1
La esencia de la política es la maniobra, es decir, el «artificio y manejo con que alguien interviene en un negocio». Tiene un sentido normalmente peyorativo. Pero el indicio de la mayor corrupción en una forma de funcionamiento del poder es precisamente el hecho de que de la política sólo quede su mero andamiaje, sin obra que ejecutar, su puro maquillaje, ocultador de todas las deformidades: la maniobra misma como único horizonte, banal resultado de un agotamiento o ausencia de obra y secreto de su operación.
La tesis se refiere al equilibrio de fuerzas según el principio de equivalencia y de acción-reacción. El bloque de poder de la clase dominante en el Régimen español hoy vigente está constituido por dos fuerzas que actúan a la vez conjunta y diferenciadamente (las grandes burguesías regionales de Madrid y Barcelona y sus áreas metropolitanas de influencia). Todos los aparentes conflictos, tensiones y luchas derivan de la puesta en movimiento de las influencias, mediáticas, políticas, culturales y académicas en vista de unos propósitos, a la vez puramente coyunturales pero también planeados a largo plazo.
En medio de la banalidad ambiental de la trifulca partidista, tapadera vulgar del conflicto, se juega en realidad muy fuerte, con pujas y sobrepujas alternantes, en función de unos intereses que tensan las relaciones dentro del bloque de poder, pero sin llegar nunca a romperlas del todo.
Ni los March, ni los Botín, ni los Entrecanales, ni los del Pino, ni los Escarrer, ni los Daurella, ni los Godia, ni los Grifols, ni los Carulla, ni las Koplowitz, ni los Lara, ni algunas decenas más de estas ilustres familias de la gran burguesía española contratarían los servicios del lumpemproletariado político que ocupa el Estado español para la gestión de sus considerables inversiones, patrimonios, propiedades y capitales privados.
Pero el hecho innegable es que sí contratan a los asalariados de los partidos del Estado («la élite política en el poder», es decir, el Estado español, controlado alternativamente por un lumpenproletariat político de ínfimo nivel) para que les gestionen los sucios asuntos públicos de que dependen, en gran medida, sus bien merecidas preeminencias económicas.
2
Adherirse, fijarse, inmovilizarse en la realidad política española es un empequeñecerse, un menguarse, un limitarse a la reproducción de esa misma realidad, carente de sentido, incluso para los mismos figurantes y comparsas que se aprovechan de ella como parásitos de un organismo. Una sociedad tan dichosamente desestructurada que puede soportar imperturbable la implosión, a cámara lenta y todos los días renovada de todas sus instituciones, es un caso histórico digno de consideración, aunque no dispongamos de categorías analógicas para comprenderlo. En nuestro caso, no es la corrupción generalizada de los poderes públicos hasta límites insensatos lo que nos protege de algo peor, es esa misma corrupción la que por sí misma, como la única realidad eminente, engendra la supervivencia de todo un orden social que se reproduce en tanto que se parasita a sí mismo, y no otra cosa significa la escalada de la deuda española, tanto pública como privada, tanto externa como interna (?), perfectamente orquestada como última estrategia de gobierno de una sociedad mayoritariamente convertida en improductiva.
3
A la luz de ciertos fenómenos propios de los sistemas autorreferenciales cerrados puede entenderse la escena política española. Fenómenos generalizados de endogamia, incesto, promiscuidad y canibalización en las instituciones públicas, convertidas en máquinas autorreferenciales, autistas, desconectadas de todo principio de realidad, implosionando y derrumbándose bajo su propio peso de inercia. Hemofilia general de los partidos. Y todo este proceso se desarrolla sin consecuencias aparentes, sin estrategia ni ideología, en su forma bruta, pues se produce dentro de una burbuja de cristal que separa las grotescas peripecias de la política del espacio abierto, con el que sólo tiene un contacto lejano visualizable en las pantallas de control de los sondeos y las elecciones, que a su vez transmiten la imagen distorsionada de una realidad doblada y evanescente, sin más efecto que el aplazamiento de la resolución. Lo que todos temen es el recurso a la necesidad de la violencia como único medio para dar espacio de juego a la resolución.
4
La política española es como si las sociedades de libre pensamiento, entre las cuales se gestó la posteriormente mitificada «Revolución francesa», hubieran publicado muchos años antes de su ejecución el programa finalmente jacobino de 1793-1794 con la aprobación expresa de los futuros guillotinados, masacrados, ahogados y fusilados. Si se entiende la analogía, se entenderán también muchas otras cosas más que sorprendentes, aberrantes, de la política española. No hace falta la efusión de sangre, la anarquía de los poderes constituidos también hace su trabajo y opera sobre el espíritu aún más concienzudamente que el terror. La clase política española vive del miedo tanto como de lo que se afana en sustraer de los fondos públicos a través de contratos fraudulentos y comisiones ilícitas. Pero se necesita una tramoya, un decorado, unos actores y un libreto. Tan sólo eso es lo que llamamos, por falta de concepto y nombre, «política» en la España actual. Marx: el ejercicio en acto en el Estado (clase dirigente, clase política en Mosca) de la dominación de clase (burguesía). Schmitt: los poderes indirectos (poder social, burguesía) se abrogan el poder político (el Estado). Trevijano: el poder real de la ley (los partidos en cuanto sujetos soberanos) es constituido por la potencia (la fuerza efectiva de los poderes que no están sujetos a normación y fungen como agentes extra-constitucionales en la dialéctica del consenso prebendario: la voluntad de los jefes de partido). Grandes acontecimientos aparentes sin consecuencias. Enormidades de discurso verbal sin actos reales. Una impresión general de complot, de conspiración, de decisiones y medidas preparadas de antemano. Un flotar en la incertidumbre de la más flagrante ilegalidad. Un avanzar lentamente hacia un horizonte ya planeado, o improvisado: el resultado es siempre el mismo. Un vivir al día convertido en rutina de gobierno. Un cíclico poner en evidencia lo ya conocido. Todos los resortes del poder puestos al desnudo. La corrupción organizada mostrándose a la luz del día. Las facciones políticas, solapadas, entremezcladas, todas confundidas en un mismo encadenamiento de intereses inconfesables, pero cuya apuesta es perfectamente descrita con la publicidad con que se guarda un secreto a voces: legislado, normalizado.
5
La sociología política de la organización, inaugurada empíricamente por la obra de Moisey Ostrogorski; la explicación sobre la oligarquía de la dirección de partido de Robert Michels; la descripción del proceso revolucionario francés promovido por las sociedades de pensamiento antes y durante la Revolución francesa de Augustin Cochin en sus ensayos publicados póstumamente, tesis todas ellas enunciadas en el período de eclosión de las ciencias sociales y políticas que precede a la Primera Guerra Mundial, revelan el hecho de que, unánimemente y cualesquiera que sean las circunstancias, los sujetos o las ideologías, el grupo social que se instala en la dirección de una organización o de un Estado lo utiliza en exclusiva para sus fines particulares, cualesquiera que éstos sean, declarados o no. Existen principios, reglas y procedimientos de control interno de la organización que luego se trasladan sin modificación a la esfera pública. La consecuencia es siempre el relato de una mentira que se amplifica a sí misma por repetición para legitimar la posición del grupo dirigente. El poder es, en tanto que circula socialmente, mimetización de conductas e ideas. El pensamiento socializado por una maquinación política de la dominación se convierte en el principio de realidad. Si a esta investigación se añade la tesis de Gaetano Mosca sobre la formación de la clase política profesional en el parlamentarismo clásico y la visión en gran estilo de Pareto sobre la circulación de las élites sociales dentro de la misma clase dominante, corroborada por Wright Mills para Estados Unidos tras la segunda guerra mundial, se obtiene una visión de conjunto de los materiales teóricos con la que uno puede empezar a trabajar para comprender la extravagante, anómala y deforme situación política española durante el periodo de dominación incontestada del Régimen del 78 hasta el día de hoy mismo.
6
Se dice con asombro que en España no hay sociedad civil. En realidad, se quiere decir que no hay sociedad política. Pero se calla que no hay sociedad civil ni sociedad política porque todo ámbito y campo de acción están ocupados y desempeñados por la sociedad estatal. La sociedad civil no emerge a la superficie de una sociedad política porque el sistema de mediación que las podría conectar no existe instituido como tal función de mediación: el sistema de representación política. Cómo sucede esto, sin embargo, casi nadie se lo pregunta, suponiendo que hayamos llegado hasta aquí.
Si los órganos de la representación que ocupan la sociedad política son órganos del propio Estado que los financia y su personal es cooptado dentro de esos órganos estatales que son los partidos políticos, entonces se sigue con necesidad lógica y práctica que no es posible concebir ninguna sociedad política mediadora entre la sociedad civil y el Estado. Desde el momento en que el partido político pertenece al Estado y es parte y facción de él, la colisión y colusión de intereses, ideologías y valores es total. Los partidos, constituidos en oligarquía dentro del Estado, pasan a convertirse directamente en sociedad política excluyente y sociedad civil jibarizada.
No hay nada más que Estado, fusión de una clase burocrática profesional y una clase política estatal puramente prebendaria que ejerce todas las funciones directivas en el Estado, en los centros de representación y se constituye además en clase dominante en la propia sociedad civil, al controlar y obturar todas las vías del ascenso social según su principio inmanente y autorreproductivo de la cooptación, que pasa entonces a convertirse en el fundamento mismo de todo el orden social: de ahí la corrupción generalizada.
7
Oligarquía de Estado significa colusión de poderes dentro del Estado. No hay descripción posible de esta situación: transgrede todo lo conocido en la Historia política moderna. Tiranías clásicas, dictaduras revolucionarias o contrarrevolucionarias, despotismos antiguos, etc se pueden concebir, se pueden analizar. Son figuras históricas de dominación personal, carismática, sacralizante o tradicional, según la tipología weberiana. Hay alguna forma de personalización del poder en la cumbre y por ello mismo la esperanza secreta de su destrucción a través de la muerte biológica de su detentador. Todo el poder emana de una sola fuente y a ella retorna. Pero lo que una Oligarquía, perfectamente organizada dentro del Estado como clase, como cuerpo, como coalición consensuada de partidos políticos prebendarios pueda llegar a ser, eso es una experiencia histórica iniciática que a nosotros los españoles nos corresponde concebir y pensar. Sus efectos están a la vista de todos, pero no son comprendidos.
Cuando los comisionistas ejercen de estadistas, se crea una gran confusión de valores y la sociedad que rigen tales individuos, si alcanza la dimensión de toda una clase dirigente, se vuelve licuefacta, se disuelve, luego se evapora y al final sólo quedan los posos. De ahí la situación actual de la escena pública española. Aguachirle o achicoria tras un proceso de filtrado secular. La sociología paretiana lo advierte con el avieso título de «cementerio de las élites».
El flujo perpetuo de la corrupción, en una Oligarquía de partidos estatales, se desliza de arriba hacia abajo, literalmente chorrea en todas direcciones en corriente incontenible. Por eso, el juego trivial de las imputaciones judiciales por toda clase de delitos y transgresiones se dirige a peones y subalternos de niveles intermedios en la nomenclatura: son un dique contra la inundación. Existe la seguridad y la certeza de que jamás tales individuos, tan desvalidos de capacidad como podridos de servilismo, situarán las figuras delictivas de que se les acusa en niveles superiores de mando. En tal Régimen español, nadie es culpable, porque nadie es responsable. Y los oligarcas de cada partido estatal no se equivocan. Acusar a uno solo de ellos ante un tribunal con pruebas fehacientes significaría la caída simultánea de todos ellos, pues las prácticas de poder son las mismas en todos los cuerpos organizados que ocupan todos los poderes del Estado. Y el Régimen español no es más que eso: la coalición secreta de todas las voluntades de los oligarcas de partido, a su vez y en gran medida meros figurantes de «atrezzo» para las potencias calculadoras de la dominación real.
8
En efecto, hay un conflicto político entre «España» y «Cataluña». Es decir, hay un conflicto interno en la oligarquía española. Es decir, hay un conflicto dentro del bloque de poder oligárquico que controla el Estado español. Es decir, hay una lucha de facciones partidistas dentro del grupo dirigente que controla el Estado español. Es decir, hay una lucha de intereses económicos dentro de la gran burguesía que controla las facciones partidistas. Es decir, el Estado español controlado por el gran capital español está enfrentado consigo mismo. Extraña paradoja.
Entonces, la llamada «Nación» no juega aquí ningún papel, salvo el de convidado de piedra sociológico-estadístico, plebe frumentaria, claque electoral o clientela subalterna, convocada a plebiscitos irrisorios para aclamar a la facción coyunturalmente dominante por breve instante. De modo que toda apelación a esa muy subjetiva «Nación» dentro de un juego de poder así definido no es más que ideología trivializada de la que nada puede extraerse, salvo soflamas retóricas para uso de pobrecitos habladores y otras almas nobles enfermas de ecolalia y anacronismo.
No obstante, la tentativa de secesión territorial del otoño de 2017 en Cataluña, hecho determinante del presente político, malestar impensado, inasimilado y ofuscante, se salda con la toma directa del poder del Estado español por parte de las fuerzas políticas que representan los intereses de la gran burguesía catalana. El independentismo era tan sólo el ariete, frágil y cambiante, de un frente de ataque mucho más estratégico y de largo alcance.
Extraña paradoja, sólo en apariencia. Porque se trata de la deconstrucción interna de un bloque de poder, que en sus grandes rasgos ha sido el dominante durante estas últimas décadas. Una fracción de la clase dominante es la que organiza a las otras fracciones y las somete a sus propios intereses. La esfera pública aparente apenas si reproduce estas luchas por la hegemonía dentro del Estado español. La lucha por la soberanía estatal, es decir, por el control de todos los órganos y aparatos del Estado español, es la condición previa a la obtención de la declaración, fáctica o formal, de la soberanía territorial de una parte de ese mismo Estado, tras el fracaso de la unilateralidad. El proceso, en este sentido, se encuentra ya muy avanzado. Porque, virtualmente, ese Estado español es ya una cáscara vacía que puede ocupar cualquiera. Que ese Estado terminal -por indeterminación misma de su concepto- se vuelva más coactivo, más arbitrario, más corrupto se debe a su extrema debilidad, no a una renovada fortaleza, de la que carece. Si, además, la conciencia difusa de su ilegitimidad se hace cada vez más patente en todas partes, entonces sólo cabe esperar, en el entreacto final, un incremento irrefrenable de las condiciones iniciales de ilegitimidad: una irracionalidad tan contradictoria que se vuelve cómica por autoparódica no es una experiencia inédita en la Historia.