1
A través del espesor y la pesadez inertes de lo social, se ha intentado introducir el principio de la actividad de una sustancia en la Historiografía. Subjetivar la Historia implica poner, en el origen del acontecer, a un sujeto colectivo uniforme como agente, causa y conciencia del acontecer, es decir, decidir a priori un punto de vista y una perspectiva del devenir. Se pone un cogito donde solo hay un sum. La mayor parte de las veces, el historiador hace el oficio del «cogito» ausente y recrea el acontecer histórico como si lo presidiera una conciencia pensante, que es producto de su propia falsa conciencia o ideología.
Toda narración histórica es, en este sentido, una forma narrativa de la metafísica de la subjetividad moderna. Da igual la ideología del narrador: en cualquier caso, el narrador de los hechos documentados cree que hay espíritus, fantasmas, ideas que presiden el acontecer. El precio de vivificar el pasado en la memoria es hacerlo inteligible como producido por potencias de la subjetividad, de una manera no muy distinta a como se crea la ficción en la novela a través de la construcción del personaje y el efecto de identificación mimética en el lector. Pero que haya acción no implica necesariamente que alguien actúe, y todavía menos que tenga conciencia del sentido de su acción fuera de un muy estrecho horizonte de necesidades. Se trata, en todo caso, de trucos del narrador y efectos automáticos de toda enunciación: la verdad del lenguaje, como coherencia del discurso, tiene precedencia sobre una realidad incognoscible. De ahí que la intriga se convierta en el pacto convenido del autoengaño del autor y el lector: ambos fingen saber mucho menos de lo que saben para sorprenderse a sí mismos y creer así en el efecto de verdad de la narración.
2
Poder constituyente, Constitución, derechos del hombre y del ciudadano, libertades individuales, separación de poderes, representación, parlamentarismo, soberanía popular, voluntad general, pueblo, consenso político, ideología, opinión pública, facciones, partidos, clase política profesional, nación, métodos terroristas, guerras revolucionarias, dictaduras de partido, inflación, papel moneda, deuda y déficit: allí donde se mire, tantos artilugios más de la política contemporánea nacen en el corto periodo de tiempo conocido como «Revolución francesa». Nunca un vulgar robo y traspaso de propiedad por la violencia a gran escala y bien organizada obtuvo tantos laureles concelebratorios para hacer olvidar su verdad y su origen.
Pero los mismos conceptos políticos del nuevo orden, como sus mismas prácticas, nacen sietemesinos, deformes, errados, instalados en ficciones y mentiras, sangrientas, sin duda, pero sobre todo pueriles. Se prolongan, como coartada casi metafísica, a lo largo del siglo XIX y ya difuntos llegan hasta hoy mismo.
Lo sorprendente es que en ninguna parte, en ningún momento, hay ninguna grandeza, sólo intrigas triviales investidas en crímenes y crímenes estúpidos travestidos de gran política. Las figuras históricas activas sólo ofrecen la pura resonancia de la inanidad, de la agitación y del oportunismo, la imagen misma de lo deletéreo y la inconsistencia. Que su destino efímero sea la muerte en la guillotina dice la verdad de su existencia.
Se entiende que Taine pudiera escribir una historia de la Revolución francesa arrojando en la cara de las bellas almas, liberales, republicanas o socialistas del siglo XIX y del siglo XX, el tizne bermejo de una sangre reseca y de una exterminación de sus élites a cambio de un destino a ras de tierra, el del napoleónico Estado administrativo centralizado y autoritario. Otra Francia y otra Europa hubieran sido posibles es el grito de fondo de la obra inacabada de Taine, opinión apenas sofocada por una mesura de estilo cortés. Porque, a fin de cuentas, la política contemporánea no está lejos de la patología criminal y la delincuencia organizada, por mucho que se intente encubrir o reinterpretar la verdad última de los hechos.
Otros historiadores, modernos aduladores de la facticidad como necesidad histórica «objetiva», gallardamente adoctrinados en la lírica religiosa secularizada de la absolución, el himno litúrgico y la plegaria, sin embargo, también ofuscados por creencias dogmáticas, que ya eran anacrónicas e inverosímiles antes de su esbozo de realización, se lamentan por el hecho de que el sujeto histórico verdadero fuera la burguesía, al mismo tiempo, a pesar suyo revolucionaria, pero en el fondo conservadora, y adelantan el calendario de la Historia ortopédica del progreso humano, imaginando una bella teodicea secular, la República de campesinos y obreros como ideal de una Humanidad colmada de perfección y justicia (Mathiez, Lefebvre, Soboul).
3
Desde la toma de la Bastilla hasta el golpe militar de Napoleón Bonaparte, durante diez años el poder en Francia está vacante: cualquiera lo puede tomar y ejercer a su sabor, por tiempo limitado, en función de su capacidad de engaño.
Al principio, el más idiota y menos dotado, Luis XVI, ante la cobardía colectiva de todas las asambleas de representantes, parece jugar con el poder como en un lío amoroso con sus pretendientes al ministerio del poder Ejecutivo. Durante tres años las intrigas son el argumento de la obra.
Luego, cuando se descubre la repetida infidelidad de los actores de la farsa constitucional, el poder es tomado sucesivamente por todos los aspirantes a ocupar el lugar vacío y se precipitan en él a través de nuevas intrigas, conspiraciones y golpes de mano, sin perdonar el uso efectista de grandes cantidades de sangre, incluida estúpidamente la propia, pues son amantes celosos del poder que no tienen y se apuñalan a sí mismos para hacer más creíble el drama, o por simple incapacidad para crear un desenlace apropiado a su mísera condición de cornudos.
A continuación, cuando la borrachera de poder se ha convertido en resaca de reparto de la riqueza extorsionada por la fuerza, hay que recoger la cosecha y proteger a los nuevos propietarios.
Finalmente, cuando todos están durmiendo, por la puerta de atrás, en silencio, entra el gallardo general para recoger la corona que estaba en el suelo, llena de polvo y mugre: la limpia, se la pone y crea el Estado contemporáneo, como quien lima las uñas de un cadáver putrefacto, sin asco del hedor que despide.
Pero el orden jerárquico, el modo autoritario, por fin, se reconcilian con la uniformidad social, el orden público y la administración centralizada: el Estado como sujeto de la Historia, ya lo vio Hegel en el puro plano especulativo, y la nivelación social en el nivel empírico de las sociedades europeas, lo comprendió Tocqueville, están esperando al final de la mítica Revolución francesa.
4
Hippolyte Taine, «Orígenes de la Francia contemporánea», escrita entre 1875 y 1892, hace experimentar la melancolía de no tener a mano nada ni remotamente parecido respecto a la historia española del periodo contemporáneo. La obra ofrece la plenitud de un contacto con la Historia en la narración viva de un proceso histórico tan incomprendido.
Taine, en el fondo un intelectual burgués liberal conservador clásico de la «Belle époque» europea anterior a la Primera Guerra Mundial, como Pareto, Weber y tantos otros fundadores de las ciencias sociales, en los límites de un mundo que mira al pasado inmediato con autosuficiencia satisfecha y a la vez con gesto amargado de creciente incertidumbre, realiza, no obstante, el ideal de una narración histórica que atiende, más allá de su ideología personal y más allá de su toma de partido en una coyuntura política dada (contra la laicizante ideología hegemónica en la III República francesa), a la totalidad integrada de factores que determinan una época.
Retablo viviente de la ebullición de una sociedad anquilosada en trance de transformación acelerada sin conciencia alguna de ello, donde se amontonan y superponen en contradicción explosiva estructuras sociales y políticas de diferentes épocas, cada detalle se destaca del conjunto pero le corresponde en un eco coral difícilmente alcanzable para la mera erudición académica, especializada y, por eso mismo, limitada a un positivismo trivial. Nadie ha leído la coacción de las circunstancias sobre los individuos protagonistas de la Historia como Taine ni tampoco nadie ha entrevisto la reacción de los individuos históricos ante las circunstancias como Taine.

Cierto que la psicologización de los actores tiende a banalizar el acontecer, reduciéndolo a generalidades de conducta humana, pero Taine es uno de los pocos historiadores clásicos del siglo XIX, junto con Ranke y Burckhardt, que percibe en su hacerse tal cual el movimiento de lo real y sabe además describirlo, ordenando y distribuyendo la materia testimonial y documental de que dispone de acuerdo con un plan finamente preconcebido para conseguir tal efecto. Que los tres historiadores más eruditos y capacitados de su época, que superan en dones y capacidades intelectuales a la nuestra, admirados por Nietzsche, conserven tanta frescura, pasado más de un siglo de su obra y se puedan leer como verdaderos contemporáneos, dice mucho de sus logros y de su profundidad.
Si el efecto de sentido es tan logrado es porque la selección de lo relevante alcanza lo significativo mismo del proceso. Ahora bien, la impresión de alegato, en el sentido más crudamente anti-jacobino, impregna en exceso de retórica conservadora la narración. Pero incluso ahí acierta a ver el principio de una causalidad organizadora en medio del embrollo de la violencia.
La fascinación del autor por su objeto, como quiera que lo presente, ilumina mucho más que oculta la verdad histórica, incluso cuando el objeto se nos aparece ante sus ojos como repugnante y odioso. La sola recreación del texto en el crimen organizado que es la Revolución moderna, del que la política convencional es apenas un residuo irrisorio, ya da unas pautas para interpretar el sentido profundamente nihilista de la Modernidad.
4
Francois Furet, «La revolución francesa se ha terminado», en Pensar la Revolución francesa (1978).
En el proceso revolucionario francés, la superposición caótica de dos principios contradictorios de organización de la opinión pública, recién liberada y entregada a sí misma, la representación nacional asamblearia por elección (legalidad) y la expresión de esa misma voluntad en el club de patriotas (legitimidad) como facción que apela a la unanimidad popular, conflicto de base entre dos concepciones de la participación política, democracia representativa y democracia directa, se constituyen, una frente a otra, en fuente de poder. Ahora bien, ante esta escisión, sólo la apelación a la violencia puede resolver el conflicto así generado en torno a la interpretación de esa opinión, que es la base de ambos principios en disputa. La prueba de fuerza es la que impone la verdad asignada a cada opinión. La disponibilidad sobre la violencia política, esencia de la Revolución, pasa de instrumento de lucha a convertirte en la lucha política misma.
Con toda evidencia, lo que realmente subyace al ascenso jacobino es el vacío de poder dejado por el abandono del poder por parte de la burguesía francesa, después de haberlo conquistado, instituido y tras haber impuesto sus normas, valores e ideología en la esfera pública (ésta es la imagen que se desprende de la descripción de Taine sobre el resultado real de la Revolución). Como clase social no pudo ejercer el poder en tanto que clase política, porque no pudo construir un régimen o un Estado propio. En este preciso sentido, el jacobinismo, como organización, práctica política e ideología, es el subproducto de esta incapacidad y esta impotencia, incompetencias constitutivas de la burguesía como clase meramente social o económica, que en todas partes delega las funciones políticas dirigentes en otros grupos, incluso contra sus propios intereses. El parlamentarismo como forma de gobierno es la figura histórica de esta impotencia, resultado de la división del trabajo en la clase dominante que no ejerce casi nunca la función dirigente en el poder político.
En medio de la estacada, la burguesía francesa abandona sus posiciones de responsabilidad para conservar sus adquisiciones de derecho. Deja, por tanto, en manos de los utopistas radicales la tarea, siempre recomenzada, de acabar la Revolución: contra la realeza, contra la nobleza, contra la Iglesia. Sin apenas sacrificar nada, pues el Terror sólo la toca superficialmente, pese a sus medidas extremas, los jacobinos cumplen con su deber revolucionario y, atrapados por su propia lógica destructiva de facción usurpadora bajo la fraseología roussoniana, ceden su función al hombre providencial, en cuyo poder personal mejor se encarna la realización de la estabilidad tan deseada de los derechos de propiedad recién adquiridos por todas las clases sociales beneficiadas por la Revolución.
5
Muchos lo consideran un adelantado, un teórico pragmático, un planificador de acontecimientos, un sancionador de estados de hecho. Un ideólogo y un político de cuya planta procede la descendencia de la clase política europea, fundador de su estirpe por las consecuencias de la supresión del mandato imperativo de la representación, arquetipo de la clase de hombres nuevos surgida bajo la coacción de los nuevos regímenes de opinión en que desemboca necesariamente cualquier principio político de organización de las masas.
Porque el parlamentarismo y la democracia, formas sublimes de la intriga política más cínica y vulgar, a medida de la clase dominante, no son otra cosa que la organización artificial y fraudulenta de la opinión de masas, desestructuradas ad hoc, a fin de crear un nuevo principio de legitimidad que funde la relación entre gobernante y gobernado, el auténtico eje de toda organización política duradera: engaño colectivo fácilmente reproducible a través de elecciones de un personal figurante, efímero y manejable.
Ilustrativa y nada ejemplar estrategia de Sieyes durante la dictadura de la Convención Nacional: «hacerse el muerto», es decir, callarse. Preguntado sobre su actividad en ese periodo, responde: «He sobrevivido».
Nunca, ni antes ni después, se ha expresado mejor y más escuetamente la verdad del cinismo político más consecuente: el poder consume a los más aptos para ejercerlo, los figurantes en escena, pero sus herederos les sobreviven y se aprovechan de sus logros, los legitiman y los legalizan.
Por eso Sieyes, y muchos más, entonces y después, en tantas coyunturas diferentes, en sociedades muy diversas, en el momento crítico, pueden decir lo mismo. Pero no todos tienen a un Napoleón para ennoblecerlos y hacerles parecer mejores de lo que son. O incluso a un Franco moribundo para recrear a término contrario la magia verbal de un poder usurpado.
6
Demasiado iluso para ser verdaderamente malvado, Robespierre, el más antipolítico de los revolucionarios, también es el más ridículo, frente a lo que pretende hacer con su figura la leyenda póstuma de la «defensa republicana», muere cuando quiere «purificar» el Terror, es decir, sucumbe a manos de sus correligionarios al intentar volver «puro» el Terror (liberarlo de mezclas espurias con intereses materiales), el arma que lo ha elevado contra sus propios ejecutores corrompidos, como si el Terror en cuanto instrumento y la corrupción en cuanto método, que aquél engendra por sí mismo, no fueran dos aspectos del mismo proceso de conquista y ejercicio de un poder arbitrario e ilimitado.
Con su muerte, lo que se prueba es que el Terror estaba al servicio de la corrupción, lo que el Incorruptible no ignoraba, pero prefería obviar bajo la fraseología inerte y mecánica de un discurso de atrezzo y propaganda.
Por eso, la corrupción encarnada, casi con virtuosismo contrario, por los thermidorianos, triunfa y se vuelve duradera, al menos, goza de cinco años de desgobierno, el mejor medio de consolidarla, reproducirla y legalizarla. Las redes de corrupción que el proceso revolucionario en su fase terrorista ha creado se vuelven consistentes gracias a la amenaza constante de una vuelta al Terror.
A Robespierre se le hace mártir de una hipotética «República democrática», profundamente igualitaria, apenas esbozada, cuando, por su conducta previa, pocas semanas antes del 9 Thermidor, sólo parece el atolondrado chivo expiatorio de toda una nueva clase política y su clientela, abocada al pánico, que conspiran abiertamente delante de sus ojos y pueden pasarse, cínicamente ya, sin los sermones vaporosos de la «virtud» republicana y la pesadez de espíritu de su prepotente portavoz: porque, llegados a cierto punto de no retorno en el crimen organizado en ausencia de Estado, para proteger su recién adquirida preeminencia social y su riqueza extorsionada y fraudulenta, los conspiradores sólo necesitan una administración moderada del Terror y un acto constituyente, puesto al día en cada nuevo golpe de Estado: apretar las filas, golpear en todas direcciones y apoyarse en los mandos de la fuerza armada de un ejército dirigido por advenedizos iguales a ellos mismos.
7
En gran estilo, Bertrand de Jouvenel saca las conclusiones de este proceso de metamorfosis del poder en la Modernidad, que lleva a la omnipotencia estatal y a despersonalización de un ejercicio casi anónimo de la dominación. Bajo la impresión contemporánea de un muy vivaz enfoque psicologista del poder, el ensayo de Bertrand de Jouvenel, escrito entre 1943 y 1945, «Sobre el poder», muestra el doble rostro de su ejercicio, ambiguo en todo momento y lugar: autoconservacion egoísta como único fin real de sus detentadores y efectos sociales altruistas, organizadores y benévolos, casi serviciales, para favorecer un bien común que no es nunca el efecto perseguido. La izquierda juega ese personaje: interpretar la función de la benevolencia de un poder que lo abarca todo. Por definición, el poder es agonista y dialéctico, contradictorio en su naturaleza, porque tiene que hacer frente a algo que se le resiste y a la vez tiene que integrarlo en sí para perdurar. La legitimidad surge del éxito en el proceso de esta operación, por la cual una esencia se metamorfosea: lo que era en sí se transforma y deviene.
Convertido así en sujeto de la Historia, el poder es dinámico, creativo y su vocación, egoísta en origen, deviene, por el hábito y la costumbre, providencia del orden que él mismo instaura para reproducirse. Reconstrucción empirista de la tesis especulativa de Hegel: las argucias de la Razón operan para transformar el mal en bien, lo irracional en racional, la fuerza en derecho, el privilegio en libertad, el caos en orden.
8
Lo que afirmaba extrañamente Churchill sobre Hitler como fenómeno histórico («un enigma envuelto en un misterio»), cabe también referirlo, y quizás con mayor motivación, al fenómeno jacobino en el desarrollo de la Revolución francesa. Hace falta mucho distanciamiento de los acontecimientos contemporáneos para extrañarse, es decir, ponerse en la perspectiva del acontecimiento originario con respecto a los que luego, sobre una plantilla reconocible hasta cierto punto, se han producido sobre la escena histórica.
Los historiadores, sin saberlo, operan sobre cadenas causales donde todos los eslabones están dispuestos «listos para llevar» en una narración continua y minuciosa, pero a la que siempre falta la intriga del enigma histórico verdadero: sabemos, o creemos saber, el cómo, el porqué, el cuándo, el dónde, y seguimos la pista del crimen, pero desconocemos por completo el para qué, y sólo ahí reside la absolución del crimen en el sentido de que lo vuelve de golpe inteligible. Si por un solo momento faltara la respuesta al para qué, el edificio del sentido se derrumbaría y aplastaría a la Historia contada con la masa inerte del peso de un sinsentido insoportable.
Remitida la violencia en otras sociedades a la fatalidad o a la divinidad cruel, vengativa o justiciera, a imagen de los hombres, o a los juegos salvajes del antagonismo, o la expiación de una culpa, etc, la Historia como relato racionalizador de la violencia política moderna o la filosofía de la Historia como teodicea secularizada o justificación del mal en todo acontecer humano, modos de comprensión que inauguran nuestra contemporaneidad y la prolongan en otras modalidades aún más sorprendentes y descarnadas en el modo del autoexterminio técnico-catastrófico programado, sólo pueden acudir al expediente de las muy circunstanciales «circunstancias extraordinarias» para al menos así hacer ingresar lo monstruoso en los límites de un principio de realidad, la imagen invertida, la transgresión de la mera normalidad «constitucional» de un poder humanizado que justificaría y daría sentido «humano» al acontecer.
Si la guillotina en su realidad llega a existir y funciona como instrumento del poder, es porque resulta ser nada más que un recurso derivado de una necesidad y de una causalidad, luego por tanto de una racionalidad puramente humana, pensada como tal. Y a partir de ahí casi se vuelve necesaria, lógicamente, en la coherencia del discurso político moderno, la deducción que acaba por justificar el terror de masas como estrategia, la represión violenta como instrumento, la dictadura de facción como forma de gobierno, todo ello construido sobre la sólida base, bien adquirida y establecida, de valores humanistas, democráticos e igualitarios.
9
El estudio del resultado real de la Revolución francesa, póstumo en cuanto significado para su posteridad, según la interpretación de Antonio García-Trevijano («Sentido de la Revolución francesa» en Teoría pura de la República), tendría que asumir estos cuatro expedientes judicativos como señalizaciones de sus consecuencias históricas más genuinas:
a) Obstaculización práctica de la libertad política como condición de posibilidad de la democracia formal.
b) Impostura teórica de los fundamentos de todo el sistema constitucional europeo.
c) Falseamiento radical de la representación política.
d) Hundimiento conceptual de toda idea positiva de República.
En fin, frente a lo sucedido en la fundación de los Estados Unidos de América por la misma época y como contrafigura suya, lo adquirido positivamente en Francia y en la Europa continental culturalmente influida por ella, es un principio ideológico llamado a gozar de tanto éxito, en cuanto irrealizable y por ello convertido en la fuerza siempre recomenzada e inagotablemente convertible de la utopía, esto es, los discursos de la promoción de los prestigios deletéreos de la igualdad social como demagogia y como cebo ideológico, como sustituto de la libertad política ausente e inencontrable en nombre de la absolutización del poder del Estado para intervenir arbitrariamente en el orden social.
El diagnóstico no está nada mal como crítica histórica, pues el presente debe juzgar al pasado, al tiempo que se debe dejar aleccionar por él. Consumida la herencia en luchas de trapacerías leguleyas entre herederos cómplices, lo que queda es el desecho un tanto esnob de la posmodernidad política y eso somos, políticamente, nosotros, españoles y europeos, nuestras sociedades y nuestros Estados, nuestras instituciones y nuestras constituciones, muertos vivientes abandonados a su suerte tras las aventuras de toda esta Historia tan bien adecentada por la Historiografía.