Un libro de Jean Baudrillard puede servir de fuente de inspiración o hilo conductor para hablar de Europa, comenzando por su reverso: América (1986).
El libro de Baudrillard es mucho más que un simple reportaje, en él se encuentra, frente a los «ideales» de la Modernidad, una visión «otra» de la misma. Nada de «pathos» hipócrita de consolación histórica por una pérdida cualquiera, como ocurre en tantos otros libros infinitamente bien documentados.
Pese al título, su objeto no es tanto la propia América, tomada como campo experimental de un sociólogo viajero de penetrante visión y estilo mucho más que brillante, cuanto América como “reverso” de Europa: reverso como realización de la propia historia europea, como destino “moderno” de la Modernidad de la propia Europa. Porque, efectivamente, el destino de Europa es América, y de manera más exacta, la América que Baudrillard focaliza como lugar de la hiperrealidad y el simulacro consumados, aunque Europa los viva con un nivel diferente de conciencia, la suya, política e histórica, en trance de liquidación por el mismo efecto de la Modernidad perseguida, que representa, sin tales atolladeros, América.
La estrategia del viaje baudrillardiano es, por así decir, la inmersión antropológica en lo ”totalmente otro”, en lo desconocido de una sociedad sobre la que se ha dicho casi todo, de manera casi siempre crítica y prejuiciosa. Es una estrategia de extrañamiento, como el propio autor declara insistentemente, de “descentramiento”, por donde buscar no la evidencia teórica, sino la evidencia simbólica de la vida misma de una sociedad que sólo puesta en la perspectiva adecuada puede resultar fascinante, más allá de los estereotipos europeos, verdaderos en la medida que abstractos.
Esta búsqueda ofrece varias figuras: el desierto y la metrópolis, junto con las autopistas, símbolos, respectivamente, de la deserción social y de la circulación pura, en definitiva de la ausencia de referencias y de trascendencia. Pues el destino de Europa, imposible de desviar, es la pérdida de referencias y de trascendencia de lo político, de lo social, de lo cultural y de lo histórico, es decir, la liquidación de todo aquello que había impulsado su “desarrollo” moderno todavía bajo el signo de lo trascendente, de lo contradictorio, de lo utópico y de lo imaginario.
Confrontarse con América para un europeo no es entonces, desde este punto de vista, otra cosa que presentar, como ante un espejo, el objeto realizado de los desvelos y pesadumbres europeas: el objeto abolido ante la realización impúdica de su concepto (hegelianismo trivial, pero nunca más acertado y evidente), y esto es válido para toda la esfera de las preocupaciones actuales, a su vez enfrentadas, para Europa, con su carácter radicalmente irresoluble, en la medida en que Europa sólo puede realizar lo que piensa a la manera dialéctica y trágica de la negatividad y el nihilismo, porque Europa es tan sólo ya el lugar de la utopía pensada y realizada de mala gana y de manera caricaturesca, mientras que América, desde el comienzo es la “utopía realizada” a secas, en pureza y sin contradicción asumida.
Todo lo que puede hacer Europa, y de ello se encargan sus intelectuales, es revisar su propia Modernidad, recomponerla, revisitarla, jamás consumarla y aceptar su consumación en las formas actuales del devenir del Estado, la sociedad, la cultura y la propia historia. Por eso, lleva toda la razón Baudrillard cuando dice que somos los herederos del cadáver de la burguesía del XIX, sólo podemos rememorar de modo agobiante sin asumir el final, tal como es, de nuestra trayectoria moderna.
América representa ese “tal como es” sin ambages ni condolencias ideológicas. América es el destino, es el espejo, por más que resulte repugnante aceptarlo y por más que exista una profunda hipocresía en mantener a toda costa la ilusión patética de una “diferencia” europea, que sin duda existió de modo operativo y real, pero que hoy sólo existe como creencia de consolación y mito profano de una identidad sin referencias vivas ni capacidad de superación práctica.
Los problemas que América tiene resueltos (federalismo, multirracialidad), Europa ni siquiera es capaz de plantearlos en términos “reales”, siempre vive lo real bajo la forma de lo ideal y de lo negativo, bajo el signo de un universalismo abstracto lleno de impotencia y mala conciencia.
La propia experiencia profunda de la Modernidad como prefiguración del desierto futuro y próximo de las categorías rectoras de su historia (el Estado como motor, la sociedad construida sobre el modelo universalista de la ley, la cultura diferencial y prestigiosa, nuestro propio intelectualismo, etc) se nos escapa, apenas podemos asumirlo ni pensarlo más que en términos de modelos caducos que ya tuvieron su oportunidad y han fracasado, pues su límite era el marco mismo de una historia y una historicidad en suspenso.
De hecho, nuestra historia moderna es la propia rémora insuperable de nuestra inadaptación a la Modernidad, entre nosotros siempre experimentada bajo el signo del ideal incumplido, del proyecto inacabado. Nosotros hemos gozado de la “metafísica de la Modernidad” y de la modernidad como metafísica, los americanos han tenido la modernidad como física y pragmática: pero ¿qué hacer cuando cualquier oposición, cualquier diferencia está consumada en lo real?
La fuerza del análisis de Baudrillard, en estos momentos, consiste, de manera precisa y exacta, en decirnos, con toda su clarividencia habitual, que no hay un más allá esotérico de la Modernidad que no esté ya perfectamente encarnado en América, tal como la conocemos, y tal vez, detestamos; que la Modernidad sólo puede desembocar en el simulacro generalizado y en la hiperrealidad tecnológica, en el vacío después de la orgía de las liberaciones globales, que ese precisamente es el destino y ya está acabado, realizado, y América es su figura histórica concreta, la misma que espanta y fascina a un mismo tiempo a Europa.