Según la tesis de René Girard en “La violencia y lo sagrado”, el sacrificio ritual aparece cuando una sociedad dada sufre una descomposición o indiferenciación del orden cultural tan profundas ocasionadas por la violencia que la restauración del orden sólo puede realizarse partiendo de una instancia simbólica: la perpetración de un crimen colectivo y la repetición conmemorativa que es el propio sistema ritual. Pero en una sociedad donde el espesor de lo simbólico no existe más que bajo formas estimadas perversas y delirantes, el sacrificio ritual no puede hacer nada, no significa nada más que una banal transgresión clínica que la ley penalizará.
Ahora bien, el asesino suicida busca la anulación de este mecanismo de compensación por la abstracción y universalidad de la ley, y lo sustituye por otro mucho más poderoso y primitivo: la muerte sacrificial de sí mismo y de los otros, ¿en aras de qué, si no hay respuesta del dios? Entonces, el sentido del sacrificio ritual pasa a señalar en otra dirección: la ausencia de lo sagrado será tomada a cargo por cualquiera que, en el vacío de su existir meramente psíquico-individual, donde hasta la propia comunidad ha sido desimbolizada, literalmente “perdida de vista” como instancia de transcendencia y unidad, ofrecerá su muerte y la de los otros como signos igualmente dirigidos a señalar esta ausencia de sacralidad del conjunto social.
El 26 de marzo de 2002, Richard Durn, joven francés de 33 años de edad, masacraba a tiros de fusil a 8 concejales en el municipio parisino de Nanterre y el día después se suicidaba, según la versión oficial, arrojándose desde un cuarto piso, en el patio de la comisaría de policía. Por supuesto, los medios de comunicación, firmes representantes de la “opinión pública” y del sentido común, se han apresurado a calificar al protagonista de la noticia, sin más preámbulos, impedidos por la coyuntura vacacional, como “psicópata”, “asesino de masas”, “perturbado” y otros adjetivos semejantes de la lista para etiquetar.
Todo el mundo estaba aliviado, pues cosas así sólo ocurrían en el cine, y, a riesgo de parecer demasiado condescendientes con nosotros mismos, incluso podría admitirse que cosas así sucedieran casi a diario en la sociedad norteamericana. Pero no es admisible que las tengamos que aguantar en la pacífica, ilustrada y benevolente Europa. Cada vez con más frecuencia, este tipo de crímenes ocurren igualmente en esa Europa de cuento de hadas que los políticos, casi siempre corrompidos, y los medios de comunicación, casi siempre igualmente intoxicados, nos presentan.
Todo parece ser bueno para ocultar lo principal, a saber: que si cosas así suceden es porque realmente algo muy grave nos pasa. Una carencia fundamental del orden social se insinúa en estos trazos gruesos de los crímenes más aterradores De ser lúcidos, todos deberíamos reconocer algo de nosotros mismos, algo de nuestras pulsiones e instintos más inconfesables, deberíamos observar ecuánimemente un no demasiado lejano parecido de familia en Richard Durn y tantos otros que han pasado por el mismo tratamiento de “shock”. Pero no estamos nada dispuestos a este particular juego banal de “psicoanálisis” cruzados donde el “enfermo” analiza al “sano” mucho mejor de lo que éste analiza a aquél.
Dentro de los prolegómenos de toda investigación metódica, se buscan las motivaciones secretas y confesadas de Richard Durn, que ha dejado abundantes anotaciones en diarios y cartas a su madre en las que fríamente razonaba lo que pensaba hacer. En estas anotaciones, que sin duda su psiquiatra le habría aconsejado redactar a manera de “benéfica” terapia y recordatorio obsesivo de su “trauma”, el joven Durn escribía:
“He sido olvidado por todos, pues no tengo proyectos en mi vida, ni tampoco tengo miedo de afrontar la vida y hundirme en ella. ¿Cómo he llegado a esta situación de desvinculación y entontecimiento? No he sabido luchar y aprender a amarme un poco. Siempre tiendo perchas y bastones para que los otros me flagelen. Siempre me estoy poniendo frenos a mí mismo. Estoy harto de ser un depresivo y de ser el tío que da pena, en el mejor de los casos. Estoy loco. Me he convertido en un vagabundo. Desde hace meses, las ideas de carnicería y muerte están en mi cabeza. Incluso si me maldicen y me toman por un monstruo, ya no me sentiré flojo y humillado”. En una carta a su madre el mismo día de la matanza, confesaba: “Hace mucho tiempo que debería haber muerto. No sé hacer nada en la vida, ni siquiera morir sin hacer daño. Pero ahora ya basta de cobardías. Tengo que reventar al menos sintiéndome libre y tomando apoyo. Por eso, tengo que matar a gente. Por una vez en mi vida, voy a experimentar un orgasmo” (“Libération”, 29/3/02).
No son palabras de un personaje de las novelas sobre-nihilistas de Houellebecq o de Easton Ellis, aunque lo parezcan. Son evidentemente los razonamientos de un “perturbado” peligroso, tanto más peligroso cuanto ha conseguido pasar desapercibido. Incluso se ha hecho pasar por uno de nosotros, los “seres normales”, lo cual es sobrecogedor, si se piensa bien en ello. Es horrible pensar que justamente cualquiera podría ser él. Pero eso es lo que nadie está dispuesto a transformar en el verdadero objeto de reflexión.
Uno de los argumentos de Durn es que precisamente él era eso, cualquiera; quería dejar de pasar desapercibido, ignorado, confundido, tratado como un desgraciado responsable además de su desgracia, en medio de una masa de “cualquieras”, todos unidos y estigmatizados ejemplarmente por el mismo sentimiento de fracaso. Quería hacerse notar: sólo en la muerte propia y en la muerte de los otros lo ha logrado, pero por poco tiempo, pues a los pocos días también él y los asesinados han desaparecido por completo sin dejar el menor rastro. Incluso todo el mundo se apresura o ocultar lo ocurrido, intentando por el silencio borrar todas las huellas del crimen, tarea ya bastante habitual en todos los poderes “representativos”. Salvo como pretexto del discurso de los políticos en campaña electoral: unas muertes para condimentar las consabidas argumentaciones sobre la “seguridad”, en un contexto occidental de irritabilidad a flor de piel. La vieja señora de la guadaña parece un agente comercial de los seguros de vida.
El diagnóstico de Simmel sobre la individualidad en la época moderna toma un sesgo realmente inesperado, porque se introduce en el juego la forma sorprendente de una apelación sacrificial a lo social más fuerte y “primitiva” que las exigencias del modelo dominante: según el sociólogo alemán, “allí donde el crecimiento cuantitativo de significación y energía llega a su límite, se acude a la singularidad cualitativa para así, por estimulación de la cualidad de la diferencia, ganar por sí, de algún modo, la consciencia del círculo social: lo que entonces conduce finalmente a las rarezas más tendenciosas, a las extravagancias específicamente urbanitas del ser-especial, del capricho, del preciosismo, cuyo sentido ya no reside en modo algunos en los contenidos de tales conductas, sino sólo en su forma de ser-diferente, de destacar-se y, de este modo, hacerse-notar; para muchas naturalezas, al fin y al cabo, el único medio, por el rodeo sobre la consciencia del otro, de salvar para sí alguna autoestimación y la consciencia de ocupar un sitio”. La diferencia adopta las formas más extremas y radicales a medida que la indiferencia ocupa la totalidad de la experiencia individual y social: a medida que la cosificación de lo social ya no deja lugares que ocupar ni autoestimas que satisfacer.
Pero ocurre que traducido a “información”, Richard Durn es todavía más insignificante como noticia que como realidad social de un individuo desencarnado y extrañado del mundo. Traducido a suceso, su singularidad en la “anormalidad” es todavía más nula en su muerte que lo fue su casi normalidad en la vida, de la que sentía asco, un asco sin duda pánico. Sin embargo, el solo hecho de que él pensara que con su acto cambiaba algo al respecto, demuestra, si hubiera que demostrar algo, que todos somos actualmente igualmente nulos en nuestra vida y en nuestra muerte, que no contamos nada ni para el mundo de la representación ni para nosotros mismos como voluntad determinada a lo que sea. En este sentido, el acto de Durn revela la ausencia global de sentido, de proyecto, de determinación de todo un orden humano, de toda una cultura. Su acto es necesario, incluso resulta ineluctable, va más allá del régimen de discriminaciones que nos satisfacen como realidad normativa.
Otra paradoja, no menos escandalosa, es que la nulidad de este “paso al acto” resulta indiferente además a las posibles categorizaciones: en Occidente no hay ya ni la posibilidad más remota de reivindicar la muerte en nombre de algo. Incluso Durn quería desaparecer según el único modelo de muerte sacrificial que vagamente nos es reconocible: el sacrificio terrorista. Pero ¿por qué este atractivo, esta fascinación, por desaparecer como un “verdadero” terrorista? Parece que Durn era consciente de esta situación, la de querer dar un sentido, una significación a lo que ya no la tiene: la propia desaparición, como modo virulento de rebelión, protesta o simple manifestación de un malestar innombrable, debía ir acompañada de la carnicería como brutal desafío a la bienintencionada inocencia colectiva, es decir, desafío a la culpa de todos para que se reconozca tal, culpa anónima pero omnipresente, culpa que a través de este asesinato colectivo recae asimismo sobre todos en dosis infinitesimales.
Detrás de la banalidad con que la opinión satisface su propia inexistencia, hay un juego mítico poderosísimo en estos “pasos al acto” sacrificiales que señalan tal vez la penuria de un orden social fundado sobre el pacto legal y moral de la abstención de violencia y de venganza. ¿De qué ofensa, de qué infamia innombrable se vengan estos “perturbados” homicidas de masas? Se vengan de la infamia misma de vivir como individuos, como átomos que han llegado a la oscura conciencia de la nulidad de su “destino”. No se han explorado todavía los confines de la fuerza del resentimiento como categoría fundadora y desfundadora del orden social moderno.
Esta tentativa imprecisa por despertar la mala conciencia es casi lo único que este tipo de actos puede hacer por nosotros y en nuestro lugar, si cabe atribuirles algún sentido, lo que de todas maneras resulta completamente inútil sino irrisorio. Buscar un sentido en la muerte cuando ya no se encuentra en la vida, buscar una coherencia de los actos humanos en la muerte cuando ya no se encuentran en la vida, buscar la realidad extrema del acto de voluntad determinada cuando ya no se encuentra en la vida ninguna posibilidad semejante de libertad: en definitiva, existir de modo fulgurante durante un momento cuando la existencia es una carga impuesta bajo condiciones pactadas pero inaceptables. El “paso al acto” de Durn, como el de tantos otros, pasados y por venir, señala sintomáticamente quizás esta ruptura sacrificial y expiatoria del pacto social por el cual los individuos se comprometen a vivir dejando hacer al mecanismo anónimo de lo social. Pero tampoco en su muerte deliberada se librarán de él.
En un orden social como el nuestro, donde la dialéctica entre transgresión y prohibición ha desaparecido, donde no es posible ya identificar víctimas y verdugos, ni siquiera inocentes y culpables, y lo que para nuestra racionalidad social es peor, no es posible identificar jueces y delincuentes (pues aquéllos hace tiempo que están al servicio de éstos, como han demostrado todos los procesos contra la corrupción de la ya casi totalidad de la clase política “democrática” occidental); en tal orden, la coronación de todo este proceso de indiferenciación se consuma cuando el propio verdugo que sacrifica a los otros se sacrifica a sí mismo también, oponiendo a la realidad abstracta de la ley la peor de las ofensas: la de la auto-desaparición del propio culpable, que así borra hasta las últimas huellas del crimen, lo que refuerza sin duda su sentido o sin sentido sacrificial, dejando a la ley y al concepto abstracto de justicia completamente vacíos de referencia, objetivo y función.
Es difícil hacerse cargo de la fuerza (psicológica, simbólica) del modelo terrorista a partir de los atentados de septiembre. Para el imaginario colectivo tiene valor de primicia, de acontecimiento fundador (pero fundador de algo secreto que no tiene que ver con la historia, sino con algo mucho más poderoso), de categoría que transforma todas las modalidades de resistencia y negatividad. Que los suicidas queden pronto asimilados a los terroristas (aunque nadie se dé cuenta de ello) es algo que hace pensar, como también el hecho mismo, declarado y evidente por el acto mismo, de que los suicidas quieran morir como terroristas. ¿De qué fondo antropológico censurado emerge esta identificación?
El “accidente” de Milán, en el que una pequeña avioneta tripulada por un hombre de sesenta y ocho años con problemas financieros (víctima al aparecer de una estafa) se estrellaba contra la Torre Pirelli abre todas las dudas habituales sobre la indiscernibilidad entre atentado deliberado, fallo técnico involuntario del accidente y suicidio. Cualquier incertidumbre desestabiliza el reino cosificado de las certidumbres: la enfermiza tranquilidad europea se conmueve más por este simulacro de micro-terror directo que por el terror diferido y opaco pero real de Jenín. De suponer que se tratara de un suicidio del piloto, estaría claro para nosotros que es una imitación a escala reducida de los verdaderos atentados de septiembre, una copia miniaturizada, una reproducción pirata. En el contexto en que se produce el suceso, es como si de modo inexplicable todo se encadenase para señalar mediante signos algo extraño e inquietante, que las mentes razonables no están nada predispuestas a afrontar, pues carecen del sentido más elemental del misterio y su fascinación.
Pero hay que reflexionar seriamente sobre todo esto, alejando la confusión y la estupidez. Alguien que se suicida, imita conscientemente un modelo determinado, ¿por qué? Una primera respuesta, a modo de hipótesis: la propia muerte no tiene suficiente significado por sí sola, carece de espesor simbólico, de profundidad, de relevancia. De tal manera que para ser una muerte plena, determinada, significativa, debe seguir un modelo reconocible. Y este modelo no es otro que el modelo terrorista perfeccionado de septiembre, que a su vez imita la forma pura del sacrificio ritual. El grado de desvanecimiento del sentido de la vida sólo puede medirse por el grado de desvanecimiento del sentido de la muerte. El rasgo decisivo de este suceso de Milán es la forma misma que presenta: si hasta los actos de suicidio “normal” confluyen hasta el modelo terrorista, si este encadenamiento es tan real, algo muy misterioso está sucediendo: signos fatales se acumulan de algo innombrable mucho más fuerte que el seudo-acontecer mediatizado de los “sucesos históricos”. Como quiere Paul Virilio, hay que aguzar el oído y la vista para estas menudencias: “Desde ahora no hay más relieve que el acontecimiento, al punto de que el horizonte temporal se establece sólo por la línea de la cresta de las anécdotas y los hechos menores de un presente sin futuro, cuyo único heredero parece ser la ciencia estadística…”
Poco importa que estos sucesos no tengan consecuencias o efectos reales, que estén “sobredimensionados” por la televisión. Hay que fijarse en que la desestabilización que ejercen está más allá de la estabilidad de un orden que no acepta el menor resquicio en su coherencia totalitaria. Estos sucesos tienen una sola fuerza: mostrar justamente la porosidad interna del orden que literalmente vive en la catástrofe, orden cuya sombra es la virtualidad pura de su contrario, el gemelo, el doble de caos que todo orden artificialmente mantenido lleva consigo, y que, a veces, tiene la oportunidad de salir a la superficie en las formas más inesperadas.
Entre nosotros, los únicos resistentes, los únicos enemigos de algo, los únicos que juegan el juego de la adversidad, son los que se designan así mismos como los adversarios a los que suprimir, haciéndolo finalmente. Enemigos de sí mismos, antagonistas desdoblados, los suicidas también deben matar sacrificialmente a los otros, pero no porque los hayan designado por el odio como enemigos, sino por su indiferencia, que así es castigada de antemano.
Tal es la incapacidad de resistencia a algo exterior, al orden mismo del mundo, que el individuo occidental, interiorizando su incapacidad de expresar la contrariedad, el odio y el malestar contra la sociedad, convierte el suicidio en una reivindicación terrorista implícita, en el modo de la ejecución y en la intención final. Asimismo, esa sociedad es tan opaca, tan profundamente pasiva e indiferente, tan nihilista, que es ella la que debe convertirse en el objeto del doble sacrificio.
Y como bien sabemos de la lógica sacrificial, la víctima debe ser cualquiera que sea arbitrariamente elegida como tal. Los sucesos de Nanterre y de Milán reproducen en este sentido el modelo terrorista como modelo sacrificial puro, pero, como ocurre con todo en Occidente, en la versión simulada: convetido en signo de un signo, ya no propiamente en un acontecimiento literal, directo. Las copias, también aquí, remiten a un original que nosotros, por nuestra parte, no sabemos ni podemos producir, ni siquiera nombrar.
Roberto Calasso ha escrito sobre la ausencia de lo sagrado en tanto que ausencia de un orden verdadero del mundo en la sociedad occidental moderna: “La primera consecuencia del olvido del sacrificio será, por consiguiente, que el mundo sea usado sin miramientos, sin límite, sin una parte dedicada a otra cosa. Pero aquí también el final se superpone al origen, como un reflejo, y por tanto invertido: disuelto el sacrificio, todo el mundo vuelve a ser, sin saberlo, un inmenso taller sacrificatorio”.
Así pues, tres sucesos en un solo mes en tres países europeos de los más ricos y cultos: tres suicidios con asesinato de inocentes incluido. Nanterre, Milán, Erfurt. Transversalidad de edades de los suicidas: 19, 33, 68 años de edad. Diferentes causas “objetivas”: resentimiento social, odio y venganza, situación económica angustiosa. En los tres casos, el asesino se suicida después de cometer una matanza, o al menos intentarlo. Parece como si la agresión se dirigiera a la autoagresión, y viceversa.
Debemos declinar hablar de “patologías de la violencia” y dirigir mejor la atención a los aspectos censurados, pero que son los que subyacen a estos sucesos, o por lo menos, puede hacerse la hipótesis contraria a las interpretaciones oficiales, por repulsivo que resulte situarse más allá de la mera condena moral, del lamento patético y la explicación puramente causal. En realidad, ninguna de estas formas de ver significa nada más que una pulsión muy poderosa de olvido, de poner un paréntesis en los hechos para que la normalidad pueda seguir su curso imperturbable.
La nueva lógica anómica del suicida es esencialmente una relación dual en la que el rehén potencial o real es victimizado: ya no se toman rehenes para solicitar a cambio algo. El suicida agresor ya no tiene nada que cambiar con la sociedad. Su modo de “estar fuera” ya no se determina por ninguna posibilidad de intercambio. En realidad, aquí está el meollo de la nueva anomalía: el propio suicida agresor es el que intercambia su vida y su muerte por las de los otros. De ahí justamente la necesidad de desaparecer al tiempo que se hace desaparecer a los otros. Los otros ya no son otra cosa que el signo puro del intercambio de la propia muerte.
La inhumanidad del suicida anómico se refleja y se realiza en esta doble desaparición, porque los otros tampoco son ya humanos desde el momento en que sólo representan el signo del intercambio de la muerte consigo misma. Antes de morir como “víctimas”, ya han dejado de ser humanos, o bien su humanidad resalta del acto mismo por el que son sacrificadas. En el fondo, ya nadie puede sentirse humano si no es mediante este “quid pro quo”, mediante esta sustitución sacrificial por la que cada individuo es devuelto al estado de la humanidad más desnudo y brutal: la obligación de matar y morir, realidades últimas de una disolución extrema de todo vínculo social orgánico, simbólico y cultural, incluso puede que meramente humano.
En el acto del adolescente alemán de 19 años en Erfurt el pasado 26 de abril de 2002, la agresión parece tener “motivos” externos que la prensa se apresura a destacar, junto con otras circunstancias personales, que contribuyen a aliviar las conciencias: fue expulsado recientemente del instituto en el que estudiaba, y el día de la matanza se disponía a hacer el examen de ingreso en la universidad. ¿Qué “cortocircuito”, en algún lugar, se ha producido para que cualquier causa pueda ser elevada al nivel exponencial de la reacción, es decir, del asesinato colectivo? Esta pregunta no tiene ningún sentido planteada en estos términos: induce una respuesta necesariamente trivial. No hay respuesta sociológica ni psicológica que valgan aquí, ni hay que buscarlas, pues estas respuestas no son más que coartadas que no explican nada más que la propia lógica interna de lo sociológico y lo psicológico.
Lo interesante es otra cosa, justamente lo que excede, sobrepasa y anula la trivialidad de las respuestas inducidas. Es importante, en primer lugar, señalar este paso de las causas aparentes, completamente banales, al grado exponencial de la ejecución. Lo que hay que preguntarse es entonces: ¿por qué, dónde y cómo se produce esta trasformación de lo real hacia lo exponencial?
El carácter de las víctimas, aunque aleatorio, no es completamente arbitrario, en la medida en que las víctimas en todos los casos son algo más: son signos, sustituyen a algo. En todos los casos (los ocho concejales de Nanterre, los trece profesores de Erfurt, las dos abogadas de Milán) es imaginable que el suicida los observaba como seres manifiestamente sacrificables, porque en ellos es el mecanismo anónimo y abstracto de lo social lo que resulta ritual y simbólicamente sacrificado. Si estas personas inocentes han sido sacrificadas es porque representaban lo social en algún sentido abominable y abyecto que se nos escapa.
Lo sacrificable es la totalidad del orden social a través de sus signos humanos deshumanizados, y esos signos son todos ellos intercambiables, es decir, igualmente nulos, como la vida del propio suicida, que en algún recodo secreto de su conciencia, o su inconsciencia, sabe que con su acto ejecuta algo que excede la significación que esta sociedad se concede a sí misma. No sería de extrañar que en un porvenir ya no muy lejano, los lugares en que han ocurrido matanzas de esta clase anómala, se convirtieran en centros de un nuevo culto ritual. Entonces quizás comenzaríamos a experimentar vagamente algo de este sentido censurado.