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Los signos patentes de un pensamiento esclerotizado como el actual se destacan en el hecho de que sus oposiciones ya no sirven para pensar, ya no aciertan con lo que describen o explican. Incluso en el nivel empírico esto es cierto. El propio sistema constituyente de las oposiciones está quebrado.
Las penosas dualidades, mantenidas artificialmente, se hacen débiles, ya no “se ve” nada a través de ellas más que su propia carencia de fundamento. Son precisamente esas oposiciones mantenidas tenazmente las que impiden cualquier despliegue del pensamiento, como en tanto ámbitos sucede en la actualidad. Intentar seguir pensando desde tales oposiciones fallidas sólo plantea más problemas irresolubles. La propia conceptualidad está enferma. Pero tal vez sea éste el nivel más superficial de la confusión dominante, aquél en el que la propia perplejidad se desconoce a sí misma.
Más allá, en profundidad, es la quiebra del pensamiento mismo como doble de la realidad lo que se presenta ya de manera violenta y sorprendente. En efecto, el pensamiento dominante en todos los ámbitos (desde el más trivial de la cotidianidad al más sofisticado del mundo académico, desde la multiforme vaciedad del universo mediático hasta el espectral “pandemónium” político) ya sólo reproduce un simulacro de sí mismo al intentar duplicar la realidad que él mismo ha construido.
Toda esta mediocre ficción moderna de constructivismo, de convencionalismo, de racionalidad, de objetividad, se encuentra actualmente sacudida por la propia realidad que ha segregado. La tesis de Baudrillard sobre el “crimen perfecto” que el pensamiento ha perpetrado sobre el mundo no deja lugar a dudas sobre esta condición moderna.
Este pensamiento, en la deliberada construcción de un mundo finalmente inhabitable y desamparado, se ha ido dejando poco a poco la “credibilidad” a medida que ha ido suplantando a la realidad, en el movimiento petrificante de una voluntad cuyo gesto soberbio comienza a ser devuelto bajo las formas más inesperadas. Este pensamiento ya no puede “hacer hablar” a una realidad que por primera vez se le escapa. Pero aquello que fue condenado al mutismo comenzará pronto a hablar en un nuevo lenguaje incomprensible para nosotros, y que, sin embargo, ya ha hablado en los orígenes. Respecto a nuestra propia condición actual, todos somos sordomudos y la ininteligibilidad nos acecha por todas partes.
Todo parte de un hecho irreductible que nos resulta por completo ajeno, extraño a nuestra estructura mental moderna. Todo lo que “no es” debe llegar a nosotros como algo que es. Esta es la hipótesis metafísica occidental por excelencia, de la que la modernidad ha hecho un culto diabólico, en la que el pensamiento actúa como “médium”. La tarea de un “contra-pensamiento” se plantea de un modo muy diferente.
Para nosotros, hoy, resulta decisivo salvaguardar lo que no es de la amenaza omnipotente del ser, concebido como voluntad puramente humana de poder. La “tarea del pensar” se nos aparece en toda su modestia como la lucha por la preservación de lo que no quiere manifestarse como presente. Conservar la ausencia del ser es lo mismo que luchar por su advenimiento. No se entenderá nada del “giro orientalizante” del mejor pensamiento actual, del más liberado de las servidumbres modernas, si no se accede a la figura de esta verdad latente (en el último Heidegger se abre paso este camino que retrocede hasta el origen para “borrar” lo que le siguió, aún con la “piedad” de un pensamiento final que ya no sabe decir su nombre).
La afirmación fundamental no afirma más que esta proposición que a su vez no necesita ser afirmada porque es lo irreductible mismo: las cosas existen y no existen a un mismo tiempo, son y no son a un mismo tiempo. Por tanto, hay que retener la nada como tal, es decir, como la filigrana, como el velamiento mismo del ser. Todo lo que se da a la vez se retrae. Lo afirmado contiene su negación y viceversa.
El pensar es pensado por otro que él mismo, por lo que jamás podría ser reducido al principio de identidad y no-contradicción. El propio mundo es pensado en tanto que me piensa.
Nada actúa unilateralmente en una relación irreversible, sino que siempre es actuado por otro, en la reciprocidad de un antagonismo irreductible pero de cuya complementariedad nace el mundo como un ciclo del devenir.
Nada se limita a sí mismo por sí mismo: siempre hay un otro en la relación (el no ser, la nada, la falta, la carencia, la pérdida como MEDIACIÓN: todo lo que desde Platón el pensamiento occidental condena a las tinieblas exteriores como “mé to on”, literalmente “lo que no es”, lo que no aparece presente en la presencia y por tanto no es ni siquiera “pensable”; más tarde será declarado además incognoscible, y finalmente objeto de burlas, como sucede hoy cuando se intenta hablar de la nada y del no ser).
Si los términos son reversibles desde su origen, ello es así porque el mundo es una dualidad fundamental en la que el ser y el no ser son igualmente originarios.
Sólo después, cuando el ser es identificado con el pensar que lo “pone”, y más tarde lo “representa” como presencia desde la Autoconciencia puramente humana, sólo entonces el pensar prescinde de esta dualidad y re-escribe el mundo desde la presencia, suspendiendo la eficacia simbólica del no ser.
Para nosotros actualmente es necesario, casi una cuestión de vida o muerte, aceptar en el pensamiento la dignidad esencial del no ser, de la nada, como fondo sobre el cual se levanta toda la “construcción ontológica” del mundo puesto por el pensamiento unilateral de la subjetividad “constituyente” y determinante. Por otro lado, esta nada es la misma que, como el viejo topo, socava toda la construcción positiva del mundo, siempre demasiado humana. En esta situación histórica nos encontramos sin que casi nadie se dé cuenta de lo que ocurre “realmente”.
El pensar occidental, del que la ciencia es la forma terminal y absoluta, intenta desesperadamente pero con el optimismo de una racionalidad autofundada, traer a la presencia todo lo que no es. Ahora bien, en este proceso devastador de conversión al ser como presencia calculable, la propia ciencia es ciega ante la nada (Heidegger, lo plantea abiertamente ya desde la conferencia “¿Qué es metafísica?”, abriendo así al pensamiento a uno de los temas llamados a tener más relevancia para nuestro porvenir).
Como tal nada despreciable trata a su vez a las cosas en tanto éstas ya sólo aparecen agotadas en la mera presencia manipulable (“experimental”).
En el fondo, sucede algo diferente que escapa por completo a este pensamiento: la traída a la presencia que satura al mundo (no es otra cosa la “obscenidad” de Baudrillard), es al mismo tiempo el proceder que lo vacía de sentido, porque no deja lugar a la nada misma como forma de velamiento del ser.
Lo que para casi todas las culturas debía ser salvaguardado como equilibrio simbólico entre ser y no ser, entre el dar y el tomar en el intercambio simbólico de las culturas primitivas, el pensamiento occidental lo aniquila literalmente y en el lugar de la Nada, del no ser, “dispone” de una sobreabundante presencia de “cosas” que ya sólo “son” en tanto arrojadas a un ser por defecto, pues les falta la condición misma de la dualidad originaria y su ciclo de intercambio y reciprocidad.
La atracción actual de ciertos intelectuales occidentales por el pensamiento oriental (la metafísica clásica de los Vedas, el taoísmo chino sobre todo, el zen, las formas múltiples de la experiencia mística) y por las tendencias heréticas “menores” de la propia Antigüedad occidental (gnosticismo, maniqueísmo, desde los desafiantes juegos conceptuales de Cioran) puede explicarse sólo a condición de establecer con claridad este punto de partida que es también un punto de llegada: el pensamiento se dispone abiertamente a preservar la dualidad fundamental del mundo, es decir: en un orden mundano que sobrenada en la espuma obscena del exceso de presencia, el pensamiento intenta conservar y salvaguardar el no ser, la no-existencia, como espacio simbólico necesario para el despliegue del ser y de la existencia, algo que la filosofía y la ciencia occidentales entienden muy mal, pues contradice por completo su estructura mental, su coherencia “lógica”.
El “Logos” es precisamente esta mera reducción del no ser al ser, operación en la que el lenguaje tuvo que desempeñar, por su propia dimensión simbólica, una función de primer orden, pero sólo es así en la concepción de los griegos y de sus herederos occidentales.
De ahí, la frecuente afirmación heideggeriana de la mutua intercambiabilidad en el pensar occidental entre lógica y metafísica, hasta el punto de que en el propio Hegel la metafísica, ya inútil desde el punto de vista ontológico, a consecuencia de la “revolución kantiana”, se transforma en una mera “doctrina lógica” de los conceptos puros del entendimiento humano sobre los que opera la “dialéctica”.
La metafísica acaba en un juego de prestidigitación puramente conceptual.
Tiene razón, por tanto, Peter Sloterdijk cuando se refiere a que nuestra creciente inclinación hacia “Oriente”, más allá de modas y esoterismos fáciles de una sociedad esnobista y agotada, constituye una oportunidad para cambiar el “signo ontológico” de la Modernidad, cuya empresa devastadora ya no se oculta ni a sus propios promotores, los que aprietan amoral e irresponsablemente el piloto automático de la movilización sin reservas.
Pero por desgracia la filosofía -o mejor, lo que queda de ella- y la ciencia sólo producen ya discursos “legitimistas” de un principio exhausto, y la buena fe nada puede hacer ya por nosotros y en nuestro lugar, a falta de un pensamiento que intente afrontar la devastación y el desamparo en tanto que tales, sin comentarios moralizantes, sin acumular más fuerzas reactivas.
Si según Heidegger, la relación occidental entre ser y pensar, determinada por la metafísica desde los griegos, constituye un “error” fundamental que ha guiado la comprensión propia del ser en la historia occidental, entonces una de las pocas vías de salida que se nos ofrecen, debe buscarse en el cambio de dirección en esta misma comprensión del ser, a fin de que el destino se revele nuevamente como una destinación de lo otro del ser que en el origen fue olvidado: el propio no ser.
Nosotros ya de hecho vivimos en él, habitamos “su mundo”, pero sin reconocer aún su lenguaje original. ¿Habría aún algún modo de desviar nuestro “nihilismo” en otra dirección que no fuera meramente destructiva? ¿Habría aún una oportunidad para llevar a cabo la catarsis dentro de la propia catástrofe? Desde luego no, no si nos mantenemos dentro del horizonte actual de un pensamiento exhausto por su propio encadenamiento a una positividad mundana que es la figura de la destrucción misma.
2
Hay dos clases de inutilidad en la verdad: la inutilidad de la verdad que se verifica demasiado tarde, cuando su hallazgo y su comprobación se hacen innecesarios para nuestro estado en el mundo.
En este primer caso, la verdad llega con mucho retraso y el desconcierto que produce es parecido al de una ceguera repentina, y con las mismas consecuencias de desorientación y golpes contra las paredes.
Otra inutilidad es la de la verdad que para algunos privilegiados brilla mucho antes de que llegue a ser captable por la mayoría en su misma longitud de onda. En este caso, la verdad se anticipa demasiado para identificar su perfil y para reconocer a los suyos.
La verdad retrasada aparece como agotamiento de un sentido; la verdad anticipada aparece como instauración de un sentido. Actualmente, hay que temerse que ya ni siquiera sabemos distinguir entre estas dos inutilidades sublimes de la verdad, porque nos hemos instalado virtuosamente en la mera reproducción de algunas copias espúreas de la verdad que se estima útil, desconociendo entonces que toda verdad con peso es necesariamente inútil y tira de nosotros hacia el agotamiento o la instauración.
Con el “diktat” nietzscheano sobre la muerte de Dios aparece por primera vez la doble efigie de la verdad inútil. Evidentemente, Dios había muerto mucho antes de que su profeta iluminado lo anunciara, pero es cierto que “a posteriori” sólo él goza del privilegio de la verificación llevada hasta el extremo de la inutilidad.
Todo el pensamiento nietzscheano es entonces la verificación, entre desesperada y entusiasta, de esta extraña verdad retrasada e inasumible: verificación que se transforma rápidamente en genealogía del principio muerto, diagnóstico de sus causas y efectos y pronóstico de curación. Pero la constatación llega con retraso y por eso mismo es inútil, con la gloriosa inutilidad de los niños demasiado mimados.
Al mismo tiempo, “Dios ha muerto” que el loco de la linterna al mediodía gritaba desesperado, anuncia un acontecimiento y vislumbra su sentido inaugural para nosotros, como trompeta del Juicio final que jamás llegará. Para los que venimos más tarde, todavía más retrasados, la muerte de la transcendencia no dejará indemne a la parentela desanimada y grotesca del principio muerto, pues esta oscura desaparición no perdonará los derechos sucesorios de la inmanencia (todos esos elegantes hijos y nietos del Dios muerto, con sus ropas “pret-a-porter” bajo las que se oculta los hábitos gastados del fanático secular: la Historia, el Estado, la Sociedad, la Humanidad y demás caterva de clones irrisorios del viejo Dios muerto).
Aquí la verdad vuelve a ser inútil porque un siglo después son pocos los que se han tomado en serio la iluminación de Nietzsche, y menos aún los que han levantado acta del proceso que siguió (sólo Heidegger y Jünger se encuentran a la altura del gesto profético de su compatriota, y quizás también Foucault: el resto de intérpretes está formado por los clásicos sofistas y leguleyos del pensar). La profecía nietzscheana hoy nos domina con todo su lúgubre esplendor destructivo.
La misma estructura de una doble verdad se insinúa en el pensamiento heideggeriano, ya que el “olvido del ser” radicaliza la hipótesis de Nietzsche llevándola a un extremo todavía mayor.
El leit motiv del “olvido del ser” despliega otra vez este doble rostro de la verdad inútil. Donde mejor se podría glosar el destino superior de este pensamiento es unas palabras tan enigmáticas como portentosas, pertenecientes al poema “De la experiencia del pensar”: “Llegamos demasiado pronto para los dioses y demasiado tarde para el ser, cuyo poema empezado es el hombre”.
Heidegger verifica una y otra vez este hundimiento o caída del hombre (occidental moderno) en la mera manipulación de los entes, pero el pensador tiene el privilegio nuevamente de fundar intelectualmente una ausencia y una pérdida reales, a través de una intensa reconstrucción del pensamiento occidental en tanto que “metafísica” (comprensión del ser destinada por el propio ser: estructura circular para la que el Heidegger final propondrá diferentes “salidas”).
La verdad inútil por anticipación compensa la verdad inútil por retraso, lo que hace definitivamente “esotérico” a Heidegger: su anuncio final, el gesto profético inverso al de Nietzsche. Éste había declarado la muerte del Dios moral, primer principio, causa del mundo, fundamento de lo existente, etc. Esta muerte no acontece espontáneamente, es el asesinato de Dios a manos de la ambigua voluntad de poder del hombre occidental. Heidegger, después de la travesía del desierto invocado por Nietzsche, desierto además humano, histórico y moral de nuestra poco cálida época, anuncia por su parte la reversión posible del proceso de aniquilación: el desamparo creciente de un hombre abandonado a sí mismo, a su propia locura organizativa, hará aparecer en el horizonte un nuevo diálogo fundador de la humanidad en la esencia en devenir de los dioses, pues el hombre goza de una condición que aún no asume como la propia: su condición de “poema” empezado ya una vez por el ser, y por tanto, desplegando su existencia en las posibilidades de una destinación del propio ser que queda abierta.
La verdad inútil no sirve para nada, tan sólo determina el sentido de una época. Por tanto, es mejor no recordarla a menudo, no sea que acabe por convertirse en una simple verdad útil, y en ese caso ya sólo se le permita ingresar en el discurso oficial de la filosofía como decorado esotérico, lo que sin duda sería provechoso para la filosofía, pero no para la propia inutilidad de la verdad.
3
La gestualidad ontológica de la subjetividad es esencialmente de orden retórico.
Peter Slorterdijk se refiere a los gestos fundadores del sujeto como gestos de un “renacer o venir al mundo” desde la sustentación, el levantamiento, la promesa y la totalización del devenir en el “sí mismo” autogestado y autoproducido. A partir de aquí, la subjetividad moderna es un proceso de autoproducción emancipadora del propio sujeto.
No hay otra forma de subjetividad humana que no pase por esta gestualidad de la autogestación heroica del “sí mismo”.
Occidente ha sido el lugar donde el hombre ha asumido desde muy temprano esta posición, que debemos identificar con la forma que reviste el pensamiento como metafísica desde los griegos. Sin embargo, sólo a partir de la posición moderna del sujeto frente al objeto hay que considerar plenamente dispuesta la cuestión que corroe las entrañas más secretas del pensamiento moderno.
Ahora bien, jamás se ha planteado en serio que ésta es una cuestión que quizás no sea resoluble dentro del propio discurso de la filosofía, es decir, que no es una cuestión a la que se deba necesariamente responder filosóficamente. No son pocos los pensadores que han intentado llevar a cabo una agresiva campaña en toda regla contra las pretensiones de la subjetividad moderna como modo de ser exclusivo del hombre occidental. Cualquiera que haya sido el campo donde se haya asentado el ataque, lo cierto es que el propio discurso filosófico ha sido una y otra vez desesperantemente el único escenario posible para la discusión.
En estas condiciones, todo estaba perdido de antemano, pues dentro de la filosofía es imposible destruir lo que es su propio espacio discursivo, y el sujeto casi le es consustancial, ya que, en sentido estricto, puede que no haya otra filosofía que la del sujeto autoconstituyente y autoconstituido. Por tanto, se cae en una trampa siempre que realicemos una tentativa de hablar del sujeto desde un espacio discursivo que le pertenece en toda propiedad.
¿Existe alguna escapatoria para saldar la cuestión sin que el sujeto siga siendo dueño de la situación?
La propuesta de Baudrillard, silenciosamente, se ha ido preparando como una salida particularmente inteligente, mucho más astuta que otras que parecían desafiar la implacable dominación contemporánea de todas las problemáticas relacionadas con la subjetividad emancipada del hombre occidental.
Baudrillard no ha llevado a cabo una “deconstrucción” ni una genealogía del sujeto en el campo conceptual de la subjetividad. Su pensamiento es voluntariamente “no-filosófico” y he ahí todo su poder y su capacidad de seducción. Donde habla la filosofía ya constituida algo muy precioso se pierde irremediablemente, ya que el pensamiento tiene una tendencia pavorosa a dejarse llevar por su propia lógica en atención a la cual suele perder lo principal de vista: el hecho de que no es él lo fundante sino lo fundado.
Por tanto, la ventaja de Baudrillard es haber situado la cuestión del sujeto en un terreno no filosófico, no metafísico, no genealógico, no moral; por el contrario, haber buscado una dimensión diferente sobre la que sustentar otro posible desafío al imperio de la subjetividad moderna: precisamente Baudrillard cuestiona el dominio del sujeto como dominio de lo mismo sobre un concreto principio de realidad, que es el nuestro y el de nadie más. Esta pretensión del sujeto a construir desde sí mismo todo lo real es el punto nodal contra el que se dirige íntegramente el discurso baudrillardiano.
No es en el campo conceptual, histórico, filosófico, donde hay que buscar el debilitamiento de la posición del sujeto sino que hay que ir al propio mundo como construcción del sujeto: un mundo cuyo devenir mismo hace insostenible la posición del sujeto, tomando el concepto de mundo en toda su amplitud, sea antropológica, histórica y geográfico-espacial.
Si la posición del sujeto es insostenible y está amenazada de ruina, ello no se debe a una carencia de su propia capacidad de fundamentación del mundo, sino justamente a que el mundo sustentado por el sujeto ya no le responde, tal como se dice de alguien a quien ya no le “responden” sus miembros.
La condición para ejercer su dominio incondicionado y extensivo ha sido la de reducir al objeto a la mera pasividad reflexiva, convirtiéndolo en soporte de empresas de poder e instalación del hombre occidental. Si el mundo como lo conocemos ha sido rehecho por el principio autoproductivo de una subjetividad humana emancipada, el devenir actual del mundo hace aparecer lo reprimido, lo censurado, lo fatal: a la autonomía del sujeto, responde el objeto ya no como heteronomía sino como reversión, alteración, indeterminación de la posición dominante.
Esta creciente e irrefrenable autonomía del objeto se manifiesta de múltiples maneras: contragolpes históricos, catástrofes lentas, inversiones de las relaciones, encadenamientos no racionales de procesos, confusiones de causas y efectos.
La rebelión de la naturaleza objetivada y la rebelión de los pueblos a los que el etnocentrismo occidental condena al exterminio, físico y simbólico, son dos de las señales más claras y esperanzadoras de esta rebelión general de lo que ha sido emplazado durante mucho tiempo a la condición de objeto. Sloterdijk habla de una “segunda pasividad” del hombre-sujeto ante el despliegue de movimientos que se escapan al proyecto de la modernidad, los cuales a su vez nos conducen a un fatalismo insoslayable, a una impotencia parecida a la del “primitivo” ante la naturaleza.
En las posiciones más avanzadas del pensamiento ya no se puede ocultar por más tiempo la invalidez e incapacitación del sujeto moderno en cualesquiera de sus ámbitos de dominación para alcanzar la sustentación monopolista sobre el mundo, sobre lo real, sobre todo cuanto ha querido convertir en objeto de su manipulación unilateral.
Lo que al sujeto se le escapa cada vez más es la relación elemental de reciprocidad simbólica entre el mundo y él mismo, razón por la cual actualmente todos los procesos de desintegración adoptan de manera justa una forma de reversión y de fatalidad. A partir de aquí, habría que eliminar como cortina de humo la conceptualidad filosófica clásica en la que se ha pensado y expresado el sujeto: ése es precisamente su terreno privado, “privatísimo”, aquel espacio donde se siente cómodo hablando como un charlatán de feria de sí mismo y de sus logros.
En buena parte, el fracaso relativo de las empresas teóricas de Foucault y Derrida en la deconstrucción de la subjetividad moderna del hombre occidental se debe a haber asumido hasta cierto punto un compromiso con el lenguaje filosófico del propio sujeto que había que desmontar, convirtiendo el cuestionamiento en una mera operación intelectual dentro de los moldes de un pensamiento histórico-metafísico que aún no logra mantener la distancia respecto del propio sujeto, desde el momento en que el pensador habla el lenguaje del sujeto contra el propio sujeto, enredo que finalmente ha conducido a un callejón sin salida donde el humanismo vuelve a campar a sus anchas como posición moral irreductible.
Los pensadores raramente se plantean que la subjetividad como base de la construcción del mundo no se reduce a algo meramente pensado y conceptualizado, algo que una estrategia discursiva diferente podría desmontar: la subjetividad es un modo de dominación de la realidad según categorías que le permiten al sujeto constituirse íntegramente como tal.
De nuevo, hay que remitirse a Heidegger, en especial al gesto fundamental del “viraje”. La apertura de un horizonte del pensamiento donde el sujeto-hombre es desplazado para ser re-investido de otra relación con el ser: ya no como su “fuente”, sino como su receptáculo, ya no como fundador sino como destinatario, ya no como dueño despótico sino como “pastor”. Este giro es sin duda el que está en la base del despliegue de las empresas más decisivas del pensamiento, cuyo porvenir está ligado a esta renuncia del hombre a la autoconstitución y a la autoproducción.
La peculiar apuesta de Baudrillard por el “objeto”, en todas y cada una de sus figuras (seducción, ilusión vital, devenir, destino, predestinación, metamorfosis, encadenamiento no causal, la nada, el mal, la no intercambiabilidad final entre ser y pensar) es una versión de esta nueva experiencia del hombre occidental como destinatario del ser. El hecho decisivo es que en la estructura “real” del mundo tal como lo experimentamos, el objeto ha tomado la iniciativa, lo que finalmente tiene consecuencias de alcance aún incalculables para la desestabilización de la posición precaria del sujeto. El devenir mismo del mundo barre todos estos juegos cansados en los que el sujeto moribundo sigue contándose su heroica historia.