En los sucesos que han tenido lugar en Francia entre finales de octubre y primeros días de noviembre de 2005 es toda la putrefacción de un orden social lo que revienta. Pero no se abre la herida sólo de la sociedad francesa sino la de toda la sociedad europea. Como en cualquier acontecimiento actual, la ausencia inmediata de consecuencias de cuanto pasa no impide sin embargo que hagamos un esfuerzo de imaginación.
Si estuviéramos en un verdadero orden social y político, el acontecimiento tendría algún sentido. Como ya no lo estamos, el acontecimiento no tiene ninguno, pero aun así hay que figurarse que estamos en alguna sociedad y en algún Estado y que el acontecimiento significa algo, aunque no se sepa decir muy bien qué. Todo lo que puede hacerse actualmente con los acontecimientos sociales, políticos o culturales es una especulación, casi en el peor sentido de la palabra, ya que carecemos de todo orden referencial. En lo que sigue, el término “sociedad” y otros similares (gobierno, Estado, moral, principios democráticos, etc) serán empleados tan sólo en sentido hipotético o sobreseído, sin concederles una dimensión realista o efectiva. No debemos dejar que los fantasmas nos acosen.
Así pues, aceptemos que no disponemos de ningún criterio preestablecido para interpretar y enjuiciar estos sucesos, salvo la voluntad de exorcizarlos no importa cómo. El lenguaje mismo es el medio del exorcismo: los medios de comunicación no informan sino que exorcizan, es decir, la información es una variante del puro exorcismo. Cuando enciendes tu aparato de televisión para escuchar el boletín de la jornada, el olor del hisopo no está lejos. Hagamos entonces el juego a todos los juegos de lenguaje y veamos a dónde nos llevan.
En efecto, todas las consignas se ponen a trabajar: la miseria, el paro, la exclusión, la discriminación (¡incluso positiva!) de toda una sociedad hacia sus parcelas “malditas» estarían en la raíz del “problema”. Pero la miseria, el paro, la exclusión y la discriminación no son algo accidental sino la lógica misma del sistema que utiliza la inmigración como forma de explotación estratégica en los sectores donde las máquinas todavía no realizan las tareas humanas: sectores no cualificados a los que corresponde la renta salarial a la baja en la lógica clásica del XIX. Ya se sabe que cuando se habla de integración, lo que se quiere realmente decir es que hay que comprar la buena voluntad de la gente para el pacífico consenso con salarios homologados al estándar de vida de las clases medias.
Por qué los extranjeros son un problema, eso nadie lo pregunta, sin embargo. Ni tampoco para quiénes son un problema. Se comprende de suyo que la sociedad occidental jamás es un problema para sí misma ni para los otros: ella no es nunca el problema, sino su solución. No tenemos siquiera un nombre para denominar el acontecimiento, señal de su carácter irruptivo, o eruptivo, o quizás también implosivo: no es un levantamiento o una sublevación civil, ni una insurrección, ni un motín, ni una revuelta… No es, por supuesto, una revolución (alguna vez hubo alguna, pero eso está ya archivado y no volverá jamás a repetirse).
Se dice que se trata de “disturbios” del orden público, se habla de “guerrilla urbana”, de “intifada de los suburbios”, con las asociaciones apenas subliminales que se sobreentienden: pobres desarrapados lanzando piedras contra unas fuerzas de seguridad cuyos uniformes y artefactos de diseño equivalen al salario o a la prestación social de cualquiera de los jóvenes inquietos que se les enfrentan. Una buena policía empieza por un buen equipamiento…
Por otra parte, tampoco está claro cómo debe llamarse a los habitantes de estas zonas, a las que aún menos sabemos nombrar. Estos jóvenes revoltosos, ¿son inmigrantes, extranjeros o son franceses? Y si son franceses, ¿son franceses auténticos?, lo que no está lejos de la afirmación subterránea de que “no merecen ser franceses”, pues están faltos de la consabida cortesía y buena educación típicamente francesas. En todo caso, la Francia oficial, como la “Europa divina”, ya sólo puede reconocerse a sí misma por mediación de lo que constituye su margen, la parte oscura de lo inasimilable. No hay definición positiva de ninguna identidad, sólo grados de su ausencia.
En cuanto a las zonas urbanas en que viven, las barriadas, cada etiqueta es ya una declaración implícita de intenciones: suburbios, barrios marginales, alojamientos de alquiler barato… En general, es el área prohibida donde habita la “racaille” de Sarkozy (gentuza, chusma: ¡la vieja “plebe urbana” de Roma!, en la era de las telecomunicaciones y la aldea global: a falta de gladiadores, ella misma se monta sus propios espectáculos).
Por lo tanto, no tenemos ni un agente ni un discurso a los que apelar para referirnos a este acontecimiento que en el fondo también es un no-acontecimiento. En un orden que ya no es histórico, ninguna de las anteriores referencias tiene valor más que a título de coartada de no importa qué.
Luego, la furia autodestructiva, que nuestra mentalidad de pequeños propietarios nos impide explicar. Pero precisamente lo inexplicable es lo único que hoy constituye lo apasionante. En cierto sentido, la agresión es autoagresión, síntoma de la impotencia que revierte contra sí mismo. Destruir los bienes del propio barrio, ¿no es eso acaso un síntoma morboso de verdadera perturbación mental? Pero, sobre todo, es una muestra de desagradecimiento. Aquí habla el paternalismo de las gentes bien pensantes, perfectamente identificadas con los beneficios de la “integración” y cuya “gratitud” hacia el Estado y hacia sí mismos es bien comprensible.
Por cierto, las cámaras de televisión se encargan de hacer constar las señales de disgusto de los propios trabajadores inmigrantes de estos barrios por la irresponsabilidad civil de los alborotadores, que no respetan ni lo que les es “propio”. Se afirma que los inmigrantes de primera generación suelan estar más agradecidos a la sociedad de acogida que los de segunda generación. Y los de tercera no están nada satisfechos, según parece. En cuanto a los de cuarta generación… ya veremos.
Imaginaos a los burgueses y a los nobles de ideas ilustradas arrojándose a la calle el 14 de julio para increpar a la gente del pueblo por asaltar la Bastilla, argumentando que eso va en contra de sus “propios intereses”. Es que hoy las Bastillas de verdad son todos esos barrios donde se hacinan los inmigrantes de todas las ciudades de la Europa Occidental. En Italia, el gobierno ya empieza a sentirse nervioso, porque reconoce que en sus barriadas de inmigrantes las condiciones son mucho peores que las de Francia.
En España, nuestro optimismo congénito no permite afirmar nada parecido, aunque en algunas partes hay ciertos “problemillas” que la policía tiene “controlados”. Todo lo verdaderamente “social” de nuestra “sociedad” tiene un evidente carácter clandestino y casi “terrorista”: las bandas latinas de las barriadas periféricas, el soterrado crecimiento del islamismo entre los jóvenes magrebíes inmigrados, los grupúsculos xenófobos… Para la imagen que nos hacemos de nosotros mismos, todas esas formas sociales son delincuencia, patología, radicalismo, en una palabra: terrorismo.
Cualquier forma de vinculación fuerte, de obligación recíproca, de identificación incluso marginal del individuo con otra cosa que él mismo y su aislamiento confortable no están lejos de provocar el pánico, en unas sociedades desprovistas de un orden simbólico colectivo fuera de la participación apática en el “modo de vida” del consumo y sus signos impuesto como horizonte insuperable. Las últimas generaciones son precisamente aquellas sobre las que recae la experiencia de esta pérdida de todos los referentes que anteriormente se habían hecho cargo de gestionar mejor o peor las identidades. Y da igual quién sea el nuevo desarraigado: los metecos hispanoamericanos, magrebíes o africanos o los “nativos”, los que todavía creen que ellos por su parte “están en casa”. Pero hoy nadie está verdaderamente en su casa en ninguna parte. También aquí sólo hay variedades o niveles de conciencia reactiva ante la desterritorialización y el desarraigo de todas las poblaciones.
El balance de la revuelta francesa también es revelador de nuestro estado de cosas: entra en los parámetros cuantitativos con que las tecnocracias occidentales se enfrentan a todos los asuntos a golpe de magnitudes y estadísticas comparativas. El número de vehículos incendiados es la escala de las formas posmodernas de malestar, lo que es lógico, lo mismo que los porcentajes de maltratadores, pedófilos, drogadictos, fumadores, ludópatas, adictos al sexo y otras categorías que pasan a ocupar los puestos malditos del nuevo orden profiláctico mundial. El siglo XIX tuvo sus masas alcoholizadas de proletarios, nosotros disponemos de muchas más variadas vías de escape de otra especie de miseria a la que tampoco nadie quiere nombrar.
El automóvil, además de símbolo de muchas cosas, es la unidad de medida del bienestar y el movimiento compulsivo en la sociedad del bienestar. Por lo tanto, unos pocos miles de automóviles quemados pueden interpretarse ya sea como éxito desde el punto de vista de los jóvenes nerviosos o como un fracaso desde el punto de vista del poder (en relación con el volumen total de coches del país, 10.000 vehículos incendiados es una insignificancia). Hasta el punto de que todo se da por concluido cuando las cifras de automóviles quemados se reducen a su justo medio estadístico. Tan repentinamente como hicieron irrupción en los noticiarios, los sucesos desaparecen pronto sin dejar el menor rastro. Devaluación informativa, como la de tantos otros acontecimientos, que contribuyen un poco cada más a nuestra diaria lobotomía.
El único signo externo e identificativo de la “revuelta” es éste: se trata de una rebeldía de un grupo de edad y origen étnico, religioso y social perfectamente delimitado: adolescentes magrebíes y africanos (o subsaharianos, eufemismo geográfico sumamente vago aunque correcto para evitar el ofensivo término “negro”, de uso coloquial). Jóvenes mudos, mal escolarizados, parados, sin consignas, sin reivindicaciones, sin representantes, sin ideología, perfectamente posmodernos sin saberlo y a su pesar, como por lo demás todos nosotros: actúan (pero no demasiado) sin guardar las formas de la sociedad “democrática”.
Sí, es cierto, actúan devolviendo bastante benévolamente el modo como han sido tratados y lo seguirán siendo ellos mismos y sus hijos. Estos sucesos, en cierto sentido y a su manera, expresan el no inarticulado apenas de una buena parte de la población francesa al proyecto de Constitución europea. Francia es actualmente la avanzadilla de la quiebra de todos los principios representativos, democráticos y morales de las sociedades europeas. Nosotros vamos a recorrer muy pronto el mismo camino, pues desde ahora mismo ya estamos en él.
Otra cosa resulta bastante sorprendente, el hecho de que en estos días no se hayan provocado actos de violencia con víctimas mortales: la ausencia de sangre es uno de los rasgos más chocantes de todos los sucesos posmodernos. Y para los efectos es lo mismo que la sangre derramada sea también ocultada y maquillada, como hizo el gobierno inglés del “laborista” Blair de manera magistral en los atentados contra el metro londinense el 7 de julio de 2005, que, recordemos, fue un atentado ejecutado por jóvenes inmigrantes pakistaníes nacionalizados procedentes del área de Bradford y de las ciudades británicas con grandes comunidades inmigradas que en julio del 2001 conocieron ya la manifestación de estos malestares tan “inexplicables” para nosotros (todo lo que nos toca, o debiera tocarnos de verdad, es exactamente lo que no queremos ni podemos explicar…).
Idéntico comportamiento del poder en el devastador huracán “Katrina” de primeros de septiembre de 2005 en Louisiana: la ocultación de los cadáveres tiene la misma lógica tanto en un atentado terrorista como en una catástrofe natural. En ambos casos el poder en su forma actual tiene que negar la evidencia para seguir siendo el poder, lo que implica que nos las tenemos que ver con una forma de delirio y de esquizofrenia cada vez más profundas, la misma que también afecta a las poblaciones del mundo desarrollado en su relación con sus propios principios y en su relación con el resto de hombres. Esto contrasta fuertemente con la sobrexposición de la catástrofe del sudeste asiático de diciembre del 2.004: se llegaron a vender a turistas occidentales postales con fotografías de los destrozos y los cadáveres a manera de “suvenir”.
Todo el mundo felicita a Sarkozy por haber conseguido que la revuelta acabara sin muertos, lo que en cierto sentido equivale a su sobreseimiento y desaparición en la memoria, simultánea a su propio estallido. Que los actos colectivos de malestar no puedan terminar en verdadera violencia política o histórica dice a las claras cuál es la situación general de pánico y nulidad en la que nos encontramos como comunidad inexistente.
En todas partes, cuando hay un primer muerto, casi siempre accidental, todo el mundo se vuelve a casa a mirar la televisión (recordad lo que pasó en España las jornadas del 11, 12 y 13 de marzo del 2.004, tras el atentado contra los trenes madrileños). Lo que demuestra que estamos muy lejos de una verdadera violencia histórica, o simplemente, de una violencia impulsada por un odio y una rabia irreprimibles. En las condiciones actuales, ni siquiera esto es ya posible: uno se inhibe, se controla, porque sabe por anticipado que su impotencia para cambiar algo es total, su impotencia para conmover a alguien es inapelable.
Entonces es cuando se empieza a simular la violencia, que no es muchas veces otra cosa que una manera de prolongar la autorrepresión. Y entonces todo acaba penosamente en el arresto domiciliario de la gente ante su televisor. Como han acabado sin duda por comprender los jóvenes franceses y como nosotros mismos lo hemos comprendido: desde tal impotencia absoluta, lo mejor es negarse a convertirse en figurante del reparto.