Si me preguntaran por las obras literarias que realmente han cambiado los códigos de la mimesis social, que introducen una ruptura significativa en la representación de la vida humana en un momento histórico dado, que silenciosamente han revolucionado la historia de la literatura, las que personalmente más me han seducido y fascinado en una primera lectura, citaría en primera instancia a «La Celestina», «Hamlet», «Los bandidos», «Werther», «Madame Bovary» y «Crimen y castigo» como las obras que quisiera llevar conmigo a una isla desierta para que acompañaran mi soledad de un modo placentero. Excluyo muchas otras, incluso muy superiores en logros y méritos de los mismos autores, pero sé que ninguna más podría resultarme tan estimulante como las citadas. Creo que con sólo esas seis obras de la literatura moderna se podría sintetizar un canon ideal de lo más completo y profundo de la condición humana, en el preciso y único sentido de que se trata de obras literarias que ejecutan un gran y propio designio creativo: subliman en belleza y verdad del discurso de ficción lo que es del orden de la más vulgar y abyecta miseria de la vida real.
De las obras literarias, después de casi treinta y cinco años de lector, ya sólo me interesa extraer un ínfimo jugo condensado y exquisito: ¿qué afirman sobre mi propia condición de hombre mortal? El resto es retórica, sociología y psicología, sobre todo mala, muy mala psicología. Hay quienes viven y piensan y sienten de prestado y hay quienes hacen de todo eso su propio problema y crean su propia solución.
Excavo muy abajo en la exploración del origen de mi fascinación por la literatura. Sólo encuentro ahora una justificación a esta miserable pérdida de energía y tiempo que ha sido mi dedicación a la lectura de obras literarias: la literatura me ofrecía el tipo ideal, completo, acabado del ser humano. La vida real, histórica, contemporánea apenas si me ofrecía ejemplares esbozados de una humanidad fallida, degenerada, incompleta. Hubiera preferido conocer a Emma Bovary o a Anna Karenina antes que a sus formas mutiladas. Hubiera preferido tratar con cualquier personaje de ficción antes que con los seres de carne y hueso que me he encontrado en todas partes. La literatura entrega modelos, la vida sólo retazos. Hay mucha más vida singularizada en las obras literarias que en una vida realmente vivida que es la reproducción mimética de una repetición uniforme de lo mismo.
La distancia en lo convencional entre los hombres, diferencia en estatus social, en riqueza, en conocimientos, en cultura, en sensibilidad estética, etc, es infinita, o al menos, admite sutiles gradaciones. Sin embargo, en lo natural, en las pasiones, en los instintos, en las necesidades y en los afectos, la distancia es ínfima. Sólo la literatura se hace cargo de este problema de antropología elemental, de este desequilibrio, que es consustancial a la condición humana, pues se da sobre todo entre hermanos de sangre, ya desde el mito fundador de las civilizaciones. De ahí que la creación del personaje literario implique nada menos que la conciliación de los opuestos. Ningún gran personaje en la novela y en el teatro modernos tiene sentido para nosotros sin observarlos detenidamente a la luz de esta forma de pensamiento que huye de lo unilateral de la comprensión vulgar del hombre normalizado. En lo humano, la grandeza es excepción, singularidad, aparece como signatura de lo monstruoso, señal del desequilibrio, rúbrica de la desproporción, imagen de la asimetría entre lo convencional y lo natural.
Preeminencia de Dostoievski como foco iluminador de un territorio filosófico inexplorado. La obra del escritor ruso expone una dialéctica concreta entre pensamiento y acción, la cual siempre queda superada por la incondicional afirmación de la vida a través de la redención de sí mismo mediante un dolor que no se vuelve rencoroso contra sí mismo y contra el mundo. El dolor como síntesis trascendental y amoral de la existencia.
En todo lo que se refiere a la Historia, la sociedad, las condiciones materiales de vida, la personalidad del autor, etc, Dostoievski me resulta completamente extraña e incomprensible. Pero en lo que concierne a la forma y contenido del pensamiento profundo que se expresa en la ficción como vida de los personajes, el exceso convertido en norma de conducta, todos lo que en sus obras se presenta me resulta extremadamente familiar, al punto de conmoverme y obligarme a pensar en mi propia condición.
Los hombres pueden dar amor a otros hombres simplemente porque sí. Sin otra finalidad que el amor mismo. El poder redentor del amor dado gratuitamente, a cambio de nada es el núcleo cristiano que se irradia en muchos personajes de Dostoievski y precisamente en los más anónimos e insignificantes. Incluso el más pequeño de los gestos puede revelar este misterio de la condición humana en cualquier momento, como sucede con el dedo de uña ennegrecida del campesino Marei en la boca del niño, hundido en la espesura del bosque, asustado por la alucinación de la frase «¡Que vienen los lobos!». La señal inequívoca de la bondad del campesino es la gratuidad del gesto. Consolar es dar esperanza: no tengas miedo, yo estoy aquí contigo ante la amenaza y la oscuridad es el «dictum» que da autoridad al padre, pero también otorga su legitimidad al Estado como espurio simulacro de fuerza paternal y protectora. La bondad también puede ser fundamento de lo monstruoso. Pero sólo los seres reales de carne y hueso con un rostro, un lenguaje y un gesto pueden ser amados. Lo abstracto pide un amor que sólo puede engendrar la locura y la muerte. Y esa es la historia de las ideologías y las utopías modernas. La monstruosidad de la Modernidad política consiste en que lo abstracto se arroga el poder redentor del amor, como el Dios cristiano se arroga el poder absoluto de dispensar todo amor.
Si se coloca una potente lupa de aumento sobre la conducta del hombre, se percibirán cosas insospechadas. La desmesura, la anormalidad, el exceso en los personajes de Dostoievski cumple esta función de revelar lo que el estándar oculta. Se puede observar la medianía con minuciosidad, tal como practican la escritura Flaubert o Tolstoi, y obtener los resultados que se buscan. Pero también se puede obviar esta metodología, en el fondo moralista, pese a la estrategia de la observación objetivadora, y poner en su lugar la excepcionalidad, la transgresión y el límite como campo experimental de observación. Dicho en otros términos, Iván Ilich o Emma Bovary se dejan llevar por la opinión hasta para tomar conciencia de la muerte y eso es lo que define la esencia del hombre del término medio, que vive y muere sin saberlo. Otros personajes, como Raskolnikov, en tanto que transgresores, pese a sus debilidades e inconsistencias, afrontan la muerte mirándola a la cara, cierto es que siempre buscando perdón y redención como medidas absolutorias aceptables para ellos mismos. El residuo de la fe cristiana mundanizada es indudablemente fuerte en todas partes como resorte de la voluntad de dar sentido a una vida sin contenidos religiosos formales, pero sólo alcanza su cima, su expresión más depurada precisamente en la obra de aquellos que ya han superado sus presupuestos teológicos y han psicologizado la fe en la lógica puramente mundana de la autorredención.
«El idiota»: centro en que convergen todas las intrigas, todos los cálculos, todas las pasiones, todas las mentiras y todas las convenciones. Toda una sociedad, profundamente degradada, se pone a girar en torno a ese punto ciego que es el príncipe Myshkin en la novela de Dostoievski. La humanidad de todos los personajes tiene que enfrentarse cara a cara con la humanidad de un único personaje, pero este personaje no da la medida ideal sobre nada. Se limita a escuchar y comprender. No actúa, no ejecuta actos, no decide nada. No escribe, no dicta doctrinas en nombre de nada. El único criterio que introduce en sus vidas al confrontarse pasivamente con ellos es mostrar la mera comprensión de su conducta y su carácter a través del perdón por adelantado, sin juicio previo. Cada uno es lo que tiene que ser y cada uno actúa como puede actuar. La visión de lo humano por el idiota dostoievskiano es la visión de la inocencia, casi literalmente en los mismos términos en que Nietzsche concibe la «inocencia del devenir»: nadie es culpable de ser lo que es, nadie tiene que avergonzarse de ser lo que es. Sólo el juicio moral impone una perspectiva, una valoración y éstos se encuentran sujetos a una infinita variabilidad, por no decir, volubilidad de estados de ánimo y situaciones. Al idiota le reprochan que vive en un paraíso aquí y ahora: el mundo, la sociedad, el hombre no son nada paradisíaco. La respuesta implícita del idiota, en su inocencia terrenalmente paradisíaca, es asimismo simple: no sabemos vivir, no sabemos lo que es la vida. Para él es evidente que lo que nos hace radicalmente malos es el sufrimiento. Por eso su ideal está en el fondo del padecimiento de todos esos seres inocentes que sufren y no se vuelven malos sino que, con su existencia sufriente, al borde de sus fuerzas, siguen siendo buenos, conservando intacta su pureza y su inocencia originales. Todos esos niños que captan la pureza de otros seres, todos esos borrachos que incluso en su mayor abyección conservan un residuo de bondad, todas esas mujeres caprichosas que arrastran consigo todas las pasiones más bajas o más nobles y pese a todo son dignas de una compasión que no juzga, son los tipos ideales con los que el idiota puede establecer un pacto implícito de entendimiento y comprensión.
Gran juego dialéctico de la inversión del sentido común: la pregunta enigmática por excelencia no es por qué viven los hombres, pregunta que cualquier cretino puede responder sobre la base precaria del principio de autoconservación, sino por qué no se suicidan, habida cuenta de que tienen las mismas razones para lo uno y para lo otro. La cuestión, ocasionalmente, la plantea de golpe el personaje dostoievskiano Kirilov en una conversación trivial en la novela «Los demonios» y el lector siente ya aquí el primer gran martillazo sobre el latón hueco de su existencia de hombre común y corriente. La respuesta de Kirilov, contra el sentido común, no es que los hombres viven porque aman la vida sino que los hombres viven porque aman el dolor. No hay ningún otro escritor como Dostoievski que sepa sacudirse de encima a los lectores perezosos y acomodaticios: a partir de este pasaje cada uno es invitado a debatir consigo mismo asuntos que se refieren no a personajes de ficción sino directamente a él mismo como hombre. Ésa es una de las razones por las que Dostoievski me fascina.
No allí donde exista una jerarquía, una ilegitimidad, una explotación demasiado ostensible, un descontento o malestar indefinidos se producirá una revolución. El proceso revolucionario latente ya está en marcha allí donde toda autoridad, respeto y sentido de la moralidad se han quebrado. Desde ese momento, virtualmente todo es posible. La destrucción real sigue lógicamente a la destrucción ideal, si se dan sincrónicamente todas las condiciones previas. Este parece ser el escenario representado en la novela «Los demonios» de Dostoievski y coincide de un modo sorprendente con la descripción que Taine esbozaba en su crónica sobre la Francia revolucionaria pocos años después de la redacción de la obra del escritor ruso. Que un novelista de la talla de Dostoievski y un historiador de la enjundia de Taine coincidan en la comprensión de los supuestos previos y las realidades efectivas de un proceso revolucionario en la escritura de la ficción literaria y en la escritura de la Historia debería hacer reflexionar sobre el hecho de que la verdad de la condición humana se dice de muchas maneras.
El crimen, el asesinato, la víctima: ninguna de las cuatro novelas mayores de Dostoievski puede entenderse sin la tensión narrativa que apunta a la muerte. En todos los casos, el asesinato hace saltar por los aires las apariencias de un mundo de convenciones ordenado. Ante la muerte violenta, cualesquiera que sean los móviles que conducen a ella, la vida queda al desnudo, todas las tramas de la trivialidad social convergen, todos los personajes bailan una danza macabra, apoyada con todos los argumentos racionales entreverados de pasiones autodestructivas. Desde el principio, el asesinato de la vieja usurera y sus consecuencias organiza toda la trama que sobre la vida de los personajes impone el acto de la transgresión consciente del asesino. Desde el principio, la mujer fatal que será asesinada, seducida en su primera adolescencia por un libertino, impone la fatalidad de su existencia sobre el resto de los personajes. Desde el principio, el crimen preside los destinos de todos los personajes endemoniados por la ideología. Desde el principio, el padre desnaturalizado, encarnación del materialismo más grosero, se convierte en el gozne que hace girar los deseos y los cálculos de sus vástagos.
Hay que leer y releer el capítulo de «Los hermanos Karamazov» más justamente famoso, el titulado «El Gran Inquisidor» por muchas razones. Se plantea la cuestión entre Iván y Aleksei, el ideólogo laico y el religioso cristiano ortodoxo, sobre la creencia en Dios. La argumentación gira en torno al sufrimiento y su justificación. La cuestión misma es universal y sólo tiene un sentido en tanto que se la plantea y responde dentro de cada sociedad histórica. Con toda evidencia, sólo es una cuestión fundamental dentro de la mentalidad dominada por el sistema de creencias de la fe cristiana. Si aceptamos que el sufrimiento debe ser justificado de alguna manera, somos y seguimos siendo cristianos. Si, por el contrario, pensamos que no puede ser justificado de ninguna manera, entonces se abre otro horizonte desconocido. Ahora bien, si creemos que simplemente el sufrimiento debe ser erradicado por la acción mundana del hombre culto y civilizado, entonces nos encontramos en la total confusión de las ideologías y las utopías modernas, una excrecencia degenerativa del propio cristianismo. Según Iván Karamázov, el cristianismo originario carga sobre el hombre la más pesada de las cargas: la carga insoportable de decidir por sí mismo y en completa soledad qué es el bien y qué es el mal. Tan insoportable es esta carga que el hombre tiene que descargarla en otro para poder vivir: otros tienen que decidir por cada uno qué es el bien y qué es el mal. Indudablemente, Iván Karamazov comprende la esencia y función históricas del catolicismo romano y la eleva a la dimensión histórica dominante de una hegeliana «figura de la conciencia», ampliada y extendida hasta sus contemporáneas formas negativas e invertidas (ateísmo, socialismo y anarquismo). En estas circunstancias, Iván Karamazov elabora un discurso que es realmente toda una Anti-Teodicea y que es también y, sobre todo, un desafío en sus propios términos a la Filosofía de la Historia, en el que, sin citarlos directamente, subyace una crítica irónica y mordaz a Leibnitz y Hegel como pensadores que han creado la monstruosa impostura que postula un sentido justificador de todo sufrimiento humano.
Entre otros muchos hallazgos y formulaciones acertadas, verdaderamente revolucionarias en la comprensión de la Historia literaria, le debemos a Mikhail Bakhtin la tesis de que el escándalo como tal, en un profundo sentido carnavalizado, en cuanto inversión de las condiciones de la vida cotidiana, es la categoría narrativa constituyente y dominante en las grandes novelas de Dostoievski. Un paso más allá de la parodia, la sátira o la crítica, el escándalo es el procedimiento de puesta al desnudo del hombre socializado.
Imagino el esbozo de guión para una película muda sobre Dostoievski. En la escena inicial, un apartamento oscuro y una cama, hipidos, imprecaciones, miembros que se agitan crispados, sobre el trasfondo de un gran silencio. A continuación, sin transición, ruido de voces y risas en la sala de un casino iluminado hasta la ceguera, una ruleta en movimiento cuyo sonido se muestra aumentado hasta ensordecer al espectador. Sin transición, el filo de un hacha golpea la cabeza de una vieja mientras un hombre reza en una celda. Sin transición, multitud de borrachos ruidosos se agolpan en el umbral de una estancia en cuyo interior en un hogar con chimenea brilla en rojo cegador y brillante un fardo lleno de dinero del que sobresalen billetes de banco que arden y se queman. Sin transición, dos hombres sin rostro junto al cadáver de un bulto en una cama se miran largamente y hablan en voz muy baja, casi imperceptible.
Rusia merecería haber existido históricamente aunque sólo fuera por haber engendrado a alguien como Dostoievski.