1
Hay una forma de reflexión, quizás menor, que consiste en rodear lo que aún llamamos “realidad” para encontrar, sin demasiada confianza, un negativo fotográfico de su principio, la pose caracterizadora de lo real, cuando silenciosamente se pasa al otro lado de su espejo, y entonces dejan de valer todas las reglas de la certidumbre voluntaria que prestamos a su principio agotado y agotador.
No hay demasiado misterio, es una operación como otra cualquiera, algo que debería surgir espontáneamente de nosotros cuando, sin conciencia de lo que pensamos, elegimos la tarea insensata y peligrosa de la renuncia a la verdad: cuando da igual que ésta exista o no, cuando es lo mismo vivir en ella o vivir sin ella, cuando de todos modos nos atrapa de improviso la impresión tan penosa de intuir oscuramente que ya estamos al otro lado y ya no regresaremos jamás a nada verdadero.
La epopeya estéril del principio de realidad, la observada y observante realidad, ha terminado: la inconsistencia de nuestras vidas, su pasión insana por el desfondamiento en el arrojo a una nada muy peculiar (nada que nada angustia), es toda la evidencia y nada más que la evidencia del final.
Había cierto goce inquisitivo en aquella realidad con la que tan bien se nos había hecho intimar, aun a riesgo de un más que probable adulterio con su principio de fidelidad al orden del mundo, a la tranquilidad inerte de lo demasiado conocido, y efectivamente, acabamos siendo infieles renegados de sus extremosas bondades, de sus pacíficas conminaciones al respeto de los desfavorecidos de su goce carnal, sangrante y desangrado goce de lo real, mal principio para una convivencia que siempre tuvo el aspecto bien pensante de una connivencia evasiva y acanallada, como todas las relaciones de unos hombres cansados de vivir.
Y ahora estamos enteramente divorciados de su principio exhausto, ahora que cualquier acto o pensamiento es un aborto a través del que arrojamos desde dentro ese despojo de realidad que nos amenaza de futura infecundidad, o ya estaba aquí, en nuestra misma carne esperando el virus del desdoblamiento del principio de identidad, donde nada puede ser idéntico a sí mismo pero tampoco contrario, sino meramente residual, es decir, ilusión de verdad, ilusión redoblada y enfermiza de lo real.
No podía durar demasiado este dato tan positivo que tuvo la virtud momentánea de los afrodisíacos: hizo erguirse la realidad inyectando gran aflujo de una sangre espesa, pero ¿dónde podría penetrar sino en ella misma, en su ausencia invertida y luego devuelta como plenitud de lo vacío glandular, pus sobre pus, flacidez final y compulsión reiterativa de una erección de más realidad?
Entonces, nuevo principio regenerativo: prótesis infinita, simulacro erótico, convicción irrisoria de múltiples cópulas futuras, cuando lo real ya estaba tan abatido, cuando las glándulas se vaporizaban en el aire fétido de los simulacros, cuando todos los santuarios de su carne invertida habían sido minuciosamente profanados o deconstruidos por una crítica perspicua y perpendicular, último refugio de los adoradores de los soles por venir, de la tribu infamada de lo real, y la penetración en frío a lo real es tan poco lírica…
Permitimos que nos lo impusieran, no podría haber sido de otro modo, y luego era tarde para reaccionar.
Lo real, ¿qué puede hacerse con eso?
Una salida en falso: separarse con deslealtad de la causa de lo real, defección y desafección, malquerencia cuya tarea será inacabable, sin títulos de nobleza. Convertirse quizás en un espectro para devolver la impostura a su origen, cuando todo acto de lenguaje se torne fluida flatulencia, fraude infranqueable, aflicción infringida, flotación de lo flácido venal.
Existimos gracias a esa energía que no devuelve nada, una energía sin redención, una invisible fuerza de inercia, el empujoncito de la divinidad ausente, la tardía que no supo traicionar la vida y nos crucificó en lo real, martirio que tuvo que convertirnos en re(g)icidas irrisorios y petulantes, de ahí que algunos escriban.
“Yo” no necesita de este plural corporativo para desaparecer y descorporeizarse, envolviéndose en la solidaridad del desamparo con que fácilmente se apela al rubor tumefacto y solícito de los desgraciados que ni siquiera sucumben al delirio de imaginar un sentido que ocupe el lugar de las primeras líneas de este texto y lo expongan incluso con su propia vida, sin rodeos de lenguaje para evitar el suicidio cuando escribirlo es el único acto de honor que queda: “yo” es una función a la que no le queda mucho de vida.
Permitimos que nos lo impusieran y ya es tarde para desmentirlo.
Sea creíble o no, la tarea será infinita mientras alguien tenga que creer o desmentir: lo real, ¿qué puede hacer por nosotros lo real? No siente estima o muestra desvío e indiferencia, es el desafecto de lo real…
2
Como ya nadie tiene el valor suficiente para encararse con su propia imagen, nadie tampoco puede tomarse en serio a sí mismo. Como ya nadie tiene el coraje y la sinceridad necesarias para sostener, respondiendo de ellos, sus propios principios (que no sabemos, por otra parte, cuáles podrían ser), nadie tampoco puede tomarlos en serio. El estadio de cosas colectivo en nada difiere, por tanto, de lo que toda la clase dirigente europea es y representa en lo político: en efecto, nadie puede ni debe exigirse a sí mismo más de lo que es.
El punto de vista del moralista (en el sentido del que todavía, tardíamente, se toma en serio lo que los hombres son y lo que los hombres hacen, y, el que al proceder así, siempre se condena a la necesidad de lo peor, o al menos a justificar involuntariamente la necesidad de lo peor) es el punto de vista del hombre que sabe que ya no está a la altura de las circunstancias, sobre todo cuando éstas se presentan como el resultado de la resaca, de la bajada de marea, del momento indescriptible inmediatamente posterior a la orgía.
El punto de vista del moralista no es el de la autosatisfacción: el conocimiento de los hombres no lleva nunca a ella, y todavía menos a la reconciliación con ellos, pero ayuda, en alguna manera difícil de explicar, a absolverlos de ser lo que son, y en particular, en este absolverlos, decide no ejercer el juicio con excesiva acritud. Al moralista, la amargura no debe servirle más que como un momento dialéctico de su contemplación de los hombres. El juicio, benevolente o no, no es la mejor partida para la captación de lo que hace justicia a los hombres, quienes, por poco meritorios que sean, siempre son algo más de lo que parecen y a veces incluso son mucho menos de lo que parecen.
El verdadero éxtasis del moralista llega cuando su objeto propio, por excelencia, ya no puede ni sabe ni quiere responder de sí mismo: cuando el hombre que le es contemporáneo lo fascina en cuanto una nada que prevalece e insiste en conservarse. Los esfuerzos de conservación de la nulidad ofrecen al punto de vista del moralista todos los encantos de lo tardío, de lo demasiado bien logrado, le muestran a la luz del día esos lados de la felicidad que por fin se acepta a sí misma en lo que es, sin encubrimiento de falsa virtud o falsa modestia.
Cioran ya advertía que los moralistas son los retoños tardíos, tan necesarios como excéntricos, de las culturas aristocráticas demasiado conscientes de sí mismas; los moralistas, en el sentido francés clásico, son el mirador desde el cual se contempla a una humanidad, tan cansada de su propia domesticación, que las fáciles patologías de su aculturación, de su profunda autocolonización mental la llevan a inmoralizarse a sí misma y con ello a sufrir, al otro lado de la exquisitez banal y acomodaticia de los “modos de vida”, una muerte de los afectos que es también la inercia de los resortes de la autoconservación: momento decisivo en el que ya vivimos, en el cual todos los principios, todas las decisiones, todos los actos se vuelven risibles y los hombres están maduros para el cadalso que bien saben merecer. Momento en que la interpretación de la risa de Schopenhauer aplicada a los hombres se vuelve inteligible: “La risa no tiene otra causa que la incongruencia repentinamente percibida entre un concepto y el objeto real que por él es pensado en algún respecto, y es sólo expresión de tal incongruencia”.
Es cierto que nuestras clases asalariadas, sus directivos y administradores, sus tecnócratas y anacrónicos demagogos de medio pelo, en nada pueden compararse a aquellos talentosos participantes en los salones de la nobleza, a aquellos vanos intrigantes de ameno ingenio, entre bufonesco y maquiavélico, pero no obstante nos asemejamos a todos ellos en que también a nosotros nuestros valores, criterios, principios, normas y leyes nos resultan, a pesar nuestro, completamente ridículos y dignos de escarnecimiento y burla.
Cierto inmoralismo actual y su falta de escrúpulos no son el producto de los espíritus grandes sino de los más pequeños: es la forma espuria del plebeyo ¿Qué es lo plebeyo por excelencia? Según Nietzsche, tres rasgos: la incontinencia repugnante, la envidia mezquina, el torpe darse a sí mismo razón (“Más allá del bien y del mal”, 264). Hay que decir que lo plebeyo ha mejorado mucho desde los tiempos en que existía alguna verdadera distinción entre los hombres; cuando, como ahora, no la hay, es más difícil juzgar qué es lo realmente “plebeyo” o “vulgar”, dado que toda la sociedad, sin excepción, lo es. Lo social es lo plebeyo elevado a todo el poder de lo autopersuasivo de un bien común en el que todo se ha menoscabado a mayor gloria del estándar. La gente, para ser lo que es, ya no necesita ni la incontinencia ni la envidia ni el darse a sí misma la razón, cualidades quizás defensivas en un momento en que lo plebeyo estaba mal visto.
Las cosas cambian cuando lo plebeyo como tal, pero otro tipo histórico de lo plebeyo, se ha vuelto dominante y, por consiguiente, no sufre el contraste de otro carácter o modo de ser estimado como superior (no queda ningún espacio para la superioridad no funcional en el orden democrático, que es ante todo un orden social más que político). Desde el momento en que lo plebeyo deja de ser el contraste respecto de otro carácter, deja de ser plebeyo, porque el otro término de la oposición, el que ofrecía resistencia a devenir plebeyo, ha sido eliminado, pero lo plebeyo expurgado de lo superior es lo plebeyo realmente existente. El plebeyismo del presente es la instauración de las condiciones en que lo plebeyo pasa de lo reactivo a lo activo y configurador, pasa de la mala conciencia a ser la buena conciencia universal, pues ya no queda nada con lo que compararse y así su espejo le dice que es el más bello.
No todas las épocas han alcanzado semejante refinamiento en las malas maneras investidas con toda la aureola de lo seductor ni las aspiraciones humanas más pobres han gozado de tanta consideración. Lo incontinente, lo envidioso y lo obcecado del plebeyo del presente constituye el propio modo de organización de la sociedad de consumo y su propio modo de significación: los signos y los deseos confundidos juegan sobre la superficie de nuestras mentes vacías, como las leyes y las normas juegan sobre el aplanamiento de la moral colectiva.
Nuestra conciencia, la que a ciertas horas finge una seriedad a la que ya no tiene derecho, es un relicario de todas las buenas intenciones con que nos han desfigurado como simios de ideales que, al dignificarnos, nos caricaturizaban. Porque, si algún prejuicio le queda al moralista, éste es el de la total falta de sentido de la verdad que caracteriza a los hombres: la convicción fundamental sobre el hecho de que jamás crean en lo que dicen, de que jamás afirmen lo que realmente creen (y ahí, más allá de un desdén engreído de teóricos, lo que hay es una defensa de la autenticidad frente a la mera verdad, autenticidad que no es enemiga de la superficialidad, la apariencia, la ilusión o la mentira: en el fondo, el hombre anhela lo artificial como rodeo o remedio para librarse de sí mismo). No son sólo las justificaciones externas de una conducta, sino las propias acciones y palabras las que resultan ser multicolores, no ya desde el punto de vista de las interpretaciones, sino en sí mismas (su multiplicidad originaria depende exactamente de su falta de unidad originaria).
Con una cierta precaución de honestidad burguesa y protestante que perseguía tenazmente el rastro de la falsedad, allí dondequiera que se manifestase, Hegel advertía sobre los peligros de esa que llamaba la “conciencia hipócrita” que, afirme lo que afirme, siempre se da la razón a sí misma, porque siempre encuentra un motivo para justificar su comportamiento, un motivo, por lo demás, perfectamente intercambiable por otro. La lógica de la subjetividad es ilimitada, en el sentido de que la subjetividad es un poder de la posición, el poder de ponerse a sí misma como lo verdadero y lo absoluto, pero Hegel quiere ponerle puertas al mar: quiere –santa paradoja- poner límites a lo que por definición no puede ponérselos a sí mismo. Permite que el querer quiera y el saber sepa pero sólo hasta cierto punto (es como si el querer quedara un poco retrasado con respecto al saber, de ahí que Nietzsche tenga que asumir como lema que “el querer hace libre”, una vez que el saber ya nos ha hecho “libres”). Hegel es consciente de que una cierta subjetividad convertida en absoluta en el ámbito de lo ético y de lo moral (momento particular en que quizás ya estamos instalados sin saberlo) es realmente también el mal absoluto. Desde entonces hasta aquí, algo de toda esa historia sí que sabemos.
Hoy, con esa misma falta de seriedad acerca de la propia condición moral, lo que es bueno para justificarnos es bueno en sí. La mayor parte se lleva la parte del león, porque realmente se encuentra eximida de una apelación incondicional a aquella justificación cualquiera. Por lo tanto, ahora, un moralista no se encuentra ante el reino de la hipocresía ni de la inmoralidad, fases ya superadas en el proceso contemporáneo del inmoralismo. Ahora, mucho más allá de todas las posiciones anteriores de esta “subjetividad moral absoluta”, vamos hacia el régimen de la pura equivalencia generalizada en el que todo juicio, valoración y acción se han quedado muy por detrás de nuestro estadio de profunda duplicidad, y para el moralista sólo hay muecas de burla y cansancio para enfrentarse a esta vida tan descreída de sí misma.
Para los moralistas, los hombres pueden ser inaprehensibles, o por defecto o por exceso. Cuando todo se equivale, porque nada vale realmente, porque todo vale lo mismo, es decir, nada, los hombres piensan y actúan por defecto, pero por un defecto que abre sobre el exceso mismo. Cuanto más defectivo es el sentido, cuanto más deceptivo es el hombre, tanto más su ser se vuelve excesivo, quizás porque para nuestra subjetividad absoluta (que es también la subjetivación absoluta) la realidad moral es algo despiezado, atomizado e incoherente. Lo excesivo es hoy del orden generalizado de la saturación y la saciedad, por lo que el hombre, respecto de su propio exceso, se vuelve redundante.
En semejante aplanamiento, que en lo exterior refleja la mísera banalidad interior, tuya y mía, pues ya no podemos confrontarnos, sólo nos está permitida una modalidad de comportamiento desdoblada entre lo normativo, que oculta lo patológico, y lo patológico mismo. Lo patológico, la tierra desconocida de las promesas de una liberación fraudulenta cuyos gastos sufraga el propio sistema, es la coartada perfecta, para que tú y yo, conocedores de la ley que respetamos, únicamente para seguir acomodados a esta forma de libertad vacía y abstracta que erosiona nuestros cuerpos y mentes, podamos imaginar entonces otra libertad, ni trascendente ni superior, pero ¿dónde podría encontrarse si todos los desiertos han sido colonizados?
3
Ciudadano de dos mundos, ninguno de los cuales es habitable con exclusión del otro, esquizofrénico arrojado a la penuria de una realidad que alimenta sin saberlo con sus patéticos conceptos, el convaleciente se encuentra enfrentado a la paradoja, es su encarnación viviente: anticipará en la imaginación un estado de salud en el que la aceptación incondicional de la vida no sea impostura, pero también anticipará en la imaginación las delicias secretas de su fin previsto en una enfermedad sin curación.
Vivirá entonces de esta doble anticipación simultánea y la una con la otra formarán su capital simbólico. En realidad, no vivirá de ninguna manera, estará condenado a un aplazamiento de la afirmación y la negación como actos puramente intelectuales, como el suicidio en Cioran es la paradoja de un pensar que sólo cobra fuerza porque puede hacerse cesar a sí mismo a través de la eliminación de su sujeto: “cogito” por autoaniquilación del “sum” y viceversa.
El convaleciente es el que literalmente ha superado el estado en que todavía el suicidio podía entrar en la escena con un tono trágico, desganado o casi burlón. Es decir, es el hombre que viene después de la supresión de la angustia, el hombre pos-comatoso, el que sale a la escena después del “incipit Zarathustra” y de los cánticos celestiales de la “lucha final”. Es el hombre que, al desalienarse en la plenitud de la oferta, se encontró consigo mismo como con el rostro de nadie.
El convaleciente es el que se ha anticipado a la nulidad de todos los fines y el que desprecia la hipocondríaca inconsistencia mundana de todos los medios, ya que la vida no le parece asunto de medios y fines sino juego de signos vacíos que se intercambian según reglas desconocidas de sacrificio y fatalidad.
No será un “hombre religioso” pero concederá que la interpretación religiosa, al menos, tiene la virtud de suprimir los derechos espúreos del “hombre natural”, creando otro hombre artificial a medida de un proyecto divino del mundo. Aquí Nietzsche se equivocó: la sobrehumanidad no está puesta como fin, no es el arco iris para después de la muerte de Dios, pues si hubiera debido existir una sobrehumanidad cualquiera, ya habría existido alguna vez.
No habría que esperar que un vulgar asesino pudiera llegar a algo más que a ser un infrahombre sin remordimientos ni verdaderas esperanzas. El que se libera de lo que sea, sólo lo hace para volverse esclavo abyecto de sí mismo. Todos los “grandes hermanos” lo esperan al recodo de su liberación barata. Es el destinatario ideal para la donación de los órganos de repuesto del “xenocerdo” transgénico o para el trasplante de la cara de los cadáveres.
El convaleciente excluye el punto de vista moral sobre el acontecer pero a la vez lo hace en nombre de una moralidad irreductible y superior: la nostalgia del bien y del mal, la nostalgia de lo verdadero y lo falso. Porque cierta forma imprecisa de nostalgia puede desplegar más poder que el mero lamento del que, obligado a diferenciar, ya no sabe cómo hacerlo y está por ello coaccionado a sostener la impostura del mundo como verdad última.
Así, la debilidad puede ser la base del peor fundamentalismo: el del no-valor sobreimpresionado en una realidad que ya no domina como valor; puede existir de hecho un fundamentalismo que derive del nihilismo, es la falla que atraviesa el proyecto, malogrado en la medida en que demasiado bien logrado, de la Modernidad.
La convalecencia sólo tiene sentido como indiferencia, pero una indiferencia genuina, radical, no una gesticulación bastarda de indiferencia: la verdad de la indiferencia es lo más difícil de lograr, porque en ella reside el “supremo bien”.
La indiferencia radical es la versión secular de la salvación, la liberación y la redención, en un mundo que ha alcanzado sin sospecharlo el grado cero del sentido, si bien el indiferente sólo se purga a sí mismo, no tiene deuda que expiar y, en cuanto a los lazos del yo y el mundo, demasiado nulos son éstos en sí mismos como para además esforzarse en aniquilarlos.
Es lo que podría llamarse una “mística” un tanto banal a medida para el tiempo de la banalidad absoluta del bien y la banalidad absoluta del mal.
Abandonad entonces la crítica, abandonad también toda esperanza. Ateneos al nuevo principio de realidad: aprended a amar la nulidad como cualidad suprema. Sólo a quien sepa mantenerse en la nulidad le será dada la “verdad” de su época: ontología del desaparecer sin resistencia. Si el mundo se adormece, entre las sombras elefantisíacas de su propia insignificancia, ¿para qué permanecer despiertos? Somos los perros vigilantes pero somnolientos a quienes su dueño no podría castigar por su inobservancia. Así pues, durmamos.
No busquéis lo oculto por detrás de la nulidad, porque ella posee una profundidad suficiente por sí misma: cada vez que levantéis una de sus máscaras, otra aparecerá, y así sucesivamente. La nulidad, como la verdad, tiene algo femenino: sólo quiere ser seducida, no que se le demuestre, echándoselo en cara, la impostura de su belleza fingida. Como una mujer, la nulidad no os perdonaría que descubriérais los secretos de su vertiginoso atractivo, pues la pasión, que arroja a la disolución del propio ser, no quiere ser explicada. La nulidad tiene mucho de sirena a cuyos cantos no es posible resistirse por mucho tiempo.
Medir las cosas con su propio rasero es lo más difícil, porque ¿cómo medir con su propio rasero aquello que no puede dar la medida de sí mismo?, ¿cómo hacer justicia a aquello que está más allá de toda justicia?
Lo que está más allá de toda justicia, lo que no se deja medir por ninguna medida es la nulidad, la realización de todas las cosas como nulas.
Lo sorprendente de un mundo “valorizado” hasta el agotamiento de todas las posibilidades es que todo valor puesto como condición de las valoraciones se desenvuelve, apunta y acaba en lo nulo (todo vale algo, todo algo representa un valor, todo valor es intercambiable: lo absoluto es este juego de equivalencias: el mercado y todo lo que él determina es el juego de sombras de este “misterio fascinante”).
La estrategia de anulación recíproca es la más extendida y de ella no surge ningún horizonte de sentido, ninguna correlación de fuerzas, sólo se desencadena una impotencia compartida y consensuada. Somos como amantes envejecidos uno al lado de otro. Compartimos demasiadas miserias y ellas son la última fuente inagotable de nuestros afectos y desafectos. En el seno frío de la nulidad, todo el misterio está en saber, con regocijo secreto indecible, quién desaparecerá primero, como las parejas de ancianos que se observan de reojo para comprobar los primeros síntomas de una prometida enfermedad.
La época, abocada necesariamente a la superación de sí misma, el enano grotesco que se agarra con fuerza a la espalda de Zaratustra, brinca a ciegas entre las oquedades de la profanación que son resultado de su despliegue; pero la época exige por principio ir siempre más adelante, no puede contener su impulso configurador de realidad en tanto este impulso es tan sólo la experimentación de lo humano con su propia deformidad mundana.
La inmanencia que deja la escoria de la Idea es la figura de la nulidad, como el valor es la figura de la autoconservación que cesa de sobrepujarse y, al retraerse sobre lo alcanzado, cae por detrás del horizonte de sentido que en su origen y despliegue había proyectado. Después de la igualdad y la libertad, la seguridad, por supuesto: no hay que dejar que la piara cese de engordar.
Desde hace tiempo todas estas figuras de la borrachera moderna, en la que deliramos imaginando el ser como mera producción humana del ser, se presentan como formas del nihilismo, pero ¿qué aspecto tiene un nihilismo realizado hasta tal punto que resulta irreconocible, pues la vida histórica siempre se escapa a su propio concepto?
La transvaloración recae sobre una humanidad que representa la consunción de todo lo humano, no su nuevo principio de instauración; esa humanidad parasita paroxísticamente en la animalidad sonambúlica de un destino consumado, en ella sólo se prefigura el arco iris, fraude de la fosforescencia, de los camposantos y los osarios de las ideas, las utopías y las humanidades proyectivas, imaginadas por todas las autoconciencias que el siglo XIX con sus metafísicas de la historia (espíritu, producción, voluntad de poder) inventó para reproducir una humanidad que ahora se reproduce sin el horizonte de sentido de la historia. Ambición desgarradora para la que nuestro “sujeto” es impotente. Requiescat in pace.
Leo en una entrevista de Philip Roth a Kundera la breve indicación de una dicotomía que me inquieta y de cuya verdad a un mismo tiempo soy partícipe y no lo soy. El mundo se divide entre quienes plantean preguntas y quienes ofrecen respuestas: las preguntas responden a un espíritu escéptico, las respuestas pertenecen al patrimonio dudoso de un modo de ser fanático y totalitario. Se necesita mucha mala fe para no ser sensible a esta proposición cuando proviene de alguien que ha conocido los extremos y en la fuga ante ellos tampoco le fue dada la reconciliación.
No tomaré esta oposición desde una ilusión ilustrada que contempla con visión demasiado despejada el progreso de la humanidad. La tomaré desde el punto de vista de la angustia universal, largo tiempo dada donde tal ilusión ejerce su dominio: allí donde las preguntas expresan las ansiedades del espíritu libre, o mejor, liberado (que desde otra perspectiva es justamente el espíritu menos liberado que existe: el tipo de humanidad occidental que reproducimos es la prueba), mientras que las respuestas, satisfechas con su propia resolución del “enigma” de la existencia, se complacen con los propios límites que instauran.
Pero hay que saber que con esta proposición inicial, nos dejamos atrapar sin querer en el pensamiento humanista de la subjetividad: sería el hombre quien plantea preguntas y no aquél a quien, a veces desesperadamente, van dirigidas… Esta mera inversión sintáctica del sujeto de la pregunta a objeto de la misma no es ni inocente ni banal: tiene sus implicaciones, que hay que saber tratar.
En fin, todo esto está muy bien para nosotros, es decir, para los que no conocen ninguna vía de escape a una angustia largo tiempo rumiada, en cuya motivación no tiene pequeña parte la experiencia moderna de la Historia, es decir, la encarnación del ser en un tiempo sin absoluto, la experiencia humana más inesencial, que desconoce y odia la quietud de la permanencia inmóvil. Alguien nos enseñó a preguntar por quién pregunta y alguien también nos enseñó a saber qué busca toda pregunta bien planteada.
No se comprueba necesariamente en toda experiencia humana, con la debida universalidad, la categoría ontológica fundamental del “arrojamiento”: sin duda, existir es “ser arrojado” a lo inhóspito, pero debemos aceptar la verdad de este hecho bruto sólo en la medida en que nuestra condición moderna, que es la de la “caída en el tiempo”, se halla situada en este secretamente insoportable “quid pro quo”, deliberadamente aceptado como propiedad humana irreductible a la resolución del enigma de la existencia.
Dicho en otras palabras, la disolución del sentido nos afecta sólo a nosotros en la medida en que hemos sido los seres históricamente determinados que hemos asumido con todas sus consecuencias la inesencialidad, la pérdida de las vías de la salvación, en la medida en que una presuntuosa sinceridad de la pregunta nos ha colocado ante un vacío que previamente habíamos excavado ante nosotros para arrojarnos a él, y para luego lamentarlo y ejercer todo el desconsuelo, la rebeldía y la venganza de que somos todavía capaces.
Pero ninguna de las orientaciones y metas de nuestra acción es responsable de esta condena perpetua al estado del ser que cuestiona su propio ser y en este cuestionamiento halla su sentido pero sólo como ausencia de sentido. Ésa es nuestra experiencia en la forma fatal de un destino que es a su vez el destino de nuestro pensar metafísico, pues ciertamente nuestro modo de ser y nuestra metafísica son lo mismo.
Practiquemos este sadismo con nosotros mismos, seamos generosos, no instituyamos un juez universal a cuya jurisdicción implacable nada escapara: no queramos universalizar esta experiencia, incluso si nuestro dominio metafísico, pero también material, del mundo, nos obliga a hacerlo para condenar a los otros al infierno, de un tiempo acá, acomodaticio, el infierno ya grotesco de nuestra propia angustia “superada”, como se dice del coma superado; no condenemos a los otros a nuestro propio desgarramiento, el de los seres obligados a “pensar contra sí mismos”.