«ECCE LOSER»: INSTRUCCIONES DE USO (1998)

I

Cuando yo era joven 

-aún debo recordarlo- 

en el tiempo en que crece la espuma rabiosa 

al borde de los labios 

y el énfasis es la condición de los jóvenes desesperados, 


sí, en ese tiempo cruel y un poco estúpido, 


conocí en hora mala a una heroína de melodrama egipcio: 

neurótica mistress neocolonial, 

ni siquiera una Margarita Gautier, 

como la puta melancólica de Dumas o Rubén, 

ni una Venus Anadiomena de local oscuro y hediondo, 


sino toda una doncella de Orleans, 

endiosada y mezquina, 

virgen sin pureza, de acento inglés y abulia asiática, 

de lujuria ciega y tristeza enfermiza. 


Mujer en fin a quien todos los buenos ángeles conjurados 

no redimieran de su demonio egolátrico, 

mujer que alimentó mi juvenil amor confundido en autocompasión, 

y si no viriles hazañas como la francesa, 

al menos realizó cópulas con variedad exquisita 

y de su histerismo orgulloso extrajo la piedra preciosa 

de su pasión convencional. 


De su vida beatífica y otoñal 

no quedan vastas hagiografías y moralidades 

en mi ya expurgada memoria, 

ni baladas que cantar, 

sino mediocres hechos amorosos, 

crónicas vulgares de amantes ni Tristán ni Isolda 

con las que decorar de malos versos hiperbólicos poemillas 

-ya sabéis, “voi ch´entrate”- 

con que matar ratos de ocio y de odio, 

poco después de cada aburrida estancia 

en alguna cama nunca bien compartida.



II

Entonces, para qué iba a conservar fotografías 

mal encuadradas hechas con cámara de turista 

embrutecido por soles extranjeros, 

para qué iba a distribuirlas por estaciones y años, 

según un orden de afectos en apariencia espontáneo, 


si aquella vida -mi divino tesoro desvalijado- 

nunca fue la vida nueva de mi peculiar erotología, 

y mi Beatriz de alquimia pseudorromántica 

no era más que la venganza de la verdad contra la ilusión. 


Pero la recuerdo desconocida siempre, 

como una esencia femenina hecha de perfume, 

cuando en los jardines a la hora crepuscular 

se funden todos los aromas 

y el oro viejo es el mismo de los poemas de Juan Ramón, 

los que me acompañaron aquel agosto ingrato: 

a los veinticinco años en Stradford-on-Avon 

visitando la casa natal de Shakespeare 

(o su reconstrucción, para ser exactos), 

envuelta en su viejo abrigo de lana inglesa; 

a los veintitrés frente a la costa de Chipre 

con su maldita sonrisa árabe 

y su vestido floreado de verano, 

tan vitalista, tan impostora 

como el canto de las sirenas en aquel mismo mar, 

Circe aventajada que inventa sus propios cerdos...; 

a los veintisiete en un parque en Londres rodeada de palomas, 

sorprendidas por el zoom en su vuelo, 

bajo el cielo invernal de una realidad revisada 

por los colores de exposición de la película japonesa. 


Y todo eso, azar y probabilidad, 

debió desembocar al fin allá, 

en la ciudad de mis soledades universitarias, 

escenas demasiado repetidas para ser verdaderas, 

crepúsculos en miradores aún no declarados 

vanos signos de la belleza normativa 

en las ciudades de escala para el destino a la costa-, 


pero, para nosotros, crepúsculos de festividad casi sagrada, 

ritos solemnes de casi enamorados 

tras el debate perpetuo del alma y del cuerpo, 

esos dobles nuestros, esos vampiros yacentes, 

cuando estar vacío de sangre y semen 

era estar insaciado de la luz que nunca atrapé 

sino entre las sombras perplejas 

bajo los techos opresivos de las tardes y las noches, 

destejidas y vueltas a tejer en tramas 

cada vez más oscuras de sexo, angustia y alquimia. 


Y eso fue amar, 

algo que muy pronto se convirtió 

en el hábito y la mansedumbre

de las sopas recién calentadas durante los resfriados compartidos 

o la mala hierba indesarraigable del desamor.


MÁLAGA-SANTISTEBAN, verano de 1998

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