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Indefinición de concepto y oportunismo amoral
Definirse frente a alguien implica invertir las posiciones de alguien. Siempre me ha llamado la atención la incapacidad del “pensamiento derechista” setentayochista español para definirse a sí mismo sobre la base de su propia “esencia”. Ocurre que cuando no se dispone de “fundamento”, uno sólo puede agarrarse a las barbas del adversario para no sentir el vértigo del precipicio. Por lo demás, si el adversario (“el progresismo”) porta en su ser la caricatura de sí mismo, entonces se reduplica la definición de una inesencia: lo que se critica es tan inane como uno mismo.
En la España del Régimen del 78, la derecha sociológica se quedó huérfana de esencia, fundamento y verdad propias, condición que la derecha intelectual no ha conseguido tampoco superar, cuando la santificación del individualismo metodológico abstracto corre pareja del muy concreto atraco al bolsillo de los ya casi menesterosos españolejos, una especie de hombres socializados a los que la Historia contemporánea ha mineralizado hasta convertirlos en la estatua de sal que vemos hoy entre el paisanaje.
La derecha política de origen franquista pagó el precio de querer vivir los nuevos tiempos “democráticos” compartiendo las migajas de la estatalidad residual con “los heroicos combatientes del antifranquismo”: perplejidad cuando Fraga, Areilza y compañía fundan “El País”, y luego viene el tono del lamento, que ya dura más de 40 años, sobre no bien resueltos “complejos” edípicos y extrañas doctrinas sobre la hegemonía cultural de una «izquierda» inexistente en lo social que es la más perfecta encarnación de los intereses del capital financiero internacional.
La tarea imposible de matar la memoria de Franco, es decir, la figura simbólica del “Estado nacional”, y acostarse en la cama del difunto con los voluptuosos Carrillo y González (y da igual que hoy se llamen Sánchez, Iglesias, Errejón, Abascal, Casado o Rivera, todos perfectamente intercambiables en cuanto concubinas estériles de un Leviatán impotente) exigía unas tragaderas que sólo las personas de sólida educación católica, de colegio de pago, incluso jesuítico, podían tolerar.
El Estado de Partidos bien vale una misa, un aborto, un divorcio y el impuesto sobre la renta de las personas físicas. Lo que viene a continuación es la consecuencia de una estrategia de socavamiento del orden social, cualquiera que sea el sujeto político formal que la protagonice. Tecnócratas e ideólogos, “utopistas” y pragmáticos, reformistas y oportunistas no designan más que los campos de juego en los que se despliega la acción de las facciones del bloque oligárquico que controla un Estado ya casi vaciado de contenido político.
Así que, si en la derecha intelectual y mediática se quiere hacer crítica del “progresismo”, en el preciso sentido de una neocivilización bastarda adaptada al gusto del consumidor español, depauperado y desnacionalizado, las buenas intenciones llegan demasiado tarde. Porque quienes llevaron a cabo la inmoralización originaria de la sociedad española, su vaciamiento interior, la profundización de su dependencia exterior, su despojamiento de toda referencia fuerte anclada en un mínimo criterio de valor no son los que uno cree sino los “modernizadores” reaccionarios que determinaron el curso del acontecer a través del consenso, la “reconciliación nacional”, la Constitución del 78, el Estado autonómico, la Monarquía, el inmoderado bienestar presupuestario de la innumerable clase prebendaria, en fin, todo eso que hoy resulta tan anacrónico, risible y digno de una piadosa despedida, sobre todo cuando se ofrece a la vista a través de preciosistas contiendas retóricas entre los viejos combatientes de todas las causas perdidas.
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Exorcismos rituales e impotencia efectiva
Todo el discurso político residual de la derecha española (virtualmente, «madrileña»), promovido desde diferentes instancias mediáticas y editoriales, es un dispositivo autoexculpatorio en relación con el impacto traumático de los acontecimientos que tuvieron lugar en Cataluña durante septiembre y octubre de 2017, con motivo de la declaración de independencia y el referéndum de secesión.
La autoexculpación, como acto de negación de la realidad y método intelectual de exorcismo mágico de la posesión diabólica, remite a la producción de la imagen de la Anti-España, como si lo demasiado dolorosamente real del devenir conflictual de lo político pudiera ser encapsulado en los viejos odres podridos de una propaganda fundada facticiamente en la retroyección histórica que tematiza al eterno enemigo como una entidad externa a la comunidad política, sea cual sea su realidad como tal enemigo.
Esta recreación fantástica de una dialéctica anacrónica es la tendencia ideológica más característica de la derecha española, hasta el punto de haber llegado a constituir su pura idiosincrasia como forma de concebir ideológicamente su propia razón de ser. Porque a mayor frustración, mayor necesidad de autoengaño y, en el fondo, autoconmiseracion, terapia moral de la que toda sociedad de origen católico-romano hace uso inmoderado. El discurso autoexculpatorio procede por inversiones acríticas, carentes de conciencia de sí mismo, en cuanto mera imagen invertida de lo criticado.
3
Liberalismo en falsete como conciencia de clase
Siendo la más antigua, progenitora y matriz de las demás ideologías, por inversión o contradicción de sus mismos principios, es coherente con el estado de cosas que el liberalismo sea también la primera ideología moderna que haya pasado al museo, esto es, se haya convertido en el objeto de un culto perverso, fetichista, propio de la neurosis obsesiva del coleccionista.
Más que en las ideologías «obreras» de los intelectuales (socialismo y comunismo), el liberalismo, en sus mejores exponentes, desde fecha muy temprana, ya en el periodo de entreguerras europeas, se había dedicado a la memoria conmemorativa de sus logros y se había colocado a la defensiva en un mundo que ya no le pertenecía ni expresaba sus viejos ideales, de repente periclitados a fuerza de realización.
Hoy es la primera ideología de simulación en toda la extensión de sus variantes, en lo económico y en lo político, a despecho de sus recuerdos apenas fieles al origen histórico real. Dos ejemplos valdrían para mostrar que el liberalismo era ya en todas partes en el periodo de entreguerras una ideología puramente arqueológica y museística.
«Historia de Europa en el siglo XIX» de Benedetto Croce, obra publicada en 1933, año del acceso de Hitler al poder, cuando Croce lleva ya ocho años retirado de la vida política a causa de su oposición al fascismo. El primer capítulo, «La religión de la libertad», ya revela que se trata aquí de una elegía sentimental o canto del cisne que enaltece la bella época clásica del liberalismo europeo continental. Hegelianamente, el espíritu se reencuentra, se conoce, se quiere a sí mismo como «libertad» absoluta e infinita y busca los medios para realizarse y volverse eficiente y actual en todos los órdenes y ámbitos de la práctica mundana.
Como ya manifiesta en el campo económico «La tradición liberal» de Ludwig von Mises, en 1927, la época clásica del liberalismo se bate en una nostálgica retirada, no sin rememorar los viejos éxitos de un mundo en trance de desaparición. Entre la revolución bolchevique, el fascio de Mussolini triunfante y antes de que se publicase el «opus magnum» de Lord Keynes, sangre electrizada de Saint Simon y obras públicas, planes quinquenales y macroeconomía, la biblia estatal de la muerte a crédito del viejo capitalismo individualista y la inflación como eutanasia del rentista, los liberales póstumos evocan la grandeza de su linaje, ahora convertido en minoría elitista de reaccionarios utópicos, adversarios de la fase oligopolista y enemigos declarados de las formaciones políticas que a ellas corresponden.
En ambos textos liberales parece que el intelectual mira al pasado para rehuir la mirada ante un presente inhóspito, que es, no obstante, consecuencia directa del éxito excesivo, o del fracaso relativo, según se quiera ver, de todo el proceso anterior.
Canciones de cuna en la noche profunda, como en el impostado y esperpéntico liberalismo español bajo el Régimen del 78, placebo curandero hoy triunfante entre los enfants terribles de la burguesía madrileña, todos unidos para cantar ensalmos e insuflarse ánimo en la oscuridad y evitar que el llanto de los recién nacidos, hoy «millenials» nativos digitales, sin libertad política, desaprendida con el regusto amargo de la leche materna, inunde el mundo de las libertades «reales», aseguradas contra la muy pícara adversidad de la fortuna.
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Historia para uso de idiotas
Sentirse orgulloso de su propio país, de su Historia, es la declaración habitual de una derecha fantoche: el colmo del parasitismo y el patetismo morales. Valor acumulado convertido en capital simbólico atribuido y retribuido. Pero atribuirse las virtudes de los muertos para convertirlas en combustible simbólico que alimenta la corrupción moral del presente es la expresión de toda la inanidad y de la impostura de una conciencia turbia. En el contexto español, en una coyuntura en la que el pasado inmediato se ha embrollado hasta volverse incomprensible, la buena voluntad y la buena conciencia de estos patriotas extemporáneos sólo puede jugar a favor del olvido, por más que haga protestas de lo contrario. Es, entre otros, el problema de un conservadurismo que ya no tiene nada que conservar, salvo el acto maquinal mismo de la demostración de su pose conservacionista. Doblemente ridículo, por tanto.
¿Qué ha debido suceder en los últimos años para que caigan sobre nuestras desprotegidas cabezas estos pedruscos de granizo historiográfico sobre leyendas negras e hispanofobias crepusculares? ¿No ha sido suficiente la mentira institucional de los telediarios y las universidades para vegetar en los verdes prados donde se rumia el bienestar privado, la prosperidad pública y la «reconciliación nacional»? ¿Era necesario exhibir el músculo de poderosas visiones históricas para sostener la lucha por la «hegemonía cultural» entre las facciones de la oligarquía de Estado, ahora que se está desangrando a sí misma por un exceso de desprecio no disimulado a sus súbditos? ¿Por qué el terreno de juego, previamente delimitado, es siempre una imagen de un pasado remoto? Peor aún, ¿nos queda algún sentido de la realidad para poder asumir alguna verdad no corrompida por el espíritu de facción?
Dado que ya no se puede jugar en el terreno religioso del anticlericalismo y la discusión sobre la forma de Estado y su organización territorial es lo que hay que mantener silenciado, porque cosas así ya no mueven a las masas, cuyo apetito se ha saciado de «libertades formales», al parecer la jugada académica, mucho más inofensiva e inocua, consiste en entretener al personal más ilustrado, conmovido por luctuosos, aunque todavía no sangrientos, acontecimientos que cuestionan la coherencia del tautológico «ser nacional».
La dominación de las facciones dueñas del taller de desguace (el desguace que fue operado sobre el «Estado nacional» del franquismo, para que los nuevos Thermidorianos lograran calmar las comprensibles ansiedades sobre su futuro con el cambio de régimen y legitimidad) ha obtenido sus mejores resultados precisamente ahora, cuando incluso la historia remota de España se convierte en objeto de un nuevo culto perverso que invierte y revierte sobre sí la visión catalanista de una Historia contemporánea y un Estado nacional «fallidos».
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Reaccionarismo posmoderno y evasión de la realidad
Soros, las guerras culturales de género, el cambio climático y su negación, la memoria histórica y su revisión, la hispanofobia y el discurso antifóbico y exorcizante, la leyenda negra y su contraleyenda blanqueada, la agenda globalista y el identitarismo soberanista… La tematización reaccionaria posmoderna de lo posmodeno (derecha) frente al utopismo regresivo (izquierda) no es una negación dialéctica en forma de una proposición superadora, ni expone una inversión creadora de un nuevo orden de valoración.
No hay fundamentos históricos reales para tanto abundar en alguna promesa de sentido. Simplemente, el trasfondo de la lucha imaginaria de lo imaginario es impotencia de concepto y ceguera de horizonte de proyección histórica. El pasado se recrea para huir de un presente indomeñable por la voluntad de sentido proyectado hacia el futuro.
Se llega a la visión conspirativa de las relaciones políticas reales cuando los intereses y la conciencia entran en conflicto. Ahora bien, dado que hoy ya no hay sujetos de intereses ni sujetos de conciencia histórica, lo que queda como campo de lucha es el territorio de lo innominado y lo indeterminado en la forma de la clase ausente, el sexo fantaseado o la raza inerte, por definición, categorías apolíticas.
Un bloque oligárquico de poder de clase estatal se quiebra en dos mitades antagonistas que reclaman para sí la legitimidad, con objeto de seguir ejerciendo el poder con exclusión del conmilitón, carga pesada en el reparto del dividendo conjunto, público o privado. La simulación de tales conflictos, cualesquiera que sean, se encubre a sí misma, porque la verdad resulta insoportable. El subterfugio de las referencias cruzadas y analógicas, profundamente ahistóricas y por tanto anacrónicas, lo explican todo, justamente porque no explican nada.
El mecanismo de la impostura ideológica surge para que lo inasumible e inadmisible de un fracaso en la práctica política de la conquista del poder en la lucha de facciones estatales se vuelva, como tal fracaso, al menos, sobrellevable y, sobre todo, comunicable, exotéricamente, para comprensión de los súbditos votantes, aquellos convocados solamente para dar testimonio de su inexistencia como fuerza social capaz de producir acción política por sí misma.