I
Elegía fúnebre al Rey burgués
Responsable máximo de haber instalado una exuberante y ramificada oligarquía de partidos en el corazón del Estado español, aniquilando de antemano toda posibilidad de libertad política para la sociedad civil, Juan Carlos de Borbón ha sido y es, además, el puro exponente que amalgama en su persona y en su vida la ejemplificación práctica de la escala de valores, el «modus vivendi» y el «ethos» social de la gran burguesía española en su aventurera fase concentracionista y transnacionalizada, cobertura y ornamento de la clase rentista de oportunistas y herederos legales de grandes fortunas que, en estrecha alianza de intereses, a través de los partidos políticos, convertidos en órganos del Estado que alimentan mediante la corrupción sistemática una inmensa clase prebendaria, ha parasitado y parasita impunemente el Estado español.
Su constatada irresponsabilidad en el ejercicio del mando heredado actuó como conmutador institucional que hizo pasar incólume a la clase dominante del franquismo, en las condiciones de su poder social y su patrimonio, de una dictadura, institucionalizada en escuetas leyes fundamentales de estilo burocrático-militar, consecuencia de una guerra civil, a la nueva forma de dominación de clase, apenas sofisticada pero muy mejorada en sus técnicas de propaganda, ejercida obscenamente mediante el expediente constitucional y europeamente homologado de una oligarquía estatal de partidos, un paso (la tan afamada «Transición») que se efectuó con la misma celeridad con que un sacerdote católico, funcionario de la Gracia, absuelve los pecados menudos pero inmundos de un feligrés indolente. Quizás por eso se habla tanto, casi religiosamente, de «reconciliación nacional» como gran logro histórico del Monarca, pues atolondradamente, en su idiocia profunda, operó nada menos que el perdón y la absolución de los «pecados políticos» de toda una clase dirigente que sirvió a la dictadura y fue la protagonista del cambio de régimen.
Si en lo individual de un ejemplar, como singularidad viva y modelo de conducta, somos capaces de observar experimentalmente la totalidad de una época, entonces el monarca español se convierte en un síntoma de una realidad que él expresa y lo supera, pero lo convierte en arquetipo.
Desarraigo existencial de su personalidad biográfica; desvinculación de toda tradición de legitimación histórica; ruptura de todo lazo familiar o amistoso basado en los puros afectos; aislamiento profundo de una vida clausurada sobre sí misma y el ejercicio fatal de sus pasiones liberadas al arbitrio del poder sin control; ausencia de toda percepción realista de su condición, etc, son todas ellas notas que caracterizan a un hombre que es por esto mismo la simbolización más expresiva y llena de significado de la España real del último medio siglo: inconsciencia del origen, indiferencia hacia el porvenir.
El monarca español bajo el Estado de Partidos, del que ha ejercido la Jefatura mucho más pragmática que decorativamente, se ha comportado como sus ancestros en el ámbito privado, porque podía hacerlo y la legalidad y el proceso político vigente le permitían encubrir sus actos delictivos.
El aristocrático monarca absoluto, y su descendiente parlamentario burgués, por extensión de concepto y figura, por puro mimetismo formal, ya no ejerce su arbitrariedad sobre la esfera pública («solutus ab legibus», liberado de toda costumbre y toda ley en el sentido de lo consuetudinario: la costumbre común ya no es normativa para su conducta privada ni para su decisión política) sino que, autoenajenado de ella, se expresa como único sujeto libre en un contexto social de limitación legal, él es el único que no puede ser súbdito, y a través de la libre manifestación de sus manías y gustos caprichosos, sus juicios atrabiliarios, sus ensoñaciones neuróticas, su libido en acto o su codicia ciega y compulsiva, ejerce su exclusivo derecho a la excepción: forma pobre y grosera de una soberanía impotente.
Cabeza visible del cuerpo místico de los elegidos, los grandes rentistas de la Marca España, constituida en clase dominante, banqueros, negociantes y oligopolistas de contratas y otros traficantes de influencias, era también la base del trípode necesario sobre la que se sostenía el privilegio jurídico formal de la innumerable clase política prebendaria, clase de hombres nuevos que se adueñó del Estado español en virtud de la propia renuncia del Monarca al ejercicio del poder del que era depositario legal pero ilegítimo.
El inviolable de iure hacía inviolables e injuzgables de facto a todos esos personajes trapaceros, arribistas y advenedizos de alquiler que, arrieros de las mulas asalariadas de la carga fiscal, dirigían por usurpación los destinos de una Nación, ciega y sorda, apaleada y cornuda, que nunca quiso ni pudo ejercer la libertad política, adoctrinada en el miedo a sí misma como fuerza y potencia históricas.
II
Pedro Sánchez, o la Historia como fatalidad y expiación
Un Estado que se niega a sí mismo. Se pone en el tablero de las casas de apuestas. Se deconstruye territorialmente. Busca como un ciego su origen histórico. No sabe de dónde procede su legitimidad. Inventa legalidades alternativas para encubrir su falta de legitimidad. Húmeda esponja que absorbe toda la suciedad que se le adhiere. Pero llega un momento en que la inmundicia se acumula tanto que la esponja, a fuerza de absorber suciedad, ya no limpia sino que lo empuerca todo un poco más. Cualquier rastacuero puede manejar semejante instrumento de poder: las manchas son tan numerosas, se han superpuesto tantas capas de mugre que ya ni se advierten en los elegantes trajes a medida de los bienquistos mozalbetes encargados por la banca de inversión mundial y los fondos internacionales de gestionarles sus asuntos.
La esponja en forma de rastacuero es Pedro Sánchez.
Medida por medida, cada hombre llega bien maduro a su tiempo. Por eso, nadie le hace justicia a Pedro Sánchez en cuanto individuo histórico. Todo lo que se dice de él es banal, insulso, va contra lo intuitivo de la situación. No se percibe su grandeza relativa al momento (arbitrariedad de la suerte), su carácter extraordinario, perfectamente adaptado a la ocasión (oportunismo), su ejemplaridad invertida como hombre de Estado bajo las muy exclusivas y elusivas circunstancias españolas actuales (amoralidad cínica inconsciente): las de un Estado en desintegración avanzada. Adolfo Suárez, el (des)fundador, que reunía las mismas circunstancias y se aprovechaba de similares cualificaciones, no lo habría hecho mejor en su lugar.
¿Quién podría asumir el poder en una coyuntura semejante tras la tentativa de secesión territorial catalana del otoño de 2017? Sólo alguien dispuesto a recoger los despojos y convertirlos en combustible para una nueva fuente de poder personal: lisa y llanamente, convertir la corrupción ya existente en un motor exponencial de mayor corrupción. Nadie antes ha expresado mejor que él la naturaleza real del Régimen político español vigente, un auténtico acelerador de las partículas corruptas que vagan en el vacío sideral del Estado español: por lo demás, hacer público el secreto de su funcionamiento es algo para lo que no todos están habilitados. Se necesita un largo adiestramiento y ejercicio constante de dotes poco comunes: ardid es esencia de la política en los pasillos del destino que llevan a los despachos del Estado.
El maniquí-Ulises «polytropos» del Estado de partidos español es el doctorando de las mil mañas. Saber por dinero, poder por dinero: sólo se trata de averiguar quién paga lo uno y lo otro. Y da igual quién pague, el hecho es que paga y pasa por contabilidad y obtiene por lo que ha pagado, legalmente, BOE en mano. El «polytropos» castizo hace con desparpajo, ignorancia, soberbia y descaro, exactamente lo mismo que lo que los otros oligarcas de partido estatal que le precedieron en el arte cleptocrático de la jefatura en la oligarquía estatal de partidos, hacían disimulando, fingiendo seriedad, ostentando formalidades vacías e incluso insinuando una inteligencia política que no poseían.
Pedro Sánchez, en su pulcra pureza animal de maniquí neumático, hinchado como muñeca sexual personalizada de marca industrial para uso de cualquiera que la pague, no miente, es lo que es, prescinde de toda esa facticia cultura política, ya finiquitada, del consenso oligárquico, que finge un interés público cualquiera para mejor asegurar el desgobierno de lo público. Ha aprendido que el mero chantaje es fuente impura de un poder inconmensurable, cuando todos los partícipes de cuota electoral son tan corruptos y amorales como él, porque han accedido al mando de sus partidos exactamente igual que él.
Se le reprochan ambiciones desmesuradas y patológicas tendencias varias de narcisismo autocrático. Se lo reprenden los mismos que, en su fuero interno, por tradición y herencia clasista, son autoritarios por naturaleza y deberían callar por pudor y falta de legitimidad. La realidad, más bien, consiste tan sólo en que él ha normalizado popularmente lo que antes que él era la verdad ocultada del consenso oligárquico. Que unos pocos son soberanos y gozan de un poder por encima y más allá del Derecho.
Pedro Sánchez, en su insignificancia, pone de manifiesto conscientemente lo que, antes que él ocupara la cima, eran tan sólo lapsus y anacolutos del inconsciente político, que dictaba mesura y continencia a la oligarquía de partidos del Estado para no hacerla demasiado ostentosa de sus legales pero ilegítimas atribuciones, incluso de acuerdo con su propia Constitución, un reglamento de disciplina interna de patio de colegio. Los mismos que en otro tiempo en sus reuniones de mesa camilla hacían una Constitución, ahora, con otras caras y otros nombres, pero trajeados con el mismo uniforme burgués de la seriedad y la decencia, envían mensajes chuscos de whatsapps para nombrar a los magistrados del CGPJ o nuevos delegados de clase encargados de la palmeta.
No se debía hacer demasiado vistoso lo que todos sabían en secreto, pero ocultaban con su cháchara jergal de leguleyos. Incluso hay toda una Constitución escrita que oculta dónde reside el soberano real y la soberanía. Hoy todos lo saben o lo sospechan y es comidilla en las barras de bar, pero no asunto debatible en las cátedras de opinión. Gracias a ese reglamento de los partidos, el territorio de una Nación más vieja y senil, mental y demográficamente, que Matusalén, puede repartirse en pedazos adscritos a una autoridad competente en virtud de un papel electrónico descargable en PDF bajo dictado de un Gobierno que delega competencias en situaciones de excepción.
El insigne estadista, lleno del encanto de la frescura juvenil y el atolondramiento que sólo la práctica de la incultura política permite perfeccionar, es como la ventosidad de un niño en un funeral: todos se ríen en su fuero interno del ruidito inoportuno, pero todos se lo reprochan con codazos expresivos y ceños enarcados, tan sólo para mantener las formas.
Pero es demasiado tarde para que lo adusto de la cortesía obstruya el olfato ante la evidencia. Pedro Sánchez es la verdad encarnada, hecha traje institucional a medida, de la dominación de un principio de poder, que ya cumple 43 años de impostura, casi su misma edad biológica: la dominación de un sistema, o composición azarosa y mendaz, que sintetiza todo lo peor, todo lo más miserable, silenciado y recrecido en la rutina enmohecida de la obediencia automatizada, de una sociedad incapaz de mirarse al espejo, sin experimentar la perplejidad ante el espectáculo de la autoenajenación de una libertad política desconocida y negada.
III
Pablo Iglesias, o la clase media española llega al paraíso del Estado
Pablo Iglesias es la única cabeza verdaderamente política y pensante que le queda al exhausto Régimen español de 1978. Sus estertores llevan su nombre. Es el único oligarca de partido estatal que ve por anticipado el curso declinante de los futuros acontecimientos. Es el único que sabe que, dadas las circunstancias económicas y sociales, ya no hay marcha atrás y las decisiones deben ser radicales para sostener en el poder a la oligarquía de partidos estatales. Trabaja, sin reconocimiento alguno, por el bien del Estado español, patrimonializado por la oligarquía de partidos.
Pablo Iglesias, el «Ecce homo» a secas de la clase política española, es el santón invertido de la derecha política, que sana sus heridas y se exorciza a sí misma a través de él: inconscientemente, a través del vituperio, el franquismo sociológico irredento lo ama (la base social apolítica que ha decidido todos los gobiernos «democráticos» como vago éter espiritual del conformismo sanchopancesco más interiorizado como hábito).
Pablo Iglesias realiza su concepto reprimido: un ejercicio despótico desinhibido, por fin destemplado y lenguaraz, que habla con sinceridad cínica de gran señor a los obtusos poseedores de rentas prestadas. Cursi en ciernes, aspirante a pijo, inane hasta el hastío y esnob desinhibido por naturaleza, la clase media acomodada sabe que nadie puede proteger su posición como uno de los que gallardamente y con temeridad bizarra acaban de incorporarse a ella por la vía del cargo público eminente y el crédito bancario exclusivo.
Apadrinado por los servicios de inteligencia del Estado español, que lo mismo calla a putas de lujo de un Rey achacoso que hace hablar en público a comunistas de opereta y facultad menesterosa de ciencias sociales, nadie puede asegurar mejor que él la reproducción a gran escala de la corrupción como principio de gobierno, función corrosiva que ya desempeñó su más meritorio antecesor en la impostura, Felipe González Márquez, otro muy aventajado ahijado de la inteligencia y la seguridad del Estado.
Lo único que hace en su puramente virtual acción de gobierno es fortalecer el entramado de intereses materiales e ideológicos ya consolidados para mantener el estatus de los partidos como órdenes estamentales privilegiados, de los que depende la vida de millones de individuos precariamente asegurados con renta fija y por ello adherentes del Estado clientelar. Se necesita de un discurso «populista», demagógico y vulgar, adaptado a todos y a nadie, para edulcorar la dominación de clase y así generar empatías plebeyas y sinergias de los grandes accionistas.
Pablo Iglesias, mucho más que nadie antes que él, expone la quintaesencia del ideal de vida de amplios estratos de las clases medias españolas: arribismo social en ostentación del demérito, oportunismo ideológico de saldo, esnobismo intelectual de titulados universitarios, cinismo de gran señor como norma de conducta, inmoralidad para todo, materialismo trivial de aspiraciones. Santas virtudes de los que viven de las rentas de los oligopolios cartelizados y del propio Estado clientelar. El nombre nunca pronunciado de la única España real: los innumerables «bon vivants» del «dolce far niente» de la clase prebendaria del Estado.
IV
Santiago Abascal, un nuevo oligarca español o la impostura del folklore neocasticista
Vox es el testimonio del hecho de que las residuales élites españolas, ya lumpemproletarizadas en el parque temático de la política organizada por y para la gran empresa Marca España, no circulan más que por el muy estrecho canal intrauterino del Estado de partidos.
En España, todo partido político nace sietemesino por cesárea y fórceps. Vox, mediante su incorporación al Estado como facción ideológica, capaz de controlar presupuesto público, asignar cargos prebendarios, repartir subvenciones, favores y comisiones, ocultar y blanquear fondos públicos en sindicatos y fundaciones, no introduce nada realmente nuevo en un panorama político como el español, vaciado de sustancia, contenido o ideología. Una prepotencia más, bizarra y gritona, en la organización del expolio de lo público, con buena conciencia ideológica.
Su olor y sabor añejo se percibe desde lejos. Su discurso, una fritada reinvención posmoderna del neocasticicismo español, con toques aromatizados por gourmets del horizonte identitario antiglobalista para uso exclusivo de oportunistas de saldo, se adapta a las circunstancias psicológicas del momento.
Santiago Abascal, junto con su partido, formalmente una mera escisión de la corrupta casa matriz del PP, aglutina en torno sí a todos los desempleados, desamparados y resentidos de la anterior banda societaria, masa abonada con excrecencias varias, símbolo, entre muchos otros ejemplares, de toda una organización del poder que remite al origen de la Reforma política de 1976-1978, cuando la segunda generación de la clase política franquista encontró nuevo acomodo inventando, es decir, simplemente copiando la «democracia social y avanzada» de sus modelos partitocráticos italiano y alemán: la figura histórica del partido creado como un injerto pseudo-ideológico facticio, ingresado forzadamente en el Estado, tras su anterior figura dictatorial de partido único, para servir de sumidero a pasiones banales y efímeras de súbditos indignados en una sociedad políticamente desestructurada. El partido político estatal es tan sólo expresión de un juego banal de prestidigitación jurídico-constitucional de suma cero.
En otro sentido, en el nivel de las fuerzas sociales que subyacen a la estructuración política formal, es el mismo juego que hizo pasar a la burguesía española indemne, desde una dominación de clase basada en la represión y el miedo a otra forma de la misma dominación fundada «ex novo» en la corrupción y la delincuencia organizada dentro del propio Estado, innovador principio de Gobierno para una nueva sociedad enriquecida, culta y civilizada, superadora de ancestrales estructuras arcaicas de conducta y creencias.
Otros, con algún leve currículum de horas lectivas y de investigación, se conforman con menos, pero los aspirantes a jefes prebendarios de partido, necesariamente, por la constitución misma del poder político en España, siempre apuntan maneras chulescas de oligarca en ciernes, incluso antes de pisar un despacho bien enmoquetado con la bandera del Estado español, entelequia residual cuya realidad material, no obstante, retribuye con buenos pagos a cuenta del erario malos servicios prestados.
La política prebendaria española sólo consiste en deambular por pasillos que, a veces, llevan a bancos azules y en bancos azules uno se queda algunos años medio adormecido, pues los decretos-leyes ya se los traen a uno redactados los gabinetes jurídicos de los oligopolios y sólo tiene que echar una firma. Más tarde, uno se deja querer por quienes pueden pagar los servicios prestados y luego, cuando ha hecho relaciones y amistades, uno se dedica a zangolotear hasta el siguiente turno de obras y demolición del Estado, éxodo del poder que suele acabar en algún consejo de administración de un oligopolio bien remunerado o registro de la propiedad o fundación para difundir los valores liberales.
En el entreacto, se repiten argumentarios mal aprendidos de memoria y se hacen entrevistas amañadas y, a veces, se va al Parlamento a echarse unas risas entre improperios acordados por los Secretarios de Comunicación. No hay que preocuparse de la verdad, la televisión fabrica por defecto la ideología y el carisma.
Hidalguía española obliga a vivir como rentista o mozo de cuadras.
Oficiar una caricatura catalanista (burguesa por antonomasia) de lo «español» folclorizado (toros, caza, procesiones, la legión, el Imperio católico, las fobias antieuropeas de pacotilla, el globalismo, etc) da sus réditos, tanto si eres una comunista bolivariano, odiador oficial de lo español, con chalet pagado por crédito increíble, como si eres un patriota «español», pistolero, pendenciero y tal, pero iletrado, como el profesor universitario, ¿pagado por quiénes?
La equivalencia de los valores vitales exhibe obscenamente la equivalencia de las ideologías y las organizaciones políticas. Tapaderas para un inmoderado apetito de ascenso social, medro personal y garantía de estatus de por vida. La España política y oficial realmente existente, es decir, una sociedad absorbida sin resto en un Estado ya virtualmente desmantelado, pero que sigue remunerando con inusitada largueza las adhesiones transversales de sus buenos servidores. Quizás por eso hay tantos que buscan abrigo y no quieren quedarse a la intemperie de un mercado laboral que retribuye poco generosamente a tan valiosos trabajadores abnegados de la «causa nacional».