidad del hombre actual, entre salas de visita, salas de espera y funcionarios anónimos del desamparo que exigen infinidad de formularios pronto empolvados en las memorias de archivos o computadoras, no es una muerte que esté entregada, como en un escenario, a una dramaturgia donde la muerte se convierta en lo absolutamente propio.
La ocultación vergonzante del mal y su objetivación clínica obliteran la dimensión misma de intimidad con la muerte que la hacía algo propio, en el doble sentido de la propiedad como proximidad y de la propiedad como autenticidad. La “muerte de calidad” intenta restaurar un simulacro banal de esta misma dimensión olvidada, en los casos en los que la ciencia médica ya ha renunciado al éxito de su proyecto secular de “salvación” ¿Pero no sigue siendo esta muerte “de rostro humano” el mero reverso consolador de la profunda inhumanidad de la otra?