JEAN BAUDRILLARD, REVISITADO (2021)

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Casi todo lo que se escribe sobre Baudrillard después de su muerte a primeros de marzo de 2007, cualquiera que sea el tono, la intención o incluso la buena voluntad, es lo que muy bien podría llamarse una crítica-farfolla, una especie de caricatura supletoria de una realidad insoportable, una envoltura de las cosas pensadas por Baudrillard, a veces hasta expuestas con no poca inteligencia, pero se ve con demasiada claridad la ausencia de espíritu, es decir, la falta de su necesidad subjetiva, y sobre todo la carencia del apremio objetivo que motiva todo lo inaugural. Lo que existe se basta a sí mismo para existir, también la obra de pensamiento y escritura, tras la desaparición del autor, cuya pulsión más fuerte era precisamente ésa: vivir y pensar como si ya hubiera desaparecido todo y no quedara más que un discurso onírico sobre la realidad desaparecida.

La crítica superflua y superviviente, que se reproduce interminablemente como un cáncer melancólico, sueña con algún referente fuerte, una realidad eminente, algo que envuelva la inhospitalaria desnudez del mundo en su puro aparecer y desaparecer. Captarlo por un momento en esta desenvoltura hacia nosotros, sujetos y jueces atrapados en su trampa, dictaminadores de una verdad que se nos escapa a raudales, no es tarea de todos, no puede reproducirse colocando el dispositivo del pensar y del decir esperando capturar una y otra vez lo mismo. Lo ya pensado y dicho una vez es otro para nosotros. No podemos recuperarlo. Podemos integrarlo, añadirlo, como glosa y comentario, a otro discurso, volverlo significante para nuestro significado, pero hay que saber que este juego de lenguaje es ya una forma de separación e incomprensión más allá de nuestras intenciones, declaradas u ocultas. 

En general, el intelectual no tolera lo que existe para sí mismo, sin otra coartada ni necesidad de justificación. Toda instantaneidad es una amenaza para la presencia estable y la conciencia intelectual es su forma más insistente. Lo mismo quiere perdurar. Pero lo que existe ya ha dejado de existir desde el momento en que se lo piensa como un pasaje hacia la nada, y colocarse en el punto de vista de ese pasaje mismo de las cosas pocos pueden hacerlo. Y mucho menos todos pueden pagar el precio por lograr retener algunas briznas de sentido cuando éste es el recurso más escaso en un mundo que puede vivir sin él.

Uno debería morir en un determinado momento de su vida por el mero pudor de no seguir alimentando al cadáver parasitario que lleva dentro y que lo devora con sus demandas de sobrevida y aplazamiento de la muerte. De entre los modernos, sólo Nietzsche consiguió desaparecer a tiempo y el signo de su gloria está en esa fulgurante desaparición involuntaria. Concedamos al menos un valor conmemorativo a la locura, pese a todo, como invitada intempestiva a la fiesta destructiva de la razón occidental. Los demás, funcionarios, disidentes o marginales, a menudo las tres condiciones a la vez, mueren de haberse sobrevivido cuando todo estaba dicho y sólo quedaba la opción del suicidio simbólico o la desaparición pura y simple de la escena, al estilo de Rimbaud. Afirmación de la muerte querida que vale para Heidegger, vale para Cioran y vale, lo que es terrible si se admiten sus premisas teóricas, también para un Baudrillard que fue el maestro en el arte de anunciar la desaparición: cada uno a su manera maquilló a su cadáver como pudo y durante demasiados años lo hizo hablar y circular por el mundo en su lugar. Se volvieron ventrílocuos de su propio muñeco y la herencia sufre de tal contumacia. Nosotros, por nuestra parte, somos las comadronas que asistimos al infeliz desenlace de este embarazo histérico del pensamiento que no tendrá ya tiempo de producirse. 

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«Estratega de la deserción» o «estratega de la desaparición» fueron los títulos bajo los que quise agrupar estos textos dedicados a Jean Baudrillard, escritos en los primeros años de este siglo. La relectura de su libro sobre la seducción en la navidad de 1999 marcó con el sello de los temas allí tratados, que entonces me apasionaban, la comprensión definitiva de su pensamiento a través de una suerte de iluminación personal que me acompañó obsesivamente durante los siguientes años, en los que también dediqué buena parte de mi tiempo libre a la lectura de Hegel, Heidegger, Nietzsche, Dostoievski y Cioran, dirigido por lo que seguramente era entonces el motivo conductor de todo lo que me preocupaba: el nihilismo, entendido como horizonte intelectual y vital en el que yo mismo me encontraba.

El impacto profundo de ciertas intuiciones de Baudrillard me sirvió desde entonces de sedimento espiritual y base logística de conceptos sobre los que edificar un refugio de sentido precario en medio de lo que entonces era una insatisfacción personal cuyo origen y meta desconocía. Baudrillard me sirvió de guía, no sólo respecto al análisis de la pura actualidad, sino también como «médium» para leer en clave muchos textos que se me resistían a causa del polvo de la historia de las ideas en ellos acumulados, en cuanto su trasfondo, su lucha y su verdad sólo ahora, para nuestra comprensión del presente, me resultaban válidos.

Han pasado ya veinte años desde aquella iluminación inicial, que en el orden de los afectos implicó también el acceso bien predispuesto a una forma renovada de ilusión. Literalmente, durante unos años de una intensidad intelectual que no he vuelto a experimentar, la lectura de Baudrillard me salvó en oleadas sucesivas del estado depresivo a que me conducía mi rechazo neurótico de la realidad, combatido a través de un encierro mucho más peligroso en los márgenes de la literatura y la filosofía. Mi fijación a sus textos, que leo y releo de memoria como en la operación de un ritual de purificación, tiene mucho que ver con una suerte de conjuro mágico con el que intenté responder defensivamente a las pretensiones abusivas de la realidad sobre mí.

Estas últimas semanas, en los primeros meses de 2021, sin más razón que el azar, releo «El intercambio simbólico y la muerte», «Las estrategias fatales», «América», «Simulacros y simulación» y «La izquierda divina» en sus ediciones originales francesas y por un momento vuelvo a experimentar el poder de esta ilusión, pero ya no me siento investido por ella con un vigor renovado de verdad capaz de hacer frente al mundo, que sigue siendo incluso más hostil, más obsceno en sus demandas de obediencia y sometimiento. 

Nada ha cambiado en la literalidad del texto que tanto admiré y amé en un instante prolongado de arrobamiento y sorpresa por la ejecución misma de la escritura. Quizás el desierto ha crecido tanto en mí y a mi alrededor y las defensas contra el virus mortífero y estúpido de lo real están tan bajas que todo se me ha vuelto otra vez llamada, vocación o simplemente necesidad de renovar la iluminación para dar terreno de juego a otra seducción.

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Sacudido por la sobretensión de un pathos teórico que estalla contraculturalmente en «lo simbólico», Baudrillard en  «El intercambio simbólico y la muerte» (1976) celebra con júbilo una misa de difuntos dedicada al marxismo y al psicoanálisis, entonces ya al final de su prometedora carrera como los más potentes discursos radicales de simulación para una «revolución» cultural improbable. A partir de ahí, se hizo necesario un recambio, un relé, un nuevo horizonte: el horizonte de las apariencias como fuente inagotable y acontecer original frente a un mundo cuyo sentido realizado no es más que la muerte de todo sentido. 

Cambio de estrategia de pensamiento que inaugura triunfalmente «De la seducción» (1979) y se hace carne en el texto más iluminador, iniciático e innovador de Baudrillard: precisamente, «Las estrategias fatales» (1983).

Su obra de entonces testimonia un hecho histórico de primer nivel en el ámbito del pensamiento crítico convencional: al hilo de los años 70, algo debió romperse en el corazón de la civilización occidental para que apareciera un pensamiento, tan ajeno al sistema académico del saber institucionalizado, por tanto tan fresco y refrescante, como el de Jean Baudrillard. En la cultura europea, si tomamos distancias, sólo la ruptura de Nietzsche en la década de 1880 con el sistema académico de investigación y discurso de su época positivista y utilitarista, guarda parecidas proporciones en cuanto exponente memorable de un alto coeficiente de innovación.

Una extraña fuerza poética impulsa lo inaugural: una captación del devenir da consistencia al modo de aparecer de todas las cosas y crea sentido a través de la interpretación. Lo dado es lo heredado en el modo de la percepción y la conceptualización, por lo que la fuerza de inercia, contra la creatividad de una imaginación siempre en rebeldía, juega a favor de lo existente, es decir, a favor de lo racional, cuya evidencia comprobada trasmite ese efecto de la consistencia que justifica una forma de vida. 

Pero si la vida es a la vez movimiento de un sentido que busca acabarse como realidad fijada para siempre hacia otro sentido que quiere instaurarse como juego del mundo perpetuamente inacabable, quien capta sus metamorfosis capta el movimiento mismo de la vida en su transfigurarse hacia otra vida. El lenguaje es el que abre esta apertura de sentido y por ello ha de resultar incomprensible todo lenguaje que señala la brecha por la que circula el movimiento de paso.

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Creo que Baudrillard, en tanto que sociólogo y pensador de la técnica en su última fase absorbente de despliegue de lo digital, lo virtual y la telepresencia de la comunidad universal de la comunicación, es el más avezado y secreto seguidor del Heidegger cuestionador de la técnica como modalidad de desvelamiento de la verdad (la verdad es hoy su efecto como simulacro), como es también el mejor intérprete del Nietzsche ilusionista en el registro de la significación de las apariencias como horizonte irreductible de la ilusión del mundo. 

Si se entiende bien que la verdad es sólo el grado de ilusión del mundo que el hombre puede soportar para volverlo consistente y estable y si se entiende igualmente que el mundo, tal como es, sin trasmundos metafísicos, es todo lo que el hombre puede encontrar como realidad sin desdobles, entonces se sigue una hipótesis radical, que se expresa precisamente en el discurso último de Baudrillard bajo la doble tesis del crimen perfecto que el pensamiento ha operado sobre la realidad y la idea de que el mundo no es intercambiable con el pensamiento. 

El resultado último del pensamiento de Baudrillard podría formularse escuetamente en una serie concatenada de tesis cuyos enunciados banales y exotéricos serían: el mundo siempre va por delante de lo que pensamos sobre el mundo, no somos lo que pensamos que somos, el objeto nos plantea preguntas que no sabemos cómo responder.

En el registro Baudrillard: la técnica rehace el mundo a su imagen y semejanza. El hombre de la técnica se vuelve superfluo, expletivo, redundante respecto al mundo y respecto a sí mismo: una función inútil. Su razón, su cálculo, su inteligencia, su aparato de conocimiento, objetivados como órganos independientes y realizados como prótesis operativas en la manipulación técnica del mundo se vuelven chismes demasiado reales, corpóreos: sus dobles técnicos, más eficaces y perfectos, más performativos y dignos de confianza, no sufren desviaciones y errores subjetivos, sólo accidentes y disfunciones, reparables y puestas a punto. 

En el registro Heidegger: la técnica es un modo del «aletheuein», del desvelamiento o desocultamiento de la verdad del ser. El «Dasein» del hombre se encuentra comprometido por esta «destinación» del ser que abre una época. La técnica es un destinar del ser para un comprender la verdad. «Verdad» es lo desocultado en cada caso, según una apertura de sentido entregada al hombre para su cuidado. En el modo técnico de pensar, el hombre se vuelve el «funcionario de la técnica». Observa, controla, supervisa un devenir real del mundo del que no participa, ante cuyo curso es impotente, cuyas metas le resultan desconocidas, ante cuya enormidad se pierde, en cuyas causas y efectos no actúa como instancia de decisión. 

A partir de aquí, se inaugura la verdad del pensamiento que está por venir.

Torre del Mar (Málaga), invierno de 2021

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