«EL ODIO A LA DEMOCRACIA» (2009)

La democracia se define por el gobierno democrático, es decir, electivo.

El gobierno democrático es aquel, único en la historia humana, en el que los titulares del poder no tienen títulos para el ejercicio del poder: el poder democrático carece por tanto de fundamento.

Todas las cualificaciones de “naturaleza” (nacimiento, riqueza, fuerza y saber) no son títulos que legitimen el ejercicio del poder en un gobierno democrático. La democracia, identificada con un ámbito político especial, separado de “la sociedad”, en tanto que para el ejercicio democrático del poder no son válidas las cualificaciones procedentes de la “sociedad”, necesariamente debe tener como procedimiento lo que a su vez, sin más, constituye ya por eso mismo su principio de legitimidad: el sorteo, la elección, el azar.

La esencia del gobierno democrático (en todas partes donde las cualificaciones sociales “privadas” no son tenidas en consideración para el ejercicio del poder, más aún, son deliberadamente excluidas) sólo puede definirse entonces como la ausencia de títulos para el ejercicio del poder, dado que los titulares, en tanto que “los muchos indiferenciados” (ya hayan sido vueltos indiferenciados por la vía del desgaste o erosión niveladora de la ley los que antes no eran indiferenciados o ya sea que desaparezcan, o se les haga desaparecer, con más frecuencia, como resultado de la pura liquidación física de su existencia) carecen por naturaleza de todo título de legitimidad para el ejercicio del poder.

Ahora bien, lo adquieren en tanto que son elegidos por sorteo (en la Grecia clásica) o por elección mediante sufragio universal (en Europa occidental y sus extensiones coloniales como los Estados Unidos de América, desde hace apenas cien años).

Muy resumida y sin añadir nada, ésta viene a ser la parte de la tesis que retengo de Jacques Rancière en su libro “El odio a la democracia” (2000), un notable teórico francés actual de la política, enfrentado aquí simultáneamente al maximalismo igualitario de la izquierda socialdemócrata y al “republicanismo” conservador y elitista de la derecha, en el contexto de la política partidista francesa del presente.

Para Rancière, el gobierno democrático implica un violentísimo hiato en la historia de las formas de dominación según la ya “clásica” tipología weberiana (pero no tan sorprendente para un lector perspicaz de Tocqueville), por lo menos en el sentido de que es la única forma de dominación históricamente conocida que carece por completo de fundamento y legitimidad derivados, o derivables, de las condiciones sociales que distribuyen el buen nacimiento, la riqueza, la fuerza y el saber, las únicas fuentes, así reconocidas de modo universal, de legitimidad para el ejercicio del poder sobre los hombres.

La democracia sería entonces la forma de gobierno de los hombres cuando éstos ya no pueden alegar para ejercer el poder sobre otros hombres ninguna superioridad procedente de un ámbito “prepolítico” (“social”, en el sentido de la “sociedad civil” del liberalismo clásico pero no en el sentido de Hegel y Marx, que alteran muy profundamente el concepto hasta desdibujarlo y supeditarlo a una cierta idea de Estado que entretanto se ha vuelto nuestra y se ha realizado tácitamente).

En este sentido, Platón llevaría razón y sería realmente el fundador de la cuestión política por excelencia que ha quedado siempre sobreentendida en todo el discurso filosófico sobre la política, aunque las respuestas y soluciones hayan sido muy variables: ¿quién puede y debe gobernar? Hoy, en efecto, llegamos al punto de inicio, es decir, retornamos al “arché” de nuestra historia, dado que en el origen está el fin, según la célebre máxima, conservada apenas, de Anaximandro.

Platón se enfrentaba a una pestífera oclocracia ateniense, como forma ulterior degenerada de la democracia clásica, si es que deseamos conservar de ella una imagen ensoñadora todavía, pero de cuya ilusa irrealidad la descripción de Jakob Burckhardt en la “Historia de la civilización griega” podría despertarnos. Después de 2500 años de historia europeo-occidental (en una línea de continuidad en cuya verdad totalizada ya no creemos), nosotros nos enfrentamos a unas condiciones semejantes, después de todo el proceso moderno y contemporáneo de nivelación de los estatus sociales, es decir, nos enfrentamos a nuestra actual “democracia social”, esta socialización impenitente según modelos de vida, en último término y “tout court”, la democracia del consumo, es decir, de los “hábitos de consumo”, o lo que Jean Baudrillard llamaba en sus primeros libros, “la democracia del standing” o de la igualdad generalizada ante el mero objeto o servicio de consumo inmediato, garantizada por una renta sin ninguna relación efectiva con los méritos, el trabajo o cualquier otro medio de equivalencia entre el propio “valor” y el lugar social que se ocupa.

La democracia actual no es una forma degenerada o decadente de una hipotética pero muy poco probable “democracia ideal”, perfecta en su género: es, ni más ni menos, que la propia realización, hasta sus últimas consecuencias lógicas e históricas, de la democracia según su concepto puro, porque hoy, efectivamente, sólo los que carecen de títulos reales de cualificación son los elegidos por el sorteo procedimental del sufragio universal y la formación aleatoria de mayorías, a su vez nada cualificadas, ya sean observadas colectiva o individualmente.

A su manera Lenin llevaba razón, aunque muy cínica o condescendiente por cierto, cuando afirmaba que habría “democracia real” cuando hasta “su cocinera” pudiera ocupar la responsabilidad de gobierno que él mismo ocupaba en ese momento de pronunciar tan notable pensamiento.

Entretanto, sabemos por experiencia que el piadoso deseo de Lenin no es sólo posible o contiene alguna virtualidad verosímil sino que ya se ha realizado generosamente en todas partes. Qué duda cabe que algunos de nosotros hubiéramos preferido la cocinera de Lenin a no pocos otros que han venido después (este vago anhelo nos trasforma en una minoría extravagante y peligrosa), pero si se trata de sorteo, apostemos por cualquiera, porque ser cualquiera es vivir en democracia, aunque a sabiendas de que, casualmente, en los juegos de azar, como la ruleta en los casinos (que son la verdadera alegoría viviente del gobierno democrático, de ahí la ya advertida pasión por el juego de azar en las sociedades democráticas modernas, algo que han advertido las mentes más perspicaces y no entre las menores la iluminada de Borges en “La lotería de Babilonia”), siempre gana la banca, un poco como también sucede desde hace tiempo en la política real de nuestro ya extinto presente.

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s