APUNTES PÓSTUMOS 1 (2020-2021)

Invierno-primavera 2021

Personalmente he llegado a un punto en el que ya sólo puedo soportar la vida en un estado contradictorio hecho de letargia y alergia, y no sólo en el plano intelectual: por un lado, segrego automáticamente una somnolencia profunda que me mantiene en equilibrio, en respuesta a la indiferencia de todas las cosas; y, por otro lado, me oculto en un rechazo involuntario ante todos los estímulos externos de un mundo de solicitud constante que quiere obligarme y comprometerme a una complicidad abyecta. 

Expatriado, desposeído, desclasado: nadie podría interpretar mejor que yo el papel de intelectual judío en el periodo de entreguerras. Y mi campo de aniquilamiento, al que me hallo adscrito administrativamente, es la televisión, la publicidad, internet, el cine, la pornografía, la gran superficie, el tráfico de la ciudad, los hoteles turísticos vacacionales, las playas, los museos, los conciertos rock… No hay perros que ladren junto a la alambrada, no hay uniformes de carceleros, tampoco se ve a lo lejos la columna de humo de los hornos crematorios: sólo me enfrento, trivialmente, al cristal de la transparencia y a una pantalla de control en cualquier terminal del mundo. Kafka no tiene nada que enseñarme. Mi pasaporte sanitario está en regla. Infectado y vacunado porque soy sospechoso de portar conmigo todas las enfermedades contagiosas, finalmente puedo respirar sin mascarilla quirúrgica el aire limpio suministrado por el aparato de ventilación de mi celda.

Debe de ser una de las peores manifestaciones de la desdicha humana: la tarea de dedicar un intelecto bien formado a objetos envilecedores. Pero la vida social y profesional es exactamente eso y nada más. Entiendo que algunos se vuelvan perversos como reacción a este envilecimiento. Hoy no hay teólogos ni metafísicos para crear trasmundos ideales que habitar en la oración y en la especulación, ni siquiera ideólogos para inventar utopías que realizar con planes colectivos y proyectos individuales de vida. Sólo queda el remedo o remedio casero de inyectarse el otro mundo en vena, con algunas gotas de mal imaginario para compensar la balanza del juego cósmico.

Fase avanzada de auto-desmitificación personal. Cuanto más se ha amado a un autor, poeta, pensador, músico o artista, más se dirige contra él la fuerza gastada de ilusión que busca renovarse por la pura necesidad de sobrevivirse a sí misma y seguir alimentando la vida. Como en la sustitución de los objetos de deseo: hay que abolir el arquetipo, el único que verdaderamente pudo enamorarnos, para que las copias puedan circular y dar una oportunidad al deseo residual. A partir de cierto momento, la vida en descuento no es sino esta misma imitación segunda de los encuentros originales que una vez la sedujeron y encantaron. Pero el ánimo no es el mismo, ni la receptividad, ni la buena voluntad hacia lo que viene otra vez al encuentro. No se puede fingir la ilusión del primer encuentro. No se puede vivir cuando el cadáver de uno mismo no ha sido enterrado. 

Bloqueo de la situación hermenéutica de la vida fáctica, diría enfáticamente el Heidegger de los primerizos años veinte del siglo pasado. Pero hoy ya no hay suficiente sentido desde el que interpretar o no hay suficiente vida desde la que dar sentido. O bien el tiempo ya no comparece como horizonte de sentido del ser porque toda posibilidad se ha realizado. O bien la muerte, en su imaginada inminencia, no determina la existencia en su posibilidad porque la muerte misma ya está aquí ocupando el lugar de la existencia.

Partiremos de una hipótesis fuerte: todo lo viviente ocupa el lugar de lo muerto. Lo originario es lo muerto, no lo vivo. Lo vivo arrastra en su ser lo muerto en tanto que muerto. Todo el devenir del ser de lo vivo es un corolario del ser de lo muerto. No se entiende la vida del individuo ni  la vida de las sociedades históricas sin comprender esta verdad: todo lo que somos procede de la muerte de lo que ya existió. Repetimos gestos, interpretamos palabras, los signos petrificados nos rodean. Investimos de pasión lo que se nos presenta como nuevo. Inventamos causas de lucha para preparar nuestra muerte, como si nuestra vida pudiera dar testimonio de una espontaneidad original cuando queremos lo que ya ha sido querido y decidimos lo que ya fue decidido. El hecho de que la existencia sólo pueda ocuparse en el lugar de la individualidad, el ahí del ser, nos obliga a olvidar nuestra pertenencia a lo genérico de nuestra condición: la pertenencia originaria a la muerte. Reproducimos y representamos lo ya vivido hasta la extenuación de nuestras fuerzas y presentimos que ya estamos muertos cuando se nos hace evidente, en el momento de una iluminación insensata, lo excesivo de todo esfuerzo por perseverar en esta vida.

El secreto protestantismo español es Don Quijote: un tipo que lee como le da la gana, que interpreta según su antojo las aventuras de caballeros de ficción y, para hacer real su fe, se justifica a sí mismo haciéndose caballero. El cristiano reformado hace lo mismo con la palabra de Dios, liberado de la autoridad eclesiástica católica romana. En este sentido, Don Quijote es el Lutero y el Calvino que no tuvimos los españoles. La subjetividad constituyente, la creación de un espacio para dar juego a la libre interioridad como fundamento de la época moderna, aquí sólo pudo manifestarse como locura de un hidalgo lector que se tomaba al pie de la letra un texto imbuido de su propia propensión espiritual. Unos operan con la lectura inspirada del texto sagrado su conversión en santos laicos, otros se transforman en caballeros tras identificarse con ellos y adoptar su discurso, sus signos exteriores y su temple. Pero en un caso y en otro se trata de mimesis social sobre la base de valores sociales estimados y reconocidos. Don Quijote, al hacerse caballero y obrar en consecuencia, era como un cristiano reformado que, al leer libremente la palabra de Dios, se creía justificado en su fe, de la que saldría vivificado y renovado por una Gracia de Dios que en realidad sólo se debía a sí mismo. Don Quijote se autogratifica como caballero en la comunidad de los lectores entusiastas de libros de caballerías como el santo protestante se autojustifica sólo por la fe ante la congregación de los fieles.

Lo indeterminado, lo probabilístico se introducen en las vidas de seres habituados a la repetición de patrones de conducta. El caos, vuelto domesticidad de una costumbre, se absorbe en el espíritu con la misma facilidad con la que se degluten los alimentos en el estómago. Rumiar no sólo es cosa de bestias. Pero las abstracciones devienen pesadas en medio de esta ingravidez generalizada y hay que soltar lastre. Una sociedad hecha de jirones de anacronismos no puede oponer resistencia al sinsentido. El tiempo, incluso el tiempo, ese eterno niño de Heráclito, ha envejecido. Un amoralismo de buen tono acompaña nuestras ensoñaciones, que hace tiempo sustituyeron a nuestras representaciones. Dormio, ergo sum.

El dinero, nuestro doble incestuoso, pues no somos más que el estatus imaginario de un poder adquisitivo abstracto, resulta superfluo como signo de distinción: sólo se intercambia por deseos prestados por otros, no por nuestros propios deseos y ni siquiera es dinero nuestro. Es el deseo lo que inviste al dinero de su poder fascinante. Allí donde ya no hay nada que desear hacer real, el dinero se vuelve redundancia de una vida petrificada. Cuando se puede comprar todo trabajo, la obra del espíritu, grande o pequeña, todo hombre se vuelve superfluo y debe desaparecer en la liquidez pura de la corriente universal del intercambio vacío. Y lo que se intercambia siempre es lo común a muchos, no lo singular, que resulta inconvertible, lo irrealizable de un valor excedente. Pero todo valor quiere ser intercambiado de algún modo y según reglas que le son propias: no como mercancía, sino como don, como dádiva, como regalo, como desafío y como muerte. 

Lo social: estructura de acogida. Sin referencia al mérito, al trabajo o a cualquier otro criterio funcional de valor. Almacén de la mera supervivencia. Curso de reciclaje de la materia humana. Buena parte de la población convertida en residuo biodegradable por intermediación de un salario social: redundancia de concepto, esto es, lo social identificado llanamente con la supervivencia forzada y forzosa, más allá de su función y su sentido. La economización total de la vida como ideal y práctica parece conducir a esta extraña forma de lo social por defecto. Sobrevivir a la obligación del trabajo asalariado es el criterio que define lo social como estructura de acogida. Dadas las condiciones actuales, se crea así una enorme fuente de poder inercial, pues las categorías sociales de los supervivientes del salario transferido coactivamente de los otros serán más numerosas que los propiamente asalariados. Gran ironía de la Historia contemporánea: no es la colectivización estatal del capital lo que crea el paraíso terrestre imaginario del socialismo, es la desnuda coacción brutal sobre la masa asalariada lo que finalmente acaba por crear una inmensa nueva clase parasitaria de ínfimos rentistas sobre quienes se sostiene toda la estructura de la dominación del capital.

La buena época en que todas las cosas tenían sentido porque el sentido podía proyectarse sobre ellas (literalmente, poner el sentido por adelantado es la tarea del pensamiento) ya ha pasado de largo y nos ha dejado muy rezagados. Hoy sólo perseguimos su sombra, pero no es seguro que la sombra de un sentido cualquiera pueda equivaler y hacer las veces de un sentido establecido. Hoy todo el pensamiento residual, incluso el más serio, es el pensamiento de una sombra, por lo que fácilmente se convierte en la sombra de un pensamiento. Y a mayor seriedad, mayor proyección de sombra.

Todo lo que miro me está mirando. Esta luz del amanecer a las 7’45 de una mañana una semana antes de la primavera, el más bello rosa claro pálido de un amanecer sobre los bloques de casas elevados en el pequeño promontorio de la ciudad, no soy yo quien la crea, me es dada su hora como oportunidad, como momento que se me presenta y sobre el que nada puedo decidir. Todo lo que así adviene quiere ser acogido de un modo y no de otro. Sólo eso lo cambia todo. Yo desaparezco, el residuo del sueño, la hostilidad, el resentimiento, la rutina, el cansancio de un trabajo sin sentido. En su lugar, todo se abre, es posibilidad, es fuerza de renovación, y todo parece tan sólo el efecto de una apariencia que es más fuerte que todo sentido con que uno se arma para afrontar el día: el día como esta luz instantánea es lo que fija la mirada y permanece cuando yo no esté aquí. Todo este hastío del trabajo que me espera durante el resto del día consumido ya ha sido borrado con una sola mirada al horizonte abierto.

Del acontecer de una vida individual queda como huella la progenie o la obra, en todo caso una forma de herencia, genética o cultural. El espíritu transmitido habla ambas lenguas, que quizás sólo sean dialectos de un mismo logos. Pero del acontecer histórico, de los actos colectivos quizás lo que quede sea la impronta, el sello de un devenir en forma de destino del grupo o de la comunidad. Si el fatum actúa en el acontecer, no hay nada dado al principio que no vuelva a aparecer al final, pero desconocemos tanto el origen como el fin y sólo disponemos de señales confusas y mezcladas que la memoria tiende a sobresignificar, ocultando el sentido en la mera redundancia del ruido mundano.

La única grandeza que le está permitida al hombre es ser parte activa en la grandeza de Dios o, en su defecto, ser agente de la obra del Diablo. Es difícil elegir. No hay que precipitarse. Lo más cómodo es convertirse en fámulo de la propia mezquindad y propagandista de la propia limitación. Quizás cierta forma de nihilismo sólo consista en una demostración de impotencia ante la grandeza duramente exigente del Mal, que opera una selección natural de nuestras fuerzas y afectos mucho más restrictiva y constrictiva que la del Bien, cuya obra sólo aspira a una mediocre perfección mundana fácilmente simulable por las ideologías de consolación y las técnicas de sustitución.

Mi deseo proyectado rebota sobre la superficie de todas las cosas y todos los seres y no me devuelve ninguna imagen de mí. Su energía se agota en sí misma. Como mis palabras, se vierten o se expulsan, se fijan y se extienden sobre tu cuerpo, conjuran tu ausencia, están en tu lugar, y te hacen real a imagen de mi deseo, pero yo quiere tu entrega, el juego demorado de tu entrega, la lucha de tu entrega, quiero la resistencia y la negación, el rechazo y la palabra hostil.

El problema de la civilización occidental es la muerte, el intercambio de la muerte y la vida: ha extraviado en algún momento el código secreto que ordena ese intercambio sublime. Ya nada ni nadie quiere morir voluntariamente. Ya no se puede ofrecer la muerte como signo de un intercambio absoluto, que exige al otro devolverlo aumentado. Por eso la guerra y la esencia de lo político han desaparecido del horizonte existencial de esta maltrecha vida civilizada. De ahí que el horror ante el suicidio deba ser compensado con la normalización de la eutanasia bajo un régimen ordenado por una regulación estatal, médica, psiquiátrica y terapéutica. El yo muero con una rúbrica impresa del Estado.

Perdidos en la taxonomía aristotelizante del ser puramente nominal de las cosas, evocando el fantasma del poder constituyente, a redropelo de la Historia buscando desesperadamente la autoridad, conjurando el hechizo incompareciente de la sociedad civil, abrumados por una crítica de la cultura tres tallas por encima de nuestro menguado cuerpo social, no quedaba más remedio que bostezar entonando cánticos historiográficos, fobias, filias y un poco de elegías nacionales, todo simplemente para desmentir la condición apocada, cínica e indecorosa de los hombres que tantas veces se bañaron en la charca de las ranas que pedían un rey a Júpiter tonante. Pero se olvidaron de que también los dioses tienen un culo y todo el universo apenas es un suburbio por donde pasea Cronos envuelto en su nube de gas metano, sí, también él abonado a la compañía que cotiza en la bolsa de valores.

Toda la realidad se pasa al lado de la simulación: el sexo, el trabajo y el ocio, el poder y la política, la guerra y la Historia, el capital y la economía, el saber y la técnica, la cultura y el espectáculo, la información y la opinión. Hay algo liberador y, sobre todo, gozoso, rejuvenecedor, en la teoría de la simulación de Jean Baudrillard. Nada pesa tanto a la conciencia lúcida como el saber cierto del agotamiento de la realidad y de su principio moderno de racionalidad y verdad. Porque si todo lo racional no es real y la realidad misma es indiferente a la racionalidad que se le ha sobreimpuesto, entonces queda alguna esperanza para la ilusión, si no de otra realidad, al menos sí de otro final, es decir, la ilusión de otra manera de concebir y experimentar nuestro propio final y dar por ello sentido a nuestra muerte. Y éste es el único placer intelectual que permite afrontar el fin de nuestra civilización.

La ceremonia, el rito, el juego: formas a través de las cuales la realidad y el tiempo son suspendidos. Formas de encadenamiento de los signos en un espacio delimitado, sometido a reglas estrictas, que exigen observancia. Si la realidad como principio de racionalización es coacción, hay que buscar otro tipo de coacción superior. A un orden racional sólo se le puede oponer un orden racional más elevado. La racionalidad de lo ceremonial, de lo ritual, de lo lúdico somete la realidad a un orden en el que la subjetividad como voluntad y libertad queda en suspenso o simplemente eliminada. Se entiende la fascinación de Baudrillard por estas figuras de realización del mundo sobre la base de un dominio de los signos y de las reglas más acá o más allá de la racionalidad moderna.

Haceros creer que experimentáis un placer nunca antes experimentado por nadie en lo más profundo de su ser carnal. Haceros creer que experimentais una libertad de elección nunca antes experimentada por nadie en lo más profundo de su ser espiritual: he ahí la verdad actual del sistema y de su correlato ficticio, la masa integrada en los circuitos de semejante explosión jubilosa de sentido. Sí, por fin, nos reapropiamos nuestra «esencia humana liberada a sí misma», pero es demasiado aburrido no tener a nadie enfrente con quien jugar a ganar o a perder lo así tan fácilmente ganado.

Hoy cada uno de nosotros es imputado de un sexo que le es indiferente, de una ideología que no es la de nadie, de una responsabilidad ante la que no puede sustraerse. La dominación de lo universal se dirige a lo indiferenciado que hay en nosotros. Pero la estrategia de promocionar lo diferenciado en cada uno obtiene el mismo resultado. La arbitrariedad señala con su sello tanto lo uno como lo otro. Porque el poder de lo universal es el poder de lo arbitrario y su principio es la abstracción absoluta, donde opera la afirmación de que cualquier cosa puede ser cualquier otra siempre que sea universalizable. La diferencia es siempre la coartada perfecta de lo indiferenciado.

El inconsciente no tiene ningún misterio: es el depósito residual, completamente banal, de todo lo que no se ha cumplido. No crea nada, no inventa nada, no transfiere nada a una dimensión imaginaria, no ajusta cuentas con la realidad. No está investido por una deuda que engendre una culpa. Es tan sólo eso: el sueño despierto de lo que podría haber sido si la realidad no fuera lo que es. Poco más que un juego estético con la categoría de la posibilidad. 

Todo relato sobre reversibilidad nos fascina y nos espanta, nos atrae y nos repele. Estamos acostumbrados a que las cosas tengan un sentido único, irrevocable y definitivo, en nuestra vida cotidiana tanto como en las prácticas del conocimiento. Pero la realidad no se entrega tan inequívocamente como nos gustaría pensar. Una cultura como la nuestra, de la que la estadounidense actual es la forma exacerbada y pura, sin prejuicios ni represiones, que ha perdido todo anclaje simbólico expresable en un lenguaje reconocible, sin embargo deja filtrar en sus resquicios menores en la cultura del mero entretenimiento esta misma fantasía de una reversibilidad siempre posible en el corazón de todas las cosas y en su representación a veces silenciosamente alcanza sus mejores logros estéticos. Por ejemplo, la escena onírica final de la película «Mister Brooks» (2007) con Kevin Costner. Un asesino en serie oculto en la irreprochable apariencia estereotipada de «selfmade man», desdoblado entre su condición aparente y su ser profundo, interpretado por William Hurt jugando al desdoblamiento, al perdón, a la búsqueda de la redención y el arrepentimiento, pero fijado al puro placer lúdico de la transgresión en el crimen perfecto y el anonimato, se ve poseído hacia el final de la historia por un conocimiento secreto, la peor intuición que deshace todos sus esquemas de comprensión y comportamiento, al sospechar que su propia hija portaría en su ser sus mismas inclinaciones al crimen y, lo que es mucho peor, sus mismas inhibiciones morales. A partir de ahí, surge la obsesión del buen padre que intenta racionalizar la situación, protegiéndola de la ley y dándole el beneficio de la duda, a sabiendas de la mentira que él mismo crea. Pero una noche un sueño, en el que ella lo mata con unas tijeras clavadas en su yugular, le revela la verdad de sí mismo, verdad ante la que sólo puede reaccionar con la plegaria convencional de los adictos al alcohol en fase de rehabilitación. Y ahí acaba la historia: podemos imaginar los episodios ulteriores: cerrar los ojos ante la evidencia es ofrecerse en sacrificio ante el curso del mundo. El sacrificador será sacrificado. El verdugo será víctima. El padre será asesinado por el hijo. Y todo volverá a comenzar y seguirá un ciclo fatal, recomenzando una y otra vez. Un análisis parecido habría que hacer sobre la película de David Cronenberg «Una historia de violencia» (2005), donde lo reversible de los roles convencionales está descrito a flor de piel: no hay nada en el orden de las apariencias que no pueda repentinamente volverse su contrario. El rostro de Viggo Mortensen muestra todos los avatares psicoplásticos de este desdoblamiento a través del cual el bien se metamorfosea en su contrario a través del conmutador de la violencia.

Bajo la impresión contemporánea de un muy vivaz enfoque psicologista del poder, el gran ensayo «Sobre el poder», de Bertrand de Jouvenel, escrito entre 1943 y 1945, muestra el doble rostro de su ejercicio, ambiguo en todo momento y lugar: autoconservación egoísta como único fin real de sus detentadores y efectos sociales altruistas, organizadores y benévolos, casi serviciales, para favorecer un bien común que no es nunca el efecto perseguido. Por definición, el poder es agonista y dialéctico, contradictorio en su naturaleza, porque tiene que hacer frente a algo que se le resiste y a la vez tiene que integrarlo en sí para perdurar. La legitimidad surge del éxito en el proceso de esta operación, por la cual una esencia se metamorfosea: lo que era en sí se transforma y deviene. Convertido así en sujeto de la Historia, el poder es dinámico, creativo y su vocación, egoísta en origen, deviene, por el hábito y la costumbre, providencia del orden que él mismo instaura para reproducirse. Reconstrucción empirista o experiencial de la tesis especulativa de Hegel: las argucias de la Razón operan para transformar el mal en bien, lo irracional en racional, la fuerza en derecho, el privilegio en libertad, el caos en orden.

El poder ya no existe y la nostalgia por él se ha convertido en la invocación encantatoria que nos persigue y fascina y llena las bibliotecas de ensayos moralizantes de crítica neoconservadora. En el caos no hay nada que ordenar. El poder no es un punto de máxima concentración. El poder no es un lugar reconocible en un orden jurídico. El poder no es una unidad o una sustancia. No es un centro de emanación y una red de difusión. No es una persona, sagrada o carismática, tampoco fingida o soberana. No es una voluntad. No es un aparato, un instrumento, un dispositivo. No es un mandato y una obediencia. No es una función en un sistema. No es un proyecto, un propósito o una finalidad. No es una ley o una norma. No es decisión o resolución. Pudo ser todo esto, pero ya no lo es. Energía, fuerza o potencia lo presuponen. Pero si nada de eso queda en lo simbólico de una dramaturgia que lo hacía existir a través de los signos vivientes, entonces lo real del poder es su ausencia en la realización misma de su obra, finalmente petrificada e informe. Lo que se realiza como poder es ausencia de sí mismo. No hay acto que lo exhiba como tal. La corrupción generalizada, en cuanto desmesura y puesta en escena de su evidencia, es lo único que nos queda de la sombra del viejo poder histórico. Toda impotencia se recrea en fantasías de juventud. 

En el día de la muerte de Franco Battiato, 18 de mayo de 2021. No, no volveremos otra vez. No hay eternidad ni círculo de retorno. Esto de aquí y ahora es la única vez y no hay otra. El solo una vez y nunca más es lo que debemos asumir hasta agotar su sentido. No participamos en la sustancia del mundo, no somos parte de un espíritu perdurable, no retornaremos. No hay inmortalidad, no hay permanencia de una conciencia aumentada y mejorada. No somos parte de una omnisciente conciencia ni parte de una voluntad pura que quiere el bien. No hay ningún deber que cumplir ni ninguna finalidad que realizar. No hay razón en el mundo que no se cumpla y deba cumplirse en otro mundo. No hay ningún plan del mundo y no formamos parte de ninguna totalidad. No hay salvación ni condena, redención o gracia, justificación o duda. No hay ninguna deuda que saldar. Todo lo que debía ser ya se ha realizado. Todo es perfecto en el estado en que se encuentra realizado, pues no hay otra realización que la del curso siempre igual de la vida. Debo compensar esta vida que me ha sido dada, en señal de agradecimiento, con la muerte. Y eso es todo: el ciclo de devolución de lo mismo a lo mismo, de la nada de la que procedo a la nada que me está destinada.

Tu nombre, sentido de todo lo que es, se dice Historia: pero debes saber que sólo eres el trayecto desde lo insondable hasta lo irresoluble pasando por lo inexpiable. La creencia que afirma que el devenir en el tiempo tiene un sentido es la más firme autopersuasión de la conciencia cristiana mundanizada, que constituye todo el contenido de lo que aún descaradamente llamamos «Modernidad». El resto de creencias, ya banalizadas, afirmativas o negativas, críticas o dialécticas, progresivas o reactivas, idealistas o materialistas, se fundan en la misma fe mundanizada, la de una revelación que desembocará en una salvación.

La profesión de historiador no tiene secretos ya para nadie, ni en su versión divulgativa ni en su versión académica. Todo el mundo está bien equipado de sentido común. Sentado ante la mesa escritorio de su biblioteca, el historiador, embobado en las manchas de humedad de las paredes y los techos, observa la plenitud de sentido del acontecer: chorrea literalmente sentido, y si es hispano-inglés y fumador, la humareda aromatizada que despide su pipa lo vuelve reflexivo y tenaz en esta desigual lucha contra la voracidad del tiempo. No es fácil ser un Agustín de Hipona, un Hegel, un Marx, ni siquiera un Spengler amateur: el sentido es como la salsa de la vida histórica. No mejora el sabor, pero colorea el alimento. Uno conoce de antemano las intenciones secretas de los grandes hombres, siente bullir por doquier el espíritu de la libertad, se le ilumina el rostro con la Idea, sabe en su fuero íntimo que Dios mora en su corazón, otea ya en el horizonte el resplandor de la ciudad de Dios, cuánta belleza de una carne al fin purificada, inmortalizada y eterna, y qué decir de esas complicadas relaciones sociales de producción, finalmente superadas en un nuevo sabbath con bricolaje y outlet para el fin de semana, el cuerpo místico de la Humanidad redimida bien merece una filosofía de la historia, una misa de réquiem y una colección de bibelots arqueológicos. El telos, el fin, el propósito: cuánto placer en saberlos cómplices de nuestras pulsiones domésticas.

Política de Dios, política del Demonio. Eje del Bien y del Mal. El dios celeste y el dios subterráneo. La esvástica o la hoz y el martillo. La Casa de Habsburgo o la Casa de Borbón. Este y Oeste. El imperio del Centro o el Imperio del Extremo Oriente. La civilización y la barbarie. El horno crematorio y los derechos humanos. Roma y la “Civitas Dei”. Musulmanes y cristianos. Católicos y protestantes.  La Llanura y la Montaña. Roma y Cartago. Helenos y persas. Reforma y Contrarreforma. Terror blanco y terror rojo. Revolución y Reacción. Burguesía y proletariado. Amo y esclavo. Señor y siervo. Imperio y Papado. La lista de relaciones históricas que atraviesan todos los frentes y todas las épocas está presidida por la dualidad. ¿Tiene algo que ver lo político con la dualidad metafísica? Puede suceder casi siempre que la dualidad del principio político (si se quiere, Tierra y Mar) sólo refleje la escisión inmanente a todo orden mundano y que la dualidad sirva precisamente para impedir la consolidación irreversible de un orden definitivo del mundo. La dualidad, como quiera que se la piense, es el rostro oculto de la muerte o de la nada. Tú, en la plenitud de tu ser, presientes lo que te falta: el otro, ahí enfrente, tu propia sombra, te completa y te anula. El uno se escinde para luchar contra sí mismo. No alumbra una síntesis o una negación de la negación: la muerte es concluyente, no una premisa afirmativa para otra nueva negación. Para cada civilización que muere, en efecto, la Historia se acaba. Poe, “William Wilson”: léase también como metáfora acerca de la naturaleza del poder. Todo poder engendra, por su propia dinámica, el poder que lo niega y lo abate. En el espacio, se aparece como la forma imperial, que no es una forma política más que al precio de poner límites, en cuyo exterior espera y se engrandece lo que está llamado a destruir esa forma que necesita del extrañamiento de lo que está más allá. El Imperio es la más artificial de todas las creaciones políticas y por eso mismo la más antigua y la más duradera. La inconsistencia de nuestra época final de civilización sueña a través de la Geopolítica con quiméricas estructuras imperiales, pero los grupos mundiales dominantes están dotados de la misma consistencia intelectual y la misma fibra moral que cualesquiera otros elucubrantes quimeristas. Que la realidad sólo sea el subproducto de la fantasía de los sujetos, he ahí la verdad sustancial y sustanciosa de nuestro estado de cosas.

Que la mirada extranjera y extrañada surja de un margen es interesante. La mirada extrañada y extranjera de Ostrogorsky hacia los sistemas políticos anglosajones funda una sociología política fundamental: la sociología de la organización del partido político moderno, extraordinariamente  influyente en Max Weber. La mirada extrañada y extranjera de Simmel hacia la sociedad burguesa clásica europea de comienzos del siglo XX funda una sociología de cuya originalidad es imposible dudar: las formas de socialización a escala microscópica, que son las que transmiten su dinamismo a la vida social en la era de la esclerosis de lo social bajo la acción de las organizaciones de masas. Parece entonces confirmarse la idea de que desde el límite de un todo en movimiento que contiene su negatividad es bien posible concebir la totalidad que se afirma en tanto expulsa a su contrario: así, desde el inconsciente freudiano se define la normalidad psicológica del individuo integrado en el orden social, del mismo modo en que desde la lucha de clases, excéntrica al proceso fundamental de la Historia tal como se construye su relato burgués clásico, heroico o sublimado,  se concibe según Marx la propia Historia en tanto que proceso evolutivo de unas muy vulgares condiciones materiales de existencia.

Las tendencias irracionalistas del pensamiento se originan en el aburrimiento profundo de la vida civilizada. Ahora bien, resulta más que seguro que las tendencias racionalistas del pensamiento proceden también del aburrimiento. En un caso, uno se acomoda a lo demasiado conocido para hacerse una vida fácil y sobrellevable: una causa, un efecto, una necesidad, una ley, un cálculo y todo sigue su curso preestablecido. En el otro caso, uno se imagina un mundo en el que, en cada momento, todo estuviera sujeto a un acontecer enigmático o a una decisión incomprensible de no importa qué o quién. En ambos casos, como hipótesis, se finge que el pensamiento puede acceder a una verdad que le sería propia (y esa es la esencia de la metafísica, la mera afirmación de que existiría una correspondencia entre ser y pensar llamada «verdad»). Para unos, el mundo es cognoscible porque es racional. Para otros, es irracional porque es incognoscible. Unos y otros parten de premisas invertidas y llegan a conclusiones inversas. Es todo lo que en el ámbito restringido del pensamiento puede hacerse con estos materiales de nuestra vieja metafísica intelectualista. Una verdad frente a otra verdad y que cada uno trampee como pueda con la dialéctica del concepto. Y ahí puede disputarse lo que se quiera, mientras el fuego doméstico caliente la estancia del pensamiento, cerrada la puerta a lo inhóspito de la condición humana. 

El pensamiento crítico cojea detrás de la realidad cuyo lazarillo es casi siempre sin saberlo. La conduce por los buenos caminos cuando la realidad se obstina en tomar un mal partido y seguir derroteros demasiado complicados. Le fija un horizonte de sucesos y le pone ante la vista un espejo de lo peor. En este sentido, el pensamiento crítico actúa como un corrector ortopédico de la realidad, a la que precisamente en los momentos de crisis reintegra a la plenitud de su operatividad como fuerza opresora. Por lo que todo pensamiento crítico ingenuo es doblemente reaccionario. De ahí por ejemplo la extraña e inaugural ambigüedad de Hegel y todo lo que le ha sucedido como «dialéctica». 

Nada corresponde a su modelo, a su ideal, lo que equivale a afirmar banalmente que nada es lo que parece. Más profundo y exacto es afirmar que las cosas se desvelan a la luz de lo mismo que las oculta o las deja en penumbra. Hay un desdoblamiento esencial, originario, a través del cual lo que se nos ofrece y se nos da, también se nos oculta y retira. Chapeau para Heidegger, que captó como nadie antes que él la verdad de nuestra condición, la incertidumbre de hombres a quienes el hecho de ser temporales y finitos nos priva del dominio de lo que llamamos «ser» pero lo decimos en la vida diaria como si fuera nuestra posesión y nuestra certeza más común.

Alemania, el pensamiento alemán, la acción político-bélica alemana vienen hoy a constituir para nosotros una suerte de aleccionadora conciencia desdichada de la Modernidad europea, en formato divulgativo, que ya ha pasado su prueba de fuerza, su test de verdad histórica y nos deja a todos apesadumbrados. La incesante obra ensayística de Sloterdijk y la historia de la alta cultura intelectual que Safranski expone sobre la Alemania de la época clásica en su desarrollo (desde el romanticismo y el idealismo hasta Goethe, Schiller, Schopenhauer, Nietzsche, Heidegger…) van en esta dirección de un reconocimiento tardío, vestigial, también póstumo, de esta situación en la que el dislocado presente alza la vista y mira hacia atrás para contemplar las ruinas de los bellos monumentos ciclópeos de un pensamiento desmesurado y por ello tanto más fascinante cuando el conjuro crítico evoca su estancia en este mundo aniquilado, zurcido de memorias artificiales, estadísticas y prótesis de inteligencia funcional. Al menos, por contraste con el presente, las obras de ambos autores, guardianes de un museo abandonado, demuestran que hubo un tiempo en el que los europeos se tomaban tan en serio a sí mismos como hacedores de Historia que pensaban de verdad e incluso, lo que es peor, se atrevían a actuar en el escenario del mundo, algo que sus actuales sucesores y herederos, perfectamente cultos y civilizados, dolidos de dolencias innombrables, se cuidan mucho de hacer, por lo que evitan pensar libremente y así envejecen mejor, sobrenadando en el formol de la buena autoconservación, sin acontecimientos aurorales y violentos ni decisiones comprometedoras que delaten un exceso de confianza en las propias fuerzas. Para qué lanzar el dado sobre la mesa verde o la bolita sobre la ruleta si, de todas maneras, el azar ya ha decidido quién es el perdedor de esta jugada…

El decisionismo es la bestia negra de los profesionales de la técnica política de producción del poder simulado en los aparatos de los partidos estatales que escenifican la democracia como figurantes de su farsa: alguien que funde un orden o emita una orden a partir de una verdadera decisión política, incluso insignificante, representa un peligro que hay que conjurar con más propaganda y más encuestas de opinión. El decisionismo se sale de la programación, da el salto al vacío, arriesga algo, se vuelve responsable de comenzar un curso de acontecimientos: eso, precisamente eso, no debe tolerarse bajo ningún concepto. Porque la política sólo es un aparato técnico y un cálculo de probabilidades y nada más le está permitido ser cuando las valoraciones universalistas y los consensos de la corrupción mancomunada del Estado sin nación y el Capital sin territorio se han erigido en norma inhibidora del destino. Cualquier otra cosa introduce en el juego los más funestos imponderables, contingencias y vulnerabilidades que la sana razón y el sentido común no deben ni por un solo momento aceptar como variables, ni siquiera conjeturales, de la acción política. 

El apriori abre la veda del pensamiento y otorga derecho de pernada en el campo de la metafísica. Retirado el Dios de los filósofos de la naturaleza concebida al modo mecanicista, se le volverá a encontrar e instalar cómodamente en la Historia bajo la rúbrica de un plan del universo y un espíritu omnisciente e hiperactivo, ampliando el horizonte de la subjetividad moderna bajo la idea de una libertad racional que como tal debe realizarse, si es aceptado el postulado de que un fundamento de la voluntad como libre autodeterminación del hombre en el curso del tiempo es algo pensable y verosímil. Ahora bien: poner el ser en el cumplimiento de un principio espiritual es la gran jugada maestra para seguir pensando metafísicamente. Dios se humaniza, su voluntad se hace hombre histórico. Los alemanes jugaron fuerte una partida filosófica en gran estilo en la que, sin embargo, ya habían perdido de antemano. Todo resulta mucho más prosaico que semejante ideación admirable.

Ventajas comparativas: Francia, bajo el dominio de Napoleón, es un Estado poderoso, pero no está dirigido por una verdad moral superior sino por la mera ambición personal. No realiza ninguna idea moral que afecte a la humanidad en su conjunto. Sin embargo, Alemania está aún en formación y devenir hacia una unidad superior y debe realizar una idea: el Estado de derecho en la tierra. Fichte se muestra convencido hacia 1813 en sus «Lecciones de filosofía aplicada» sobre la doctrina del Estado de que ésta es la verdad de su tiempo. Delirio filosófico casi esotérico, preñado de consecuencias en la carrera del utopismo moderno, de cuyo arquetipo Fichte es el secreto fundador, pues la utopía es la variante degenerada y bastardeada del idealismo alemán.

Argumento paradójico de Joseph de Maistre contra la Revolución francesa: era necesario ensayarla, probarla y consumarla para demostrar justamente su imposibilidad. Partiendo de su facticidad, de su carácter errático y de todo lo que realmente muestra ser como espíritu satánico y destructivo, se deduce el fracaso de su ideal, esto es, el fracaso de los planes de la voluntad meramente humana, que sólo realizan y pueden realizar lo peor, en la medida en que el hombre en sus proyectos mundanos nunca deja de ser un erróneo producto movido por una pecaminosidad insaciable y autodestructiva. Sin embargo, este mal realizado efectivamente ofrece una oportunidad para la intervención del bien en el mundo, del mismo modo que a toda culpa sigue una expiación y a toda falta un arrepentimiento. Psicología del sacerdote en gran estilo introducida en una Historia, moralizada siempre con fines edificantes y ejemplares. Siguiendo este esquema a priori de carácter teológico, a la manera no muy diferente del idealismo alemán en sentido luterano mundanizado (una teodicea en formato ampliado que justifica el mal en la Historia como necesidad de realización para la razón y la libertad humanas en sus grados superiores),  De Maistre se muestra convencido en 1796 en sus «Consideraciones sobre Francia» de que asiste a un acontecimiento a través del que se vislumbra, tal vez, pero sólo tal vez, la acción de Dios en la Historia de los hombres, a pesar suyo y contra sus fines propios. En el fondo, si se lee bien el texto, el ultrarreaccionario es en su actitud vital profunda, aunque no en la forma de expresarse, un verdadero escéptico.

Libertad metida a la fuerza en un cuerpo momificado: Hegel o la camisa de fuerza de la razón. La idea realizada como contenido en una forma que la niega. Ni el derecho, ni la moralidad subjetiva, ni la eticidad objetiva expresan la libertad, sólo dictan la medida en que la libertad es tolerable para un orden ya existente. En esta concepción hegeliana, hegemónica en la Europa contemporánea hasta su bárbara realización actual en las oligarquías del Estado de partidos, no queda ya residuo de lo fundacional, de lo creativo de la libertad. La figura de pensamiento hegeliana es la libertad en tanto que libertad de lo dado, nunca la libertad originaria, la libertad de lo que es posible crear a partir de lo dado como negación suya. No es libertad frente a lo dado, sino sólo la libertad en lo dado para un uso común conforme a medida estándar. La grandeza de Hegel consiste en haber ejecutado este arte del escamoteo en el concepto de la libertad del idealismo alemán en provecho del Estado, abstractamente pensado, como figura histórica de la dominación en la que cabe cualquier forma externa de justificación legal del poder: el positivismo jurídico empezó su carrera bajo los auspicios de un gran pensador cuya obsesión, que lo destinaba a la barbarie política contemporánea, era nada menos que justificar el sentido de la Historia, cualquiera que éste fuese.

El nihilismo siempre ha acompañado al hombre occidental como su sombra. Sólo hoy ha llegado a ser el foco de luz que lo ilumina por completo y permite verlo por primera vez en toda su desnudez. Franco Volpi en su revisión retrospectiva en el ensayo «El nihilismo» (2007) esboza la galería académica de tipos estrafalarios con un aire de familia, acomodados en la vecindad del nihilismo. Catedráticos o suicidas, locos o integrados, estetas o sicofantes, la presuposición del nihilismo en su despliegue requiere de una predisposición vital adquirida de la que pocos pueden ufanarse. Se ha intelectualizado todo, nuestro último gran logro, expresión tal vez de sinceridad mefistofélica contra la hipocresía de la conciencia judeocristiano-burguesa, nuestra segunda naturaleza: la nada misma ha sido iluminada, a través de la angustia y la muerte, a través de la libertad y su ausencia de fundamento. Se ha hecho hablar a lo negativo y se escucha atentamente su enigmático mensaje. El más locuaz y escribidor, confidente secreto de la Nada, desvela sus secretos y nos los transmite como buena nueva en gesto reiterado de pregunta retórica: ¿y si vuestro «mundo ideal» sólo fuera una ficción que vuestra débil constitución fisiológica, profundamente enferma de resentimiento contra la vida, os hiciera indispensable este recurso a la mentira para soportar la vida?, ¿qué será de vosotros cuando descubrais la contra-verdad que yo os susurro?…

ISe necesitan principios, ideas del comienzo y del fin, medidas reguladoras para poder pensar y poder vivir, pues en el fondo los hombres se sienten necesitados de justificarse ante sí mismos o ante cualquier otra instancia. Según esta necesidad psicológica, hay tres modelos de pensamiento: el de la unidad, el de la dualidad y el de la trinidad, según que la posición del principio de valor sea sólo el uno, el dos o el tres. Por el uno se inclinan los dogmatismos teístas de carácter religioso. Por el dos los idealismos de origen común platónico que sustituyen a los primeros o se funden con ellos y, en extraña convergencia, las herejías dialécticas que niegan la reducción ortodoxa a la unidad. Por el tres sólo se deciden los grandes sofistas del espíritu en cuanto conciben la unidad como despliegue dialéctico lógico y temporal de una negatividad que aboca concluyentemente de nuevo a la unidad, pero sólo en tanto que es unidad de contrarios en la síntesis dialéctica. Cualquier pensamiento moviliza en sus contenidos estas relaciones según cómo concibe el principio o fundamento del mundo: unidad, dualidad y trinidad son la base para toda posición de valor acerca del mundo. Cada una determina implícitamente cómo se expresa el sentido de la vida humana y cómo el hombre bajo su dominio configura la realidad y le es dado resistir al sinsentido fundamental de su vida.

Verano de 2021

La obra de un hombre se ofrece necesariamente a la animadversión o a la admiración. Eso es un hecho y así debe ser. Incluso es posible que ambos sentimientos y valoraciones se produzcan simultáneamente en un mismo hombre ante una única obra. Pero lo más común es el reparto de los afectos en órdenes y partidos diferentes: unos lo admiran y otros lo odian, y llevan estos afectos a la obra, interpretando a su luz el contenido que se les presenta. Cuanto más grande sea la obra, mayor será la presión en ambas direcciones y más falso el resultado de la interpretación, cuya operación será tan sólo el reflejo de uno mismo en cuanto ser limitado por sus preconcepciones. El caso de Heidegger es ejemplar en este sentido. No sólo por la muy extemporánea motivación política del nazismo, polémica vacía que el curso del tiempo ha vaciado aún más, sino por el hecho mismo de que su pensamiento, tomado en conjunto, lleva consigo la partición de las aguas impuesta a todos nosotros como marca insoportable de decisión: se está a un lado de la orilla o se está a otro lado de la orilla de la época moderna. En este sentido preciso de una fractura epocal, esta suposición es tan cierta que la resistencia a Heidegger expone el síntoma del rechazo a una voluntad de permanecer asentado allí donde sólo la crítica, el universalismo y la buena conciencia de la Modernidad han plantado su tienda como residencia permanente desde la que dictar el curso de los no-acontecimientos que deberán sucederse en el desierto normativo de la utopía realizada. La perfección técnica del mundo, la sociedad sin clases, con o sin revolución, el Estado de la felicidad administrada son constructos históricos que no admiten contradicción ni contrariedad en la lógica del pensamiento dominante. Y la simulación de pensamiento que sostiene estas ficciones divinas, asignadas a derecha o izquierda políticas para su gestión burocrática, no tolera alternativa ni siquiera como expresión lúdica. Mucho menos será tolerable para los guardianes de cualquier «status quo» la seriedad de la mera hipótesis de una destrucción de la metafísica de la subjetividad moderna, pues gestionar su conservación y reproducción ampliada (esto es, el estatus jurídico formal vaciado de contenido de todas las categorías de la subjetividad moderna) es un negocio académico y político del que se obtienen elevados rendimientos en los Estados actuales.

Muchos seres humanos son poco más que la sequedad del esperma que los creó desde la nada, salpicado en una superficie dura y fría. Y, en muchos casos, los hijos del hombre no evolucionan ni siquiera a la condición moral de larva, pero siguen reproduciendo su especie, frotándose contra una superficie dura y fría.

En el momento en que se comprenden íntimamente los más verdaderos móviles de conducta de un ser humano es cuando uno se convierte virtualmente en un asesino imaginario de masas.

Sólo se intuye la esencia del teatro en su etimología griega cuando se contempla a escondidas cómo una mujer obtiene placer de sí misma.

Calco de Europa en papel de fumar, combustión más rápida de los ídolos modernos de la utopía realizada: Californication. La cirugía estética es la realización práctica del platonismo.

En las calles de Europa sólo se ven ancianos y extranjeros. Es nuestro destino antes de la desaparición: ancianidad prolongada en una post-vida indescriptible y extranjería generalizada bajo una condición multicolor de mutantes post-históricos. Aborto y eutanasia: a la entrada y a la salida del mundo de los vivos, el Estado moderno ha puesto a sus perros guardianes. El rebaño le lame las manos en señal de agradecimiento.

El hombre tiene hambre de sentido, pero se acomoda con toda facilidad al sinsentido. En la Edad Media, se temía a Dios, a fin de cuentas, una imagen muy mejorada del hombre, photoshopeada con paleta de colores judeocristianos. Incluso se desarrolló prestigiosamente una modalidad arcaica de «autotune» racional de la ininteligible palabra de Dios: la teología. Hoy sólo se tiene miedo a los virus, que ni siquiera alcanzan la humilde condición de organismos biológicos completos y sustanciales. Y lo peor es que muy a menudo el hombre se conforma con una explicación estúpida que hace las veces de un sentido cualquiera.

Tenemos que modelar el vacío, darle forma a la nada y ya no quedan materiales con que trabajar. Sólo persevera estéticamente la buena voluntad de repetir los gestos de los antecesores, a sabiendas de la inutilidad de toda fundación, la última cortesía de un pensamiento exhausto.

Siendo profesores a sueldo del Estado, hay quienes, para simular radicalidad de pensamiento, duermen la mona encamados con Spinoza o con Marx o con Nietzsche. Luego, pasada la resaca, enfatizan la necesidad de la obediencia debida a cualquier ideología que convierta al Estado en sujeto absoluto y en el fondo de su corazón late la verdad inconfesada de sí mismos: amantes adúlteros del ideal de vivir como hegelianos a tiempo parcial. Y cuando vuelven a emborracharse de filosofía, después de clase, declaman sobre los méritos de la insumisión, la verdad histórica de la lucha de clases y la necesidad vital de combatir las pasiones reactivas.

Reglas de vida. No someter al cuerpo a excesos que no pueda soportar. No someter a la mente a riesgos teóricos que no pueda afrontar. El estoico «mens sana in corpore sano» conserva todo su sentido. Pero lo cierto y comprobado por una larga experiencia histórica es que tanto el cuerpo como la mente aman la desmesura y se adhieren con fijación morbosa a lo desmesurado. Habría que indagar acerca del punto límite en que el exceso se vuelve soportable. Porque esta vida sólo tiene sentido si se aprende a jugar con sus límites. Un poco más allá, se dilapida y se disuelve en la rebeldía impotente, la enfermedad y el suicidio; un poco más acá, la monotonía se instaura como norma esterilizadora de las potencias creativas. Por ejemplo, un hombre casado, esto es, castrado, y con hijos: la imagen ideal de la impotencia que engendra su sucesión prolija.

Aggiornato con ropa sport, que ha cambiado por los pesados hábitos talares de la clerecía medieval, el intelectual contemporáneo, cuya Iglesia es el Estado o, mejor aún, la crítica del Estado, ya postule alguna vaga emancipación genéricamente humana o proyecte utopías racionales de la libertad o la igualdad, más concretamente determinadas en su concepto, sigue no obstante creyendo en un fundamento, un principio y un sentido, peor aún, puede llegar a postular lo contrario a un fundamento, un principio o un sentido, y entonces se muestra verdaderamente revolucionario y consecuente con el concepto de sí mismo como intérprete de algún absoluto, pero sólo a condición de que su realización mundana y terrena haya errado su trayectoria por algún accidente imponderable. A partir de ahí, el elixir de la vida, esto es, el arrepentimiento, en especial, el arrepentimiento de la Historia, lo rejuvenece y lo hace finalmente merecedor de una digna pensión del Estado, contra cuya espuria legitimidad tanto había clamado en sus escritos académicos juveniles, igualmente premiados por los detentadores de ese mismo Estado.

Si Dios no existe, si se suprime el patrón monetario del oro, si el bien y el mal son equivalentes, si verdad y mentira pueden intercambiar sus funciones normativas en el «como si» de una simulación generalizada, si se realiza la inversión de todos los valores, todo lo demás se da por añadidura. No hay dos sexos diferenciados, puede haber una infinidad de sexos cualesquiera; no hay una ley general, hay una ley para cada caso. No hay un centro irradiador que unifique las diferencias, un referente universal que rija los intercambios, una certidumbre que determine con el sello de la verdad la lucha de las opiniones, un criterio de belleza que califique de bello o feo lo existente o lo producido. No hay vagina ni falo, capital o trabajo: todo puede entrar en un juego vertiginoso en que se intercambian los signos. Capitalismo social, economía verde o transexualidad. Las cosas sólo pueden acceder a la realidad al precio de la indefinición de su esencia y por mediación de su ingreso en el circuito de la total volatilidad de su principio de realidad. 

Cabalgando quimeras, el aire se hacía cada vez más traslúcido a mi alrededor y sentía todas las potencias converger en un punto de máxima concentración. Llamé «libertad» a esta disponibilidad de volar en los espacios celestes abiertos donde ningún obstáculo podría detenerme en mi determinación de apropiarme el infinito y ser uno con él. Se afirmó en mí la intuición del ser como mi propia voluntad de ser. Toda barrera, todo límite que me opusiera resistencia podía y debía ser abolido. En el aire uno siente que los cuerpos son menos pesados que en la tierra y las alas del pensamiento me llevaban consigo hacia una nueva patria. Una nostalgia de absoluto, un deseo violentísimo de no depender de nada para llegar a ser yo mismo, invadía mis más ocultos deseos. Desperté sudoroso. Encendí la lamparilla de la mesita de noche y vi que me había dormido la noche anterior leyendo, porque había un libro entreabierto allí encima. Aunque retiro asqueado la mirada, presiento que el Yo absoluto como principio de la filosofía me espera también esta noche y el seductor Schelling va a inspirar mis renovadas fantasías.

Sólo se puede pensar liberándose de las ataduras del presente. Esta condición del espíritu (¿su origen extramundano?), el hecho de que para pensar se exija romper con los vínculos afectivos y materiales del entorno, no ha recibido la suficiente consideración, fuera de la crítica del ideal ascético de vida en Nietzsche. Pero no se trata sólo de ascetismo, entendido como mera privación sensorial, se trata de desvincularse del marco global de creencias del entorno, no porque sean designadas como falsas, sino porque no permiten comprender y comprenderse y esto es tanto como simplemente vivir. No está en juego el valor de verdad de ésta o aquella proposición, lo que sí entra en juego es la vida misma como sentido singularizado en mí, es decir, lo que nos jugamos en el pensamiento es nada menos que la fuerza de proyección de nuestro sentido de la vida. Aquello a lo que estamos sujetos en cada momento tiene que ser pensado una y otra vez y esa apertura inquieta al porvenir es uno de los pocos accesos a la libertad de que dispone el hombre moderno.

Extraña paradoja con la que se inaugura la Historia contemporánea: el proceso revolucionario francés muestra que la libertad en la acción colectiva está sujeta a condiciones que la relativizan hasta el punto de negarla y, al mismo tiempo, el idealismo alemán eleva la libertad al principio absoluto de lo incondicionado que como tal vale como nuevo destino de una Humanidad que debe realizarlo en la acción sobre sí misma. Hegel, el más astuto de los idealistas, con gran sentido práctico y conocimiento de la política de su tiempo, sabía que uno no puede afirmar la libertad como destino de realización de la Humanidad en la Historia si al mismo tiempo no afirma la efectividad de lo negativo y le da curso legal sobre el devenir. Todo lo nuevo en el proceso de la libertad para afirmarse debe confrontarse con un momento negativo. 

Cada día que vivo, cada día que mi cuerpo no me traiciona, cada día que mi espíritu centellea una mínima partícula de creatividad apresada en un nuevo pensamiento fugaz, en una mera impresión del momento o en un sueño recordado es una pequeña victoria sobre la nada que me corroe desde dentro. Y sólo por esta imagen del aplazamiento de mi muerte encuentro razones para justificar mi vida real.

Un vivir pulcro, esmerado es la única verdad moral que reconozco. Plantearlo como deber ya sería una traición que menoscabara nuestra existencia. Me refiero a una higiene del ánimo: toda representación mental del resentimiento y el rencor contra uno mismo, contra otros y contra la vida debe ser reflexionada y luego rechazada. Ella no puede dar la pauta del pensamiento y la conducta. Sería demasiado humillante someterse a su dictamen. No debemos hacer otro mal que el estrictamente necesario para conservarnos y protegernos del mal general y normalizado que nos envuelve con sus asechanzas triviales.

Hegel, «Creer y saber» (1802-1803): la razón (especulativa o dialéctica) es la forma de pensamiento que concibe la unidad de lo finito y lo infinito, es decir, la unidad de lo temporal y lo eterno, es decir, la unidad de lo sensible y lo suprasensible. En sentido hegeliano estricto, la idea es la expresión de esta unidad de los contrarios y es por tanto una forma de pensar la reconciliación de los opuestos, metafísicamente considerados, resuelta en una unidad que los abarca a ambos como lados mutuamente condicionados. Ahora bien, concebida así, la razón es lo mismo que lo que pocos años antes Schelling había llamado «intuición intelectual» como único medio de encontrar el absoluto. De hecho, en este escrito, Hegel habla de esta razón exactamente así: como de una forma de intuición especial capaz de percibir y concebir la unidad de los opuestos, pero nunca define su naturaleza, en ninguna parte expone cómo está constituida. Tan sólo se puede suponer que pensar filosóficamente en el sentido hegeliano no es lo mismo que conocer empíricamente ni tampoco es lo mismo que reflexionar sobre los poderes y límites del propio conocer en sentido kantiano. La distinción entre entendimiento y razón, pero en el nuevo sentido hegeliano, es el puente tendido hacia la otra orilla que va de lo meramente sensible y conceptualizable bajo condiciones categoriales (la razón pura pero finita, incapaz de formular lo absoluto más que como una suerte de fe mundanizada) hacia el pensamiento de lo eterno en sí. Cómo sintetizar lo temporal con lo eterno parece ser el verdadero problema subyacente a la concepción de la razón en Hegel.

Si se toma como punto de partida la convicción, erigida en principio, de que el llamado «capitalismo» no es otra cosa que la mundanidad en su estado más puro, es decir, la realización de la corrupción absoluta, entonces se sigue que todo lo más abyecto, envilecido y ruin de la humanidad debe y tiene necesariamente que tomar el poder y convertirse en modelo universal. A este estadio de la «evolución humana» se le llama civilización occidental, globalismo, economía mundializada, democracia, libertad, igualdad, identidad, derecho a la diferencia, etc.

La coartada teológica heredera de la conciencia judeocristiana para pensar un nuevo absoluto que sintetiza consigo lo finito y lo ponga como tiempo, como realización de su unidad en el tiempo: lo absoluto, Dios, se ha encarnado y hecho hombre a través de Jesús, el hijo de Dios, y en tanto que hijo de Dios, salvador, redentor del hombre, lo absoluto que era Dios se ha hecho histórico, se ha puesto en el tiempo. La realización de lo absoluto concebido como salvación se ha puesto en el curso del tiempo como meta de realización. Lo absoluto no sólo es principio, es también resultado de un devenir de lo absoluto que necesita tiempo para llegar a ser. Con esta jugada maestra de Hegel se funda el pensamiento contemporáneo, al poner lo absoluto como principio en el resultado de un devenir que necesita del tiempo: el absoluto pasa de la eternidad estéril a la temporalidad activa, pues lo positivo para realizarse necesita de lo negativo, y lo negativo sólo puede ofrecerlo como resistencia el propio tiempo, que es a la vez la condición del ser y de su negatividad absoluta. La temporalización del ser como esfuerzo de lo negativo es la verdad última del pensamiento hegeliano. No hay libertad que no se gane sino en una lucha a muerte contra lo que la obstaculiza y se opone a ella. La izquierda hegeliana aprendió bien la lección implícita en el discurso de la redención mundana a través de la positivación sistemática de la negatividad, pero en ningún momento pensó el tiempo como ser de todo lo que es. Ahí Heidegger empezó su camino, abandonado por los nuevos absolutistas de la realización de un mundo idealmente justo y bueno.

El mal absoluto es el acto de engendrar otro ser: ahí se origina toda relación de poder en tanto que es relación de dependencia absoluta. El hecho de dar la vida es un acto cuyas consecuencias no pueden ser expiadas de ninguna manera y una relación de poder que se funde en la paternidad es por ello mismo inexpiable. Pero toda relación de poder aspira necesariamente a la reivindicación de la paternidad para instalarse en la dependencia absoluta. Dios padre o Padrecito (el nombre que los campesinos rusos daban al zar y luego también a Stalin), da igual, el teólogo y el camarada se dan la mano en esta celebración de la paternidad como condición de un poder ilimitado. Hoy Dios padre y el Padrecito se han transformado técnicamente en un Estado impersonal que ha cambiado su condición paterna física y visible por una especie de impostura de ubicua y ubuesca maternidad simbólica, de cuyas obscenas ubres penden millones de ejemplares de un inmensa clase ociosa, a su vez producida por un capitalismo que se ha convertido en una máquina de reproducción autista de la relación social ausente.

La tragedia del comunismo soviético hay que buscarla en un malentendido semántico o mala interpretación de unas palabras con muy amplio sentido metafórico. De la ley económica del valor no extrajo su esencia histórica: la tendencia a la prostitución universal de los valores y los signos. El comunismo se quedó atrapado en la forma puritana y realista del valor: la dictadura de partido y la planificación de toda la economía opondrían resistencia a la pura circulación del valor. El artilugio duró lo que duró la capacidad represiva de un poder ilusorio en tanto que utopía regresiva y libresca. En cuanto que ese poder entró en contacto con la mera circulación real del valor como prostitución generalizada, es decir, en cuanto que aceptó como principio de realidad la intercambialidad universal de todo lo existente, los signos vacíos de riqueza y libertad obtuvieron la victoria.

En términos de vida espiritual, nuestra época puede definirse como el periodo protozoario de la Historia de las civilizaciones. 

«Inter fesces et urinam nascimur» en San Agustín. Hoy eso se sospecha, pero se oculta en la profilaxis del parto técnicamente administrado por los servicios sanitarios del Estado. Agustín de Hipona podía ver en esa señal la verdad empírica del pecado original, la vida del hombre ya empezaba envuelta en la suciedad carnal de ínfimas materias que apuntaban al desarrollo de una naturaleza corrompida. Aplicaba un esquema de interpretación al fenómeno del parto que le daba todo su sentido a la vida humana comprendida cristianamente. Hoy, después de limpiar del cuerpo del recién nacido esas impurezas, ya no podemos interpretar nada: los signos han sido eliminados, retirados de la circulación, no constituyen referencia alguna para sentido alguno. El nuevo ser humano venido al mundo de modo aséptico y profiláctico ya no exhibe obscenamente marcas de su naturaleza corrompida, es un irreprochable ejemplar producido por el montaje en cadena del parto sin dolor. Entonces, el sentido de cada fenómeno, así debemos afirmarlo, es el resultado de la proyección de esquemas a priori de una concepción determinada del hombre histórico. El sentido es efecto de esta proyección. La ausencia de sentido, esto es, el puro y simple nihilismo, como yo lo entiendo, muestra la carencia de la fuerza o potencia proyectiva de sentido. La forma racional, desmitificada, científico-técnica de interpretar el fenómeno no es una interpretación más entre otras posibles, es el grado cero, indiferenciado de interpretación, es decir, simplemente la ausencia de sentido.

En respuesta a la destrucción de mi espíritu por la acción esterilizadora de todo cuanto me rodea, debo destruir activamente mi cuerpo en correspondencia simbólica. Mi vida no es más que el aplazamiento del suicidio con el que siempre he soñado desde los diecisiete años. Pero el cuerpo resiste y el espíritu sufre por ello, pues quisiera abreviar su autodestrucción y renunciar por las bravas al mundo. Mis vísceras, aferradas al consumo de alimentos, piensan de un modo muy diferente a mi abstracto yo consciente, que sólo se alimenta de sí mismo: pese al daño que me obstino en infligirles, quieren perdurar. Ya sólo vivo con la expectativa de que el signo astrológico de Cáncer presida mi destino, pues realmente es el mío, ya que vine al mundo un tres de julio.

Autorreplicación: es la palabra clave para comprender hoy el mundo tecnológico avanzado. Autorreplicación de los organismos, de los virus, de las células, del código genético, de las enfermedades. Autorreplicación de los mensajes, de las imágenes, de los ritmos, de las melodías. Autorreplicación de los sistemas políticos, institucionales, legales. Autorreplicación de las modas, la publicidad, los efectos especiales. El modo en que el funcionario de la técnica sobrevive en medio de sus artefactos es la autorreplicación en todas las esferas de su saber, su poder, su ocio y su negocio: la tecnología autorreplicada al infinito de sus posibilidades se emancipa y se libera de toda servidumbre mundana de sentido o finalidad. Crea mundos simulados que irradian su propia condición autorreplicante y multiplican la desolación y la angustia reales en los sujetos convertidos en objetos de su performance. 

Cuando ya no eres nada, confundido entre la masa de los iguales, te asignan una identidad y entonces eres alguien. Te pones a gritar por tus derechos y pasas por caja, para obtener influencia, dinero y poder, y más tarde, cuando te aburres de tu recién adquirido derecho a la diferencia, reconocido tan gentilmente por los poderes de este mundo, te vuelves a preguntar quién eres. Y entonces encuentras un gran vacío interior y escribes sobre la futilidad de todo esfuerzo y obra humana. Entretanto, ya has pasado a formar parte de la clase dominante y compras el trabajo de otros pero te compadeces de su miserable destino, mientras verificas un nuevo ingreso en tu cuenta corriente sobre derechos de autor.

Madonna. La diva italo-francesa sajonizada de la música pop se ha llegado a convertir en la dominatrix de la cultura del espectáculo de masas, desdeñosa, narcisista, fatua, sincera, misteriosa, seductora, maquinalmente sexualizada, y a la vez introspectiva, intimista, negociante y un poco ingenuamente arpía, pero ella es el patrón oro de la cultura del espectáculo, no las monedas flotantes hiperinflacionarias que la sustituyen a escala del comercio mundial, es la única artista de verdad que en la síntesis concreta de su obra musical expresa a la perfección el estado de cosas de nuestro tiempo-mundo, culturalmente sometido a la conmutabilidad universal de los códigos de signos, previo vaciado inhibidor de cualquier significación. Ella resiste subjetivamente al vaciado, pero no puede sino ser objetivamente un conmutador más de un sistema que se acelera cada vez más y se constituye en la prolongada permanencia, ya definitiva, del vacío del sentido.

Otoño de 2021

En algún momento de mi vida, decidí beber e inundar mi impotencia existencial en el alcohol, ahondando en la ausencia bien premeditada de todo proyecto vital, como si esta sustancia tan común fuera una especie de formol mágico con que pudiera conservar mi esencia fuera del tiempo. Sé bien que no me dejaba llevar por los prestigios delicuescentes de la bohemia. Simplemente, en mi caso particular, lo veo ahora muy claro, lo adictivo era una solución aleatoria de recambio a la falta de inspiración poética. Simular el numen poético quedaba al alcance de cualquiera que supiera estimular su cerebro con las sustancias adecuadas, previo pago de los impuestos debidos al Estado. Ahora mis vísceras canceladas saben que el alcohol, consumido inmoderadamente, no produce nada, ni siquiera un pobre simulacro de obra, pero contribuye a aumentar el caos general de la época y así dar testimonio de su advenimiento, la verdadera única obra en la que nos está permitido participar.

Fuera de la necesidad no hay nada, quizás el juego de los signos, una libertad apresada por un momento como pura aleatoriedad. No hay niveles de conciencia superiores fuera del automatismo de la vida consciente entregada a la mera utilidad. No hay vida que no se consume en la simple actualización de su potencia. Creo que esto suena bastante espinoziano, pese a que me resisto a leer y a entender al judío hispano-holandés. Pero la conclusión es resultado de mi experiencia, no la tesis extraída de una lectura.

Tímidamente me he asomado a pequeños abismos domésticos, sin riesgo de arrojarme al vacío. He vivido lo justo para no ser deudor de nada. Pienso mucho en la muerte, en mi muerte y me obsesiona la decadencia y la degeneración de todo lo que me rodea y me ha hecho ser lo que soy. Me siento griego, romano y judío, a ratos hasta puedo reconciliarme con una herencia espiritual tan contradictoriamente insoportable, compartida con cualquier otro europeo coetáneo. Me gusta escuchar los timbales bien retumbantes a cuyo ritmo desfilan las legiones romanas en mi imaginación, me hacen sentir que el hombre no viene a este mundo para ser pisoteado por cualquier circunstancia y siempre le queda una oportunidad de resistencia para afirmar su orgullo sobre lo efímero que lo destruye. Por eso, porque también soy romano, ya sólo me alimento de lentejas hervidas, harina del más puro trigo candeal tostado en tortas y bebo agua de los manantiales más puros. Pero me complace igualmente mucho argumentar como el mísero Job sobre el dolor y el mal y busco una justificación de vida para todo lo que ha sido pisoteado por las legiones de cuya estirpe procedo. Extemporáneamente, como un Leibnitz menor, fantaseo con teodiceas seculares.  Me siento también, y sobre todo, griego y me pienso como profundamente mortal y quiero morir siempre que no estoy a la altura de lo que me desafía a existir como un Aquiles del pensamiento. Para mí una bella imagen de la muerte elegida y afrontada con buen ánimo es la mejor forma de ser hombre y demostrar que la mortalidad es nuestra más bella esencia, el mejor argumento a favor de la vida. Porque hoy la muerte ha perdido su lenguaje, no entendemos sus signos, vivimos nuestra muerte como si un actor en el último acto de una tragedia no supiera declamar con el énfasis adecuado la frase clave de su texto…

Los italianos se adhieren al nihilismo como espíritu de época adoptando una elegante pose clásico-estoica para bien morir por anticipado («la consolación» de Sgalambro); los franceses se proponen vivir bajo el reinado de la nada practicando un estilo y una retórica dirigidos a la salvación de la «ilusión vital» como último resorte de supervivencia, reconocida la verdad tardía de una simulación tecnológica generalizada que obstruye todo contacto directo con el mundo, con la propia vida y con la propia muerte (Baudrillard). Los alemanes, en la misma coyuntura, simbólicamente aniquilados y absortos ante la imagen espantosa de una voluntad de poder culpabilizada, quizás para pasar el rato en el lapso del aburrimiento post-histórico de la espera, escriben glosas, comentarios y anotaciones a pie de página componiendo el gesto elegíaco para una interminable despedida de la Historia de la filosofía (Sloterdijk como heredero póstumo del pensamiento alemán). 

Hubo un tiempo en que se ponía un énfasis engolado cuando se evocaba lo trágico de la condición humana a la vista de un sufrimiento abstracto, literaturizado, que en la realidad social no dejaba de disminuir, a pesar de las guerras, las revoluciones y los campos de exterminio, de cuyo enigma irresoluble e impensado procedemos. Eran los buenos tiempos del proto-existencialismo europeo, cuando la conciencia nihilista todavía podía señalar con el dedo algún ejemplo ad hoc de un verdadero sufrimiento real y justificar con la alusión el «pathos», restableciendo así el circuito homeostático de la tensión nerviosa, tan necesaria para una civilización en estado francamente terminal como la europea.  Hoy, cuando toda negatividad real o bien ha desaparecido o bien se oculta o simplemente, se la simula para hacernos creer que el hombre todavía sigue siendo hombre, es ya muy difícil evocar la imagen de lo trágico sin caer en la penosa retórica viciosa de un anacronismo risible. Ya se sabe, el vicio y lo ridículo son signos expresivos de la senilidad. La vejez real se remite a los jardines del geriátrico, el dolor real es calmado por placebos administrativos, el sufrimiento real de las almas se almacena en las salas de espera de los terapeutas con hilo musical, la enfermedad real desaparece uniformada en hospitales y clínicas, la locura real anda por las plazas predicando el derecho a la diferencia y la muerte real simplemente no existe, pues ha sido retirada de la vista. Lo trágico racionalizado y burocratizado ya no presenta el rostro del genuino pesimismo, es tan sólo la oportunidad práctica para una nueva ampliación del campo de acción de la técnica como performance universal de una positividad sin límites morales. En cierto modo, si la religión cristiana institucionalizada podía concebirse como un «platonismo para el pueblo», en cuanto consolación de un dolor real, de una vida de sacrificio real, compensada con la oferta de una bella vida futura de goce interminable, la técnica, como creadora de una post-vida vaciada de sentido moral, puede definirse como un vulgar nietzscheanismo para las masas post-históricas, por fin situadas «más allá del bien y del mal», ideología hoy triunfante a través de la cual todo dolor y vía purgativa del pensamiento quedan ahorrados. Ballard fue el primero en reconocerlo bajo la consigna de un exitoso logo publicitario: «Nietzsche on the beach». Para grabar en camisetas de verano vendidas en grandes superficies comerciales de todo el mundo.

Singular: único en su especie. Ser singularidad es bueno, pero mejor todavía es singularizarse: aislarse, separarse de lo común para llegar a ser único. Lo contrario del principio de la identidad que permite abstraer y generalizar. Ahora bien, incluso en la naturaleza cada ser, vegetal o animal o piedra, todo es singular. El precio que se paga por pensar es perder lo singular. Pensar es matar la singularidad. Pero todo lo que es, quiere ser único en su especie, hasta el guijarro junto a la orilla del río sometido a la erosión de milenios de lluvia y viento. Entonces, el hombre, que tan sólo es tiempo, ¿no existe para singularizarse en la obra sobre sí mismo que es el apropiarse creativo de su tiempo? Pero habría que preguntarse si todavía hay hombres de este temple trágico, pues la mayor parte ni siquiera concibe su condición eminente de mortales como el único horizonte de su existencia y su verdad. Quizás Chestov llevaba razón cuando afirmaba que los grandes hombres (hacia 1900 tal era la estatura que les reconocía a Tolstoi, Dostoievski y Nietzsche) dejaban de pensar en su propio dolor cuando se daban cuenta de que ellos, por su propia conciencia del sufrimiento, habían accedido a una verdad que les llevaba desde el pensamiento a la predicación según un nuevo y enigmático dictum ateológico: ellos, en tanto que sufrientes conscientes y luminarias expansivas de un nuevo saber, se autoafirman como los que pueden salvarse; el resto ya está condenado y hay que despreciarlo, dividiendo así la humanidad según el antiguo criterio moral revivido de superiores e inferiores, redimidos y condenados, buenos y malos. No tengo nada que objetar a tan piadosa y noble conducta de los grandes hombres. Porque quien ha luchado por singularizarse, exponiendo su vida a lo inconmensurable, tarde o temprano se convierte en el sacerdote, profeta y predicador de un nuevo culto y tiene todo el derecho a ello. Sin duda, hay un placer maligno en inocular nuestro propio mal en otros, ofreciéndoles al mismo tiempo el remedio. Ahí comienza la historia del engaño colectivo, es decir, la religión, la fe, el idealismo y la razón salvadora del mundo. Pero ahí también, en ese mal paso, de la filosofía a la predicación, pocos hombres honestos conservan un mínimo de dignidad y sensatez para no embaucar a sus semejantes.

Soporto desde hace por lo menos un año un sordo dolor en el interior del abdomen. Cambia de lugar pero permanece. No es punzante ni irritante. No cambia. Casi no lo siento la mayor parte del tiempo. Pero me acompaña sin descanso sin presentarse por su nombre. Yo sé lo que es, pero no lucho contra su creciente poder. Pienso en una resolución violenta: una hemorragia interna de cualquier víscera aquejada de un mal que la sublevara contra la precaria armonía ficticia del todo. Todos tenemos oculto un demonio en el fondo de nuestro cuerpo, que se alimenta de nuestros más recónditos deseos de muerte. Pancreatitis, hepatitis, cirrosis: da igual, su dolor vindicativo del desorden de mi vida me acompaña suavemente como si algo señalara dentro de mí el término de mi tiempo y me advirtiera de que debo poner orden para seguir simulando la normalidad de mi vida.

Vosotros, artistas, pensadores, músicos, poetas, eso lo reconozco, añadís una dimensión más a la vida. Profundizais su sentido, lo embelleceis, nos hacéis creer que, a fin de cuentas, no es tan malo el mundo ni tan insustancial la vida. Podemos creerlos o no, eso da igual. Desde el momento en que los necesitamos, reconocemos nuestra carencia. Pero debemos saber que tan sólo son histriones, fingidores, simuladores de un ideal que es mentira, mentira podrida y desnuda. Lo único que debemos aprender es aprender a morir. Nadie puede enseñarnos eso. Debemos aprenderlo por nosotros mismos. Todo lo que crean para vosotros esos embaucadores: un puente sobre un arco iris para hacernos el tránsito del dolor insoportable de morir más sobrellevable con los placebos del arte y el pensamiento que nos ofrecen. 

El hecho de morir es la mejor solución al problema de ser hombre. Imaginaos por un solo momento que tuvierais que vivir una y otra vez lo mismo: la misma infancia, los mismos estudios, las mismas amistades, los mismos amores, los mismos errores, las mismas estupideces cotidianas, los mismos dolores físicos o morales, las mismas infidelidades y las mismas elecciones: volver a repetir lo mismo una y otra vez todo eso sería lo insoportable en su figura más insoportable. La muerte os ahorra la vejación de vivir una segunda vida idéntica a la primera. Todo hombre sabio renunciaría por adelantado a este experimento: no, no quiero otra vida, mejor que otro idiota, otro esclavo ocupe mi lugar; yo prefiero morir de verdad para siempre y de una vez por todas. Para qué repetir un plato tan insípido como la vida. Nietzsche no era un buen gastrónomo y sin duda tenía el estómago estropeado. Según Chestov, empezó rebelándose contra la necesidad (en su caso, tal vez una enfermedad incurable) y acabó predicando el «amor fati» como realización ideal de la vida.

¿Habéis visto alguna vez a un perro girando sobre sí mismo intentando morderse la cola? ¿Habéis percibido el extraño deleite que demuestra su danza? El hombre que piensa en lo absoluto gira también sobre sí mismo buscando un fin que complete el círculo de su existencia. Quiere que el juego se perpetúe y se repita. Quiere sobrevivirse. El perro nunca llega a morderse la cola. Siempre que la muerde se le escapa al instante al volver a girar sobre su eje. El hombre, que es sólo tiempo, quiere apresar el tiempo como un todo, y sólo encuentra el instante, que contiene la consumación inmediata de todo el tiempo que una y otra vez vuelve a repetirse.

Soy más culto, más inteligente, más refinado que la mayoría. Tengo más dinero, mejor trabajo, si por esto se entiende la casi total ausencia de responsabilidad, también más facilidades para vivir que la mayoría. Vivo en una sociedad decadente y corrupta, aunque el país goza de un clima clemente, sociedad a la que cualquier moralidad o criterio de valor le resulta incómodo y superfluo. En mi vida privada, he amado un poco y un poco me han amado. Una vez, ingenuamente, amé mucho y lo eché todo a perder. Fuera de la lectura y la cerveza no tengo ningún vicio. Cada vez con menos frecuencia me doy placer a mí mismo, en función de mis necesidades de hombre aún casi joven, pero ya pronto casi viejo. Mi salud no es mala, no padezco por ahora ninguna dolencia insoportable, ni siquiera sobrellevable o ligera. Dicho todo esto, siento una profunda desazón que podría muy bien definirse como infelicidad, una inclinación a la permanente impresión de desgracia, una idea quizás preconcebida de destino contrariado, de fatalidad ubicua, con toda certeza me acomodo a una patología de adversidad siempre amenazante. Estoy mentalmente sano, pero a veces creo que la salud puede ser nada más que un subterfugio detrás del cual anida y se esconde lo funesto de una disposición hacia la locura. Intento dormir mucho y profundamente para que los sueños abonen con su fértil sedimento una profundidad y una belleza que ya no consigo obtener por otros medios. Quizás la noche me dé lo que el día no puede darme. Recuerdo las avenidas con árboles a mis veinte años, en la ciudad en que estudiaba, que segregaban al atardecer de octubre una resina cuyo olor intenso evocaba al semen. Ese aroma fuerte, embriagador y doloroso me trae a la memoria la ambición y el desdén de mi juventud: estás tan solo en este mundo, tan ajeno y remoto a todo que sólo te queda este afán estéril de perdurar como lo que sabes que eres y no quieres dejar de ser. Y, literariamente, Zaratustra apareció al final del invierno de 1987, cuando por primera vez en mi vida supe lo que iba a ser mi destino y mi vida,  y comprendí entonces que en el camino que me quedaba por recorrer yo era el redentor de mi propio e inexplicable dolor juvenil. Para qué vas a huir de todo lo que te hace sufrir si justamente eso te estaba destinado desde el principio por el solo hecho de haber elegido este camino, el solitario camino hecho de espinas que son rosas, de rosas que son espinas, y secretamente sólo para ti.

La verdad del conocimiento no es la verdad de la vida. Se han necesitado veinticinco siglos para llegar a esta evidencia que hasta un niño de seis años reconocería como evidente. «Dos y dos son cuatro» no puede reunirse con ««Me duele la muela y quisiera morirme». Cierto, la primera es una proposición universal y verdadera en tanto que universalmente valedera. La segunda es un juicio derivado de la experiencia pasajera, ligada al momento mismo de su enunciación, pero no por ello menos verdadera. Entonces, resulta que lo verdadero en el sentido de lo universal tan sólo consiste en la supresión del sujeto de la enunciación: el dolor no es universalizable como predicado, la suma de la operación aritmética es perfecta para todo sujeto que la enuncia. El dolor es particular, la verdad es universal. Sólo lo que extraemos y separamos del tiempo es verdadero; lo que aparece como momento real y singularizado del tiempo es irreal, falso, no verdadero, porque es precisamente eso, un solo momento. La contradicción entre conocimiento y vida entonces se nos presenta como un residuo del que se ha abolido el tiempo para llegar a ser y de lo que sólo es tiempo en este momento como dolor. Luego abolir el dolor, cualquier dolor del momento, es la función de lo universal como supresión del momento, como puesta en paréntesis del tiempo. De ahí que la felicidad verdadera resulte de la abolición del tiempo, es decir, del instalarse en la posición del conocimiento abstracto de lo universal y necesario.

El triunfo absoluto de la racionalidad moderna, es decir, el cálculo en términos de la total previsibilidad del acontecer bajo la fórmula de las leyes, sean las del pensamiento, la naturaleza o el derecho, está en el hecho de que en la contradicción a ellas sólo se le pueda oponer como alternativa de concepto nada menos que el milagro como afirmación por la pura fe en la validación de lo imposible. El pensamiento de Chestov, monomaníaco y monótono, literariamente gris hasta la extenuación, incluso en sus mejores anotaciones y aforismos, se dirige a este fin, como si la oposición entre una razón como la occidental y una fe como la occidental no fuera el miserable producto histórico de una síntesis de tradiciones irreconciliables, la grecolatina y la judeocristiana, cuyo desenvolvimiento autodestructivo ha constituido el verdadero ser y el verdadero devenir de Occidente como realidad histórica. Dominar el mundo por el conocimiento pero no sentirse satisfecho con ningún logro y comprender demasiado profundamente la finitud humana es con toda certeza la condición menos envidiable que pueda imaginarse y ésa es nuestra condición. Nuestra eficiencia y superioridad en un dominio, hoy ya puramente virtual en tanto que horizonte técnico de realización automática del mundo, como piensa Baudrillard, equivale a nuestra debilidad en el otro.

No dispongo de citas de autoridad para apoyar esta afirmación, pero no obstante debo registrarlo por escrito, a riesgo de parecer inhumano: lo más abyecto que puede hacer un hombre es casarse, reproducirse y trabajar, al menos no me cabe ninguna duda de que esto es así para el pobre hombre occidental que todavía, tardía e inesperadamente, se estima a sí mismo como instrumento impersonal de la llamada «sociedad». De la máxima infelicidad todavía se puede extraer alguna lección. En la era de la técnica de la reproducción asistida, ser voluntariamente una bestia de carga no tiene sentido. En la era de la renta básica garantizada, tener hijos es redundante. En la era del seguro contra el desempleo, trabajar es de cretinos que viven a crédito para comprar también a crédito su nicho y su ataúd. Y envejecer entre recetas de médicos y fármacos no es una opción aceptable. Toda instancia que intente protegernos sólo actúa así porque nos desprecia. Desprecia lo que en nosotros conlleva la libertad de decidir nuestra propia muerte, la singularidad divina de elegir la creación o la destrucción. Sólo saben vivir los que saben que su muerte, en cualquier momento, aquí y ahora, es la realidad absoluta y eminente: todo lo que soy quiere desaparecer de una vez y para siempre. Luchamos por dejar una huella en este mundo, pero lo que realmente nos apasiona es borrarnos, abolir toda huella de nuestra presencia en este mundo. Tú no heredarás el derecho a mi dolor y mi alegría. Sólo obtendrás de mí la mueca, la vida postiza, la imitación ridícula. Morirás sin ser el original. Pero yo lucho por ser ser original y morir a solas: nada depende de mí, pero yo no dependo de nadie. 

A mis 53 años cumplidos, estoy ya en condiciones de afirmar ciertas cosas, formular ciertos juicios categóricos. Por ejemplo, me he encontrado con muy pocos hombres que se hayan ganado un respeto por sí mismos, por lo que son, por lo que han sido, por lo que podrían llegar a ser. En la mayor parte de las ocasiones, sólo he podido observar en los hombres un profundo aburrimiento de sí mismos que se manifiesta en la rutina, en el automatismo de una conciencia sin reflexión que disimula su vacío llenándose con tareas inútiles, un existir que se entrega sin dirección ni orientación a una corriente impersonal. Sólo he conocido a autómatas débiles y arrogantes. La libertad, la espontaneidad, el talento, el genio, la chispa de Dios en el alma, el espíritu yo no los he visto nunca en nadie. Sólo he visto el hábito, la costumbre, el mimetismo, la adaptación a cualquier circunstancia. En lugar de un conocimiento y una moral, sólo he podido observar una ignorancia voluntaria y una muy profunda indiferencia a toda idea de bien. Fuera del bienestar del momento, nunca he percibido en mis semejantes otra cosa que pereza, abandono, embrutecimiento y apatía. Y este tipo de hombres, con los que convivo y que yo mismo soy, cuando sufren de algún mal, creen que una utopía, una ideología, un sacerdote, un psiquiatra o un médico puede curarlos de su cobardía, su estupidez y su esclavitud. La vida humana se perpetúa como ciclo de repetición de este género de hombres: la Historia es su historia. No merece ser escrita ni conservada en la memoria de nadie. 

Los grandes hombres de la Historia no son otra cosa que la síntesis más pura de los defectos de los hombres mínimos, elevados al rango del poder explosivo vuelto exponencial. Alejandro surge en medio de la decadencia griega, César se eleva en medio de la podredumbre romana y así todos los demás. Sólo hay Historia cuando los desechos de una civilización se organizan para defenderse de su propia autodestrucción. En el desenlace empieza la verdadera Historia. Tal vez Hitler lo sabía como pocos antes del largo crepúsculo moderno. Donde ya no hay nada que fundar, todo está por destruir. Así pues, manos a la obra. 

Un campo de exterminio no es el peor destino que se puede imaginar a la condición humana: quizás sea su expresión más acertada en nuestra técnica tan bárbaramente sofisticada, en el sentido de que técnicamente abrevia lo insufrible de ser hombre. Imaginaos por un solo momento que vuestra vida dependiera de la firma del documento, ejecutada por un oscuro funcionario del último escalafón administrativo, que autoriza vuestra eutanasia, tal como ya muy pronto ocurrirá para categorías enteras de la población occidental: indudablemente, el exterminio rápido sería más compasivo.

Si sólo existiera un único principio creador del mundo, de la vida, del hombre, un solo principio de la realidad, entonces no habría devenir, cambio, diferencia, pluralidad, conflicto y lucha. Para que todo exista como lo conocemos y lo vivimos, hay que suponer al menos dos principios, dos fuentes del ser, algo que desde el comienzo de todo es dualidad irreconciliable consigo misma y perdura eternamente en su irreconciabilidad, algo tan originario que necesariamente debe estar sometido a la dualidad. Sin la dualidad fundamental del mundo no es posible concebir nada. Sin escisión del ser, sin su oposición a sí mismo nada existiría. Pero todavía cabe preguntarse por el origen de esa mismidad de lo que se opone a sí mismo. ¿No sería esa mismidad simple y puramente el tiempo?

No se debería enseñar a leer con tanta facilidad, como no se debería invitar a nadie a contraer enfermedades infecciosas. La lectura es peor que la sífilis y con los mismos resultados de parálisis cerebral permanente. Cuando las ideas de otros penetran en tu espíritu y lo alimentan, estás perdido, ya has enfermado, empieza el proceso secreto de fermentación. Y cuando otros espíritus piensan en ti y en tu lugar, tú te vuelves un mero imitador, un ventrílocuo, alguien que habla con voz prestada. 

La historia de la filosofía y la literatura, en gran parte, casi en su totalidad, no son otra cosa que el expediente administrativo profesionalizado de las malas asimilaciones, las malas copias de clase, en fin, la penosa historia de los imitadores y los fracasados. En Occidente, todo un infame gremio de profesionales, más o menos mal pagados por el Estado, se ocupa de semejante tarea: son los profesores. 

En los pastos verdes del ser hay quien rumia la misma hierba durante cincuenta años y después de su largo proceso digestivo encuentra «el tiempo» como la verdad de su digestión. Otros empezaron a digerir el tiempo demasiado pronto y al final de su vida levantaron templos a la permanencia. Uno empieza su vida como heracliteano, pues la juventud es osada y arrogante y busca la lucha, y acaba como parmenídeo, pues la vejez ama el reposo y la calma. En un determinado momento de su vida, todo pensador se arrodilla ante el ídolo de la eternidad y empieza a rezar oraciones ante cualquier simulacro de barro a cambio de la perduración de su alma inmortal. Y si es ateo o anticristiano, simplemente se conforma con hacer predicación sobre cualquier «verdad metafísica». Aquí cualquier obscenidad semántica vale: Dios, causa primera, sustancia, naturaleza, voluntad de poder, espíritu absoluto, Historia, progreso, evolución, revolución, etcétera. 

Cosas extremadamente triviales como «crecimiento económico», esto es, la «demanda agregada» keynesiana, por ejemplo, valen como pensamientos profundos en una época virtuosamente economicista, pues la supervivencia de lo inútil, excedentario y superfluo tiene garantizada la inmortalidad en las condiciones de vida modernas. En otras sociedades, se era más sincero y se sacrificaba todo excedente, incluidos los prisioneros de guerra. Todo debía consumirse aquí y ahora y rápido, antes de que la proliferación generara el caos. 

Los escitas, cuenta Herodoto, eran más piadosos que los sistemas occidentales de la seguridad social, que organizan una postvida indescriptible, después de contabilizar la vida como rendimiento del trabajo: mataban a sus ancianos a golpe de maza, para ahorrarles el sufrimiento de una vejez estéril y humillante. Como pueblo nómada que eran, no podían permitirse retrasar la buena marcha a galope de caballo. Las sociedades contemporáneas, que marchan a golpe de tecnologías suaves, pantallas y estadísticas, pueden permitirse acumular tiempo vital excedente al precio de un desequilibrio demográfico que invierte todas las relaciones conocidas entre vida y muerte.

Realidad es lo que queda después de la performance. Como la resaca es lo que queda después de la borrachera. Al mero fenómeno sigue su representación, esto es, el espectáculo. Dado que la naturaleza sólo ofrece fenómenos, la sociedad sólo produce espectáculos. Se trata tan sólo de sentarse y mirar. Al observador de la naturaleza, se le ofrecen leyes, regularidades subsumidas por el principio de causalidad. Armado de ecuaciones predictivas, el mundo es más sobrellevable. Al observador del espectáculo en la sociedad del espectáculo se le ofrecen simulaciones de realidad subsumidas por el principio de entretenimiento. Armado de un mando a distancia o un ratón inalámbrico, la realidad prefabricada es menos aburrida. La dominación técnica del mundo necesita de ambas modalidades de pasividad para instalarse en el mundo: no resultaría soportable de otra manera.

Sólo se puede vivir olvidando, como sólo se puede comer absorbiendo lo vivo, vegetal o animal, esto es, matando. Si acumulas en tu despensa demasiada comida que no consumes de inmediato, ésta se acaba pudriendo y pasarás hambre. Lo mejor es matar lo vivo con cierta regularidad y consumirlo en fresco. Vivir es acostumbrarse a matar. Si estoy vivo, es porque he matado lo suficiente y si casi no dispongo de reservas, entonces tengo que volver a matar. En los ratos libres, entre un momento de hambre y otro de bostezo, recuerdo las hazañas de mis antepasados, los que me enseñaron a matar para comer. Si me paso el día tan sólo recordándolos con rituales monótonos y no salgo a cazar yo mismo, casi con toda seguridad pasaré hambre. Así que he aprendido la lección: primero, voy a cazar todo lo que pueda para no pasar hambre y sólo luego recordaré a mis ancestros. Y cuando tenga el estómago bien lleno, escribiré libros de Historia e incluso, en el peor de los casos, me imaginé  filosofías de la Historia, es decir, como hombre con el estómago bien lleno, satisfecho y sesteante, me dedicaré a redactar a posteriori, como Hegel, mitologías de la razón.

La verdadera pasión se proyecta sobre el objeto con fuerza y tensión inusitadas, pero su potencia se da a cambio sólo de destruir al sujeto: toda pasión auténtica es refleja. En todo intercambio hay algo profundamente equívoco. En las pasiones del alma, como se expresaban los clásicos, el alma sufre como espectadora su propio aniquilamiento. Por eso, en cierto sentido, amar y odiar son lo mismo: el objeto de la afección nos subyuga y vuelve el afecto, tarde o temprano, contra nosotros mismos. Los sueños y los poemas saben algo de eso, pues no pueden expresarse de otra manera que a través de imágenes y analogías, sin traicionar su fuerza de atracción sobre nuestra vida. Lo que se pone en juego en cada apertura al mundo a través del afecto es nada menos que una fisura en el casco de acero bien armado del principio de autoconservación

Después de la ya milenaria experiencia cristiana, se hace muy difícil mirar a un hombre a los ojos. Se sabe demasiado bien qué es un hombre. Hoy, los hombres, que se han adaptado a la convivencia doméstica con los perros, han adquirido sus hábitos, incluso recogen sus defecaciones, considerando esto como una actividad cívica y honorable, aprobada por el Estado con reglamentos profusos, y ambos, hombres y perros, a sabiendas de que les van a poner la inyección letal por haber contraído la rabia o un vulgar virus de la gripe, todavía lanzan al vacío una mirada que busca el enternecimiento del amo y mueven la cola en agradecimiento. La mirada recta obliga a compartir una miseria que no necesariamente tiene que ser nuestra propia miseria. Y aquí entra en juego la compasión, es decir, una manipulación grosera de los afectos en nuestro propio perjuicio. Pero si un hombre acepta ese intercambio de miradas ello se debe, con toda seguridad, a que todavía no ha superado su condición moral perruna, es decir, cristiana o cretina, lo que es lo mismo.

Campo de trigo maduro. Es un proceso complejo obtener alimento. Primero, hay que cortar el trigo amarillo. Luego, hay que separar el grano de la paja. A continuación, se debe atesorar el buen grano. Más tarde hay que molturar, convertir el grano en harina. Elaborar alimentos con la simple harina es una operación complicada. Con agua mezclada con la pastosa harina se hacen maravillas: pan y pasta proceden de este milagro de la mezcla, y un poco de sal lo mejora todo. La mejor filosofía es la que se hace escribiendo como si uno no tuviera nada que llevarse a la boca, pero dispusiera de un inmenso campo de trigo amarillo y bien maduro que recoger y trillar y convertir en fina harina candeal. En este sentido, Nietzsche ha sido el mejor molinero del pensamiento occidental: hizo verdaderas maravillas de pan con un trigo realmente malo y podrido desde hace milenios. Algunos de los fragmentos póstumos del otoño de 1887 sobre el nihilismo europeo habría que grabarlos en mármol de Carrara con letras de oro.

La forma del pensamiento viene determinada por el modo de vida del pensador. Más exactamente, por las rutinas del cuerpo en la quietud y el movimiento. En el muy platónico Occidente cristiano-burgués han predominado los pensadores de cátedra, erguidos sobre la tarima del aula, y sus pensamientos, camuflados bajo una jerga personal vaga e ininteligible, tienden a lo sublime del efecto de verdad sobre los cuerpos en reposo digestivo de los oyentes: una especie de eucaristía del concepto. En las lecciones publicadas por escrito en forma de libro, se percibe aún el aroma al polvo del mobiliario de las aulas medievales. La excepción, muy rara, la constituyen los pensamientos caminados, itinerantes, vagabundos de los pensadores que abandonaron hastiados las aulas y sustituyeron la inmovilidad y la acartonada gesticulación profesoral por el caminar a buen paso a través de empinados senderos alpinos, vagando por bosques espesos en busca del claro o perdidos en avenidas de ciudades y metrópolis multiculturales asediadas por el tráfico terrestre y aéreo. En esos pensamientos se respira el intenso olor del tiempo que viene al encuentro, se experimenta la distancia, se crean perspectivas, se abren horizontes, se siente la sangre que vuelve a circular, se animan las palabras, los significados refrescados parecen fuentes inagotables para nuevos conceptos.

Todo puede intercambiarse por otra cosa. Una moneda se puede intercambiar por otra moneda, un dólar por un euro. Pero ambas, dólar y euro, son sólo monedas y nada más. Una obra de arte, un cuadro de Van Goh puede intercambiarse con otro cuadro, un cuadro de Monet, y ambos pueden intercambiarse por monedas, euros o dólares, porque el arte no es otra cosa que moneda, en tanto es reductible a su expresión. Un trabajo cualquiera puede intercambiarse por otro trabajo cualquiera, siempre que produzca el mismo valor, pues todo trabajo es equivalente a otro en tanto que su valor social es intercambiable como equivalente. Expresada en valor, toda realidad es reductible a cualquier otra realidad y contabilizable como tal. Todo puede entonces intercambiarse, porque todo tiene un valor y el valor se expresa como un precio en un mercado. ¿Hay algo que no resulte intercambiable, que exceda el valor, que no pueda expresarse en su precio? ¿Hay algo que resista esta reducción que hoy abarca todos los órdenes de la existencia del hombre civilizado? 

Tengo que vivir. No me queda más remedio. Tengo que matar, odiar o amar, ya me es indiferente. Todo me duele. Todo me hace daño. Luego tengo que matar. El juicio de Dios ha llegado. Hay que pensar como un psicópata asesino de masas, porque hemos llegado a un punto en el que para poder pensar hay que matar el principio mismo de realidad. El pensamiento tiene que erigirse en el juicio de Dios sobre este mundo.

Visionario. Extraña palabra. El diccionario recoge dos acepciones. Una de ellas dice que visionario es el «que se adelanta a su tiempo o tiene visión de futuro». Ahora me doy cuenta de que a lo largo de mi vida sólo me he sentido cómodo entre pensadores y escritores visionarios. Sólo imaginando lo que está por venir la vida se vuelve soportable, porque al anticipar el dolor, se disminuye el impacto del dolor. El pensamiento, en este sentido, actúa casi como un analgésico. Si he de sufrir, al menos en mi fantasía me anticiparé al dolor, seré su comadrona y experimentarlo será un placer que su realidad no podrá ofrecerme.

Cuando uno es joven, el prestigio libresco de las ideas lo deslumbra y lo aturde, un poco como al muchacho adolescente e inexperto el mero contacto con bellas mujeres de habla dulce y sibilante le anestesia su incipiente juicio crítico sobre el ser humano adulto y maduro. Luego, uno comprende la fisiología y la higiene del eros carnal, se limpia el espíritu vital que derramó candorosamente sobre cualquier idea o fulana que lo ofuscaba, y se justifica pensando que el error de juicio se debió a la incomprensión de sí mismo.

La frialdad, la objetividad son virtudes de héroes ante el peligro inminente. La dureza de la escritura en el momento en que se testimonia la verdad de un acontecer es una virtud moral admirable que muy pocos pueden sostener. Pero sospecho también de todo aquel que en una situación desesperada no se muestra desesperado. El precio de la honestidad intelectual hay que pagarlo con una mutilación afectiva. Y el que para ver mejor lo que acontece se castra el afecto puede ser objetivo, pero ha perdido la integridad del sentido.

Si por «physis» se entiende el proceso de nacimiento, crecimiento, maduración y muerte, entonces soy pura «physis». Si le añadimos un «logos», una «ratio», un pensamiento, una conciencia, un espíritu o una mente, esto es, un sujeto, peor aún una mera red neuronal centralizada, entonces, ¿quién soy? Soy solamente el tiempo en el que la «physis» que soy, devenida consciente de sí misma como duración, se realiza y desaparece, con plena conciencia anticipada de su desaparición. Reduplico como saber lo que un árbol sabría si tuviera para sí el tipo de ser y conciencia que yo tengo. Y se puede concebir que este ser que yo tengo de saber que soy es verdaderamente una maldición. Yo sé que muero. Y lo sé siempre y a cada momento. Eyaculo precozmente mi existencia para demostrarme a mí mismo que existo. Tengo que crear algo nuevo a cada momento para demostrarme a mí mismo que no estoy muerto. Las pasiones que nos someten y nos inclinan son las centrifugadoras de nuestro ser. Pero, ¿cuál es la energía que mueve el mecanismo de nuestra máquina humana? El saber por anticipado que ya estamos muertos es una gran fuerza, pero la amnesia de la muerte que no se reconoce es una fuerza aún mayor. Y por eso, quizás para atarnos un poco más a la vida, existen tantas añagazas, entre las cuales no resulta la menos inofensiva la belleza de las mujeres: de lo contrario, si la mujer no existiera, el mundo de las apariencias se nos habría derrumbado encima.

Planos, superficies, números, ecuaciones, aritmética. La rejilla de la percepción del entorno que hace real el mundo vivido del narrador de «Nosotros» (1921) en el relato de Zamiatin, la primera distopía contemporánea, modelo de las que la han seguido, es la matemática elemental introducida en todas las rutinas de la vida. Los nombres de las personas son las coordenadas de la vivienda: una letra y un número. El material de que está hecho todo, paredes, calles, edificios, mobiliario, es un vidrio transparente y eterno, que permite ver desde fuera todo. La muralla que protege a los habitantes de este mundo numérico, repetitivo y previsible, es un cielo invariablemente azul. Los seres que lo habitan pasean en sus momentos de ocio en una fila de cuatro en fondo uniforme. Se alimentan en comedores colectivos donde las masticaciones de cada alimento mueven cincuenta músculos faciales. Copulan según el reparto de vales registrados: la promiscuidad está sometida al racionamiento según parámetros de compatibilidad biológica. No está permitida la reproducción aleatoria del amor electivo. No hay vida privada. Todo el tiempo está colectivamente reducido y previsto según la Tabla de horarios. 

Una señal inequívoca de la madurez moral e intelectual de un hombre: percibe por primera vez en su vida que todo da igual. El hombre ridículo de Dostoievski sabía muy bien de qué hablaba. La conciencia de la carencia de sentido de toda positividad queda compensada por la conciencia de la carencia de sentido de toda negatividad. Cuando se ha llegado a ese punto cero del espíritu, el mundo recobra un aspecto más allá de nuestros juicios, más allá de nuestras afirmaciones y nuestras negaciones, más allá de nuestras necesidades y nuestras finalidades. No queda ningún recurso, ninguna salida, ningún resorte de la voluntad, ninguna validez del conocimiento. Cuando la verdad consiste en que todo da igual, de golpe todo se vuelve verdaderamente interesante. Hasta el hombre que accede a esta experiencia se vuelve interesante. 

La crítica de Chaves Nogales al anarquismo español, si bien ideológicamente superficial, toca sin embargo el meollo del asunto. La fuerte iniciativa de personalidades individuales en el conato de la destrucción de un muy débil Estado no queda compensada con una continuidad persistente de un principio constructivo. Pero esta carencia es la misma que aquélla otra a la que el vago ideal del comunismo libertario se enfrenta: la inconsistencia constructiva del propio «liberalismo» español en todas y cada una de sus vertientes y variantes desde 1836 a 1936. El Estado liberal burgués de Derecho español, apenas construido y atacado, con su mermada burocracia profesional, sus pobres presupuestos, su privatización de la representación política, sus elecciones amañadas, su debilísima articulación territorial, su retórica anacrónica sobre glorias nacionales imaginarias sólo podía producir como antagonista lo que era de su misma esencia: un caos individualista como principio de socialización de masas bajo un régimen de propiedad privada extremadamente restringido y protegido por la fuerza bruta y la corrupción electoral. En todas partes se daban parecidas condiciones en la Europa de entre finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX. Pero sólo allí donde el Estado apenas existía y los procesos de socialización disciplinaria y nacionalización de las masas eran muy débiles se produjeron revoluciones triunfantes y guerras civiles en la periferia del mundo europeo: Rusia y España.

Vivir vive todo lo existente. Vivir sabiendo que se vive, quizás eso sólo concierne al hombre como especie investida con tan eminente como incierto privilegio. En el caso de la civilización occidental, el proceso es bien conocido en cualquier formato donde la conciencia actúa como búsqueda de una verdad encontrable en el proceso de la vida, ya sea la fenomenología del espíritu y la filosofía de la Historia hegelianas, la genealogía de la moral nietzscheana, la historia del olvido del ser heideggeriana o la arqueología de los saberes a lo Foucault. En cada caso, la conciencia quiere encontrar el conocimiento que puede volver transparente una opacidad, la opacidad del espesor del tiempo y crear a partir del hallazgo un sentido.  Supongamos la verdad hipotética de una de estas admirables fabulaciones o tramas de conocimiento, de que se alimenta el pensamiento occidental contemporáneo. Por ejemplo, ésta. Después de un largo periodo preparatorio de solipsismo moral y religioso (la conciencia desventurada de los estoicos, luego perfeccionada de escala de toda una civilización por los cristianos con sus trasmundos y aun mejorada y ampliada por la Reforma protestante al volverla accesible a todos), donde el yo practicaba alguna suerte de dura ascesis intramundana en busca de una salvación, es decir, de un sentido para esta vida, llegó el turno del solipsismo gnoseológico, una triunfante y conquistadora construcción del conocimiento mundanizado que ponía la verdad en la mera certeza subjetiva de los encadenamientos necesarios de lo real. La rebelión contra esta necesidad de lo real en nombre de una Libertad concebida como autoproducción, necesidad tildada de prosaica y burguesa a través de una perspicaz crítica del idealismo alemán, pasando luego por Stirner, Kierkegaard y Nietzsche, llegó hasta Heidegger, fundando una nueva tradición de sólido solipsismo existencial, el de la autodeterminación en la decisión por la verdad, esto es, por la autenticidad. Ahora, recorridos tantos caminos solitarios en el ascenso hacia su verdad del espíritu occidental, el hombre de carne y hueso de la tradición moderna, abolidos todos los límites y traspasadas todas las fronteras, practica una suerte de arte de vivir vaciado de todo contenido ideal, forma vacía del existir reducida a la mera supervivencia incondicional, de la que finalmente se obtiene un hombre, que es cada uno de nosotros, maquinal, automatizado, fetal, un hombre que habita el ubicuo solipsismo tecnológico ante pantallas de control, estadísticas, simulaciones y realidades virtuales.

Si la misantropía es el desprecio al hombre tal como es, entonces no soy misántropo. Si se define al misántropo como el hombre que observa a los hombres en tanto que no son todo lo que pueden ser, en tanto que no son todo lo que deben ser, entonces sí soy un misántropo absoluto. No juzgo despectivamente el ser actual, realizado, manifiesto de los hombres, sino su renuncia moral e intelectual a la posibilidad y al deber. En ese sentido abstracto, soy irremediablemente idealista. Y mucho me temo que comparto esta actitud de origen idealista con muchos otros maquinadores de horribles utopías de perfeccionamiento del hombre, con la salvedad de que yo soy consciente de que el hombre, tal como  es, es infinitamente deformable y moldeable, pero en ningún sentido reformable. Todo lo que se puede hacer por él tal vez no sea otra cosa que ponerle unos grilletes más y mantenerlo bien alimentado hasta alcanzar una longevidad monótona y estéril, pues la repetición y la rutina, en el fondo, es lo que más ama el hombre, con tal que nada introduzca un cambio en su inercia. Hoy sólo vemos a nuestro alrededor en las sociedades desarrolladas este tipo de seres que rumian el tiempo, regurgitan el tiempo y no saben crear nada nuevo, salvo algún nuevo adminículo digital para alguna nueva función socialmente inútil, lo que siempre obtiene éxito y aplauso, porque saben que la invención sólo determina una profundización aún mayor en la reproducción de la rutina y la inercia. A cada civilización según su idiocia, morirá de lo mismo que la funda. Quien dominó conquistando (Roma) morirá invadida y conquistada. Quien dominó desilusionado el mundo (el famoso «desencantamiento» y «racionalización» weberianas), morirá por la desilusión y la irracionalidad inmanentes a su propio designio. Y su legado será el más atroz hastío de una vida prolongada en el vacío de todo sentido.

La decisión de vincular a lo largo de este año 2021 todos estos apuntes bajo la denominación de «póstumos» seguramente se origina en la certeza fisiológica, mucho más que metafísica, de que ya no me queda mucho tiempo y todo se acelera a la vista de un horizonte despejado. Ahora, en el solsticio de invierno ante un cielo espesamente nublado, apenas un hilo de luz anaranjada separa la tierra y el mar en un Levante en el que el sol es apenas un punto minúsculo de irradiación de luz mortecina. No se distingue nada distinto, todo se reúne en la oscuridad de una tierra y un mar uniformes. En pocos minutos, se produce la separación y el mar adquiere bajo los cielos nublados un tono gris oscuro monótono y brillante a lo largo del trayecto sobre la carretera de la costa que me conduce al lugar del trabajo. Desde hace ya no sé cuánto tiempo esta metamorfosis instantánea del ciclo de aparición de la luz del sol constituye lo único que da un mínimo sentido a mi vida. Como si se pudiera comenzar a vivir de nuevo… La vida, la condición de ser hombre, la existencia sólo se puede soportar imaginando a cada instante un nuevo comienzo. 

Nihilismo: la orina roja que fluye desde mis riñones. No, todavía no. Mis expectoraciones sanguinolentas. No, todavía no. La hipertensión, sí por supuesto, el tabaco y la cerveza se toman su presa. La lucha del cuerpo que quiere restaurar su equilibrio, lo reconozco bien. Todos los dolores apuntan a una resolución. Soy sólo futuro y lo devoro a sabiendas de que todo me falta. La sangre golpea con más fuerza las arterias endurecidas. No hay palabras para describir la anticipación de la muerte, porque el hombre cree obtusamente que lo real es lo presente y olvida que es el producto de todas sus meditadas insensateces. El dolor de espalda ya es permanente. Los zumbidos en el oído derecho. Todo el cuerpo convertido en signo. Sueño escaso en horas de sobriedad y sueños ridículos durante el sueño supletorio de la borrachera. O a la inversa, ya no sé distinguir lo uno de lo otro. Nada que revelara algo que ya no supiera en estado plenamente consciente. Hasta el alcohol se ha vuelto superfluo como medida protectora contra el principio de realidad. Demasiada teoría para ahuyentar la verdad de los fantasmas. Y hasta la mejor literatura actúa sobre mis sentidos y mi mente como una orquesta chirriante de músicos paralizados en el movimiento de un mismo acorde repetido hasta el infinito. Fisiología e ideología: autonazismo exterminatotio como horizonte de verdad. Me recluyo a mí mismo en mi campo de exterminio, hecho con los materiales de mi propia vida, dominado por mis propios ideales realizados e invertidos. Psicopatología y distopía son los factores de esta construcción de un mundo habitable. La realización mundana del reverso de la razón es toda la verdad. No hay otra ni podría haberla.

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s