Vivo un tiempo suspendido entre dos orillas.
El puente que las unía eras tú, mi viejo amor de tantos otoños anticipados, una vida a la que no supe devolver la gracia y el destinoque ella misma me hubo concedido.
Pero ya no es transitable el puente y el tiempo corroyó todos sus puntos de amarre.
La memoria no me vincula a nada.
Cuando quiero cruzar la separación, un viento brusco agita las banderas que al otro lado se alzan y me esperan para el combate: desplegadas en mi corazón ondean y restallan, no hay paz, no hay tregua, nunca las hubo.
Los recuerdos cambian y me cambian, ya no soy el mismo, su sentido se multiplica bajo máscaras ahora y siempre, cuando yo era mi mejor enemigo contra todos y contra ti, que quisiste asistirme en el desvalimiento de la juventud estéril y en la enfermedad de los años de aprendizaje.
Los recuerdos no se agotan, aunque estemos fatigados de su cortés insistencia, de su misericordiosa obsequiosidad, pues a veces su tedio es el único auxilio contra la violencia del deseo y ellos te necesitan para que el vivir no sea idéntico al vivir.
Lentos y mansos, como animales domesticados, vamos siendo conducidos hasta el altar en que ellos nos sacrifican, pero al menos desconocen el oprobio común del juicio, la culpa y la condena.Vivir como el saltimbanqui no es fácil,el único riesgo verdadero es encontrar el rostro de aquel sobre el que quisimos saltar por encima de nuestras fuerzas.
Su mirada desconfiada no nos engaña, él sabe que ninguna herida es para siempre, por eso busca en un juego banal el rostro verdadero de sí mismo, cuando está cerca de la muerte, la que sólo quiere que alguien se atreva a acariciarla.
Entonces, por un instante de miedo y éxtasis, lo sabe y lo recordará: nunca el mundo fue tan bello como ante el vacío.
INFANTES, noviembre de 2009