APUNTES PÓSTUMOS 2 (2021-2022)

Invierno de 2022

La Modernidad vivida en su versión original fue el siglo XIX. El pensamiento, la creación, la percepción de lo nuevo queda muy por detrás de nosotros. Hoy, en las postrimerías del tiempo moderno, todo lo que desde hace unas décadas se presenta como «moderno», no es nada más que un testamento: la realización de lo imaginado en su versión grotesca. Veo muchachas en vaqueros y con gorras de béisbol. Toda la información de los diarios en papel es accesible a cualquiera con un teléfono inteligente. Toda forma de entretenimiento está al alcance instantáneo de cualquiera. Los trabajos no exigen ninguna vocación ni ningún esfuerzo. El amoralismo inconsciente está tan integrado en las costumbres como en otros tiempos lo estuvo el ritual religioso o las normas más estrictas del ascetismo intramundano. El capital se reproduce automáticamente, sin ningún cálculo. El poder se desencadena produciendo más caos que orden. Los Estados son parodias anacrónicas de lo que fueron en su origen. Las ideologías son logos publicitarios para conservar en la inmovilidad a enormes clases prebendarias, burocracias parasitarias que saturan todo el espacio de la circulación de unas élites profundamente antipolíticas e intelectualmente lumpemproletarizadas.

La omnipotencia de la voluntad de los muertos se ha convertido para mí en una secreta obsesión que monopoliza todos mis pensamientos desde hace algún tiempo. En ningún momento hemos conseguido escapar del designio de nuestra condición mortal. Los muertos ejercen sobre nosotros un poder invisible y ocupan toda la vida desde su inexistencia. 

No hay nada que aprender de la experiencia, de la Historia o de la observación prediseñada del experimento. Modernos cuentos de viejas. Si no hay ningún «orden moral del mundo», si no hay ninguna valoración fundada en una verdad superior al propio criterio de valor, si no hay ningún fundamento que justifique la vida humana, si nada puede dar sentido al puro juego del azar y la necesidad, si todo es equivalente e intercambiable, si cualquier magnitud es negligible como cero relativo, entonces la vida de los hombres se vuelve lo carente mismo de sentido desde la perspectiva de su perfeccionamiento técnico. Mantener a los hombres con vida, cualesquiera que sean las circunstancias, es una demostración de la eficiencia del aparato técnico de supervivencia, es decir, la vida humana se convierte en una prueba del valor de la técnica como puesta en escena de la performance de su eficiencia. 

El desorden afectivo, el caos moral, la corrupción política, la incertidumbre sobre el futuro, la indeterminación de lo verdadero, la ambigüedad del criterio de la moralidad, la confusión de valores, todo eso forma parte de la vida histórica de las sociedades porque simplemente eso es lo que constituye la profunda finitud de la condición de  humana. Todo orden de esta vida se funda en la ley de la medida impuesta sobre la tendencia al exceso. El castigo de la transgresión es la figura comúnmente más conocida de este funcionamiento de todo orden. En las sociedades modernas la vida en su integridad ha sido sometida a una dialéctica entre orden y caos tan violenta que sólo la indiferenciación y  la neutralización de todos los órdenes y jerarquías de valor ha conseguido que se vuelva soportable la vida.

Lo que no entienden todos los utopistas y todos los anti utopistas es bien sencillo: el hombre es medida pero también es irreductible a toda medida. Y sólo se somete gustosamente a toda medida porque puede escapar a ella por todos los resquicios de su inconmensurabilidad, es decir, de su ambivalencia originaria. En tanto hay vida, es decir, en tanto que yo tengo tiempo, la partida no está decidida y tengo que jugarla hasta el final. No hay decisión final, resolución definitiva que decida y resuelva acerca de lo que es o deber ser el estado definitivo de nuestra condición. La libertad es sólo el juego de apertura: vamos a ver quién gana en este juego en el que el movimiento final de las piezas no está dado nunca a priori y hay que jugar tomando decisiones que apuntan hacia lo no determinado previamente.  

Un día, quizás ya no muy lejano, se inaugurará un Museo de la Libertad. A la entrada, junto al vestíbulo, una estatua de Lutero orante expondrá la nostalgia de la libertad confesional. En el pasillo, junto al cuarto de los útiles de limpieza, una estatua exhortativa de Washington revelará los misterios de la libertad política. Penetrando hacia el centro de la sala de los horrores, se levantará una estatua de Kant sosteniendo como un nuevo Moisés las tablas de la Ley del Estado de Derecho liberal y sus principios de universalismo abstracto sobre los derechos de la Hombre, regados con sangre en la buena cosecha de 1789. El europeo bastardeado, el homúnculo, el último hombre realizará una bella performance: fotografiara con la cámara digital de su teléfono inteligente todo lo que vea, se hará un selfie posando con todas las estatuas de sus antepasados remotisimos y emitirá un mensaje a las redes sociales que abarcan el mundo entero: «Soy libre, ja, ja, ja».

Los alemanes ontologizaron la Historia: pensaron que podrían destilar el ser del mero acontecer como su sentido. Hegel, Nietzsche y Heidegger juegan en la misma liga y con las mismas reglas de juego. Pueden entenderse entre ellos y reinterpretarse. Saben que el tiempo es el dios que reconoce a los suyos. Que ser es sólo devenir, llegar a ser, anticiparse a lo que está por venir, que ser es tan sólo una lucha por decir y dominar el ser de todo lo que es en cada momento de esa Historia, que la realidad es solamente esto que se proyecta como realidad pero nunca una estabilidad eterna de las mismas condiciones de perdurabilidad, eso es la verdad última del pensamiento alemán: el hombre no está acabado, es pura plasticidad; nada se acaba, todo recomienza; el ser siempre se emite y nunca se completa; no hay totalidad que reintegre la pérdida; se retorna al comienzo para volver a empezar la obra. 

Sujeto es el hombre integralmente socializado. Por eso ya no es posible la poesía. ¿De qué podría hablar un hombre integralmente socializado? Ni siquiera de sí mismo como hombre socializado. Porque si la poesía es el discurso del hombre que habla desde fuera del sistema de la socialización, entonces ya no hay poesía porque no existen espacio-tiempos al margen de la integral socialización. El hombre masificado no necesita un sentido de su inserción en lo inhóspito de su existencia. Consulta al médico estatal, recibe tratamientos, toma pastillas y duerme bien. No lo inquietan los sueños. En ausencia de sentido, se entrega a la objetivación de su existencia y se acepta como extraño de sí mismo.

Si me preguntaran por las obras literarias que realmente han cambiado los códigos de la mimesis social, que introducen una ruptura significativa en la representación de la vida humana en un momento histórico dado, que silenciosamente han revolucionado la historia de la literatura, las que personalmente más me han seducido y fascinado en una primera lectura, citaría en primera instancia a «La Celestina», «Hamlet», «Los bandidos», «Werther», «Madame Bovary» y «Crimen y castigo» como las obras que quisiera llevar conmigo a una isla desierta para que acompañaran mi soledad de un modo placentero. Excluyo muchas otras, incluso muy superiores en logros y méritos de los mismos autores, pero sé que ninguna más podría resultarme tan estimulante como las citadas. Creo que con sólo esas seis obras de la literatura moderna se podría sintetizar un canon ideal de lo más completo y profundo de la condición humana, en el preciso y único sentido de que se trata de obras literarias que ejecutan un gran y propio designio creativo: subliman en belleza y verdad del discurso de ficción lo que es del orden de la más vulgar y abyecta miseria de la vida real.

De las obras literarias, después de casi treinta y cinco años de lector, ya sólo me interesa extraer un ínfimo jugo condensado y exquisito: ¿qué afirman sobre mi propia condición de hombre mortal? El resto es retórica, sociología y psicología, sobre todo mala, muy mala psicología. Hay quienes viven y piensan y sienten de prestado y hay quienes hacen de todo eso su propio problema y crean su propia solución.

Excavo muy abajo en la exploración del origen de mi fascinación por la literatura. Sólo encuentro ahora una justificación a esta miserable pérdida de energía y tiempo que ha sido mi dedicación a la lectura de obras literarias: la literatura me ofrecía el tipo ideal, completo, acabado del ser humano. La vida real, histórica, contemporánea apenas si me ofrecía ejemplares esbozados de una humanidad fallida, degenerada, incompleta. Hubiera preferido conocer a Emma Bovary o a Anna Karenina antes que a sus formas mutiladas. Hubiera preferido tratar con cualquier personaje de ficción antes que con los seres de carne y hueso que me he encontrado en todas partes. La literatura entrega modelos, la vida sólo retazos. Hay mucha más vida singularizada en las obras literarias que en una vida realmente vivida que es la reproducción mimética de una repetición uniforme de lo mismo.

La distancia en lo convencional entre los hombres, diferencia en estatus social, en riqueza, en conocimientos, en cultura, en sensibilidad estética, etc, es infinita, o al menos, admite sutiles gradaciones. Sin embargo, en lo natural, en las pasiones, en los instintos, en las necesidades y en los afectos, la distancia es ínfima. Sólo la literatura se hace cargo de este problema de antropología elemental, de este desequilibrio, que es consustancial a la condición humana, pues se da sobre todo entre hermanos de sangre, ya desde el mito fundador de las civilizaciones. De ahí que la creación del personaje literario implique nada menos que la conciliación de los opuestos. Ningún gran personaje en la novela y en el teatro modernos tiene sentido para nosotros sin observarlos detenidamente a la luz de esta forma de pensamiento que huye de lo unilateral de la comprensión vulgar del hombre normalizado. En lo humano, la grandeza es excepción, singularidad,  aparece como signatura de lo monstruoso, señal del desequilibrio, rúbrica de la desproporción, imagen de la asimetría entre lo convencional y lo natural. 

Preeminencia de Dostoievski como foco iluminador de un territorio filosófico inexplorado. La obra del escritor ruso expone una dialéctica concreta entre pensamiento y acción, la cual siempre queda superada por la incondicional afirmación de la vida a través de la redención de sí mismo mediante un dolor que no se vuelve rencoroso contra sí mismo y contra el mundo. El dolor como síntesis trascendental y amoral de la existencia. 

En todo lo que se refiere a la Historia, la sociedad, las condiciones materiales de vida, la personalidad del autor, etc, Dostoievski me resulta completamente extraña e incomprensible. Pero en lo que concierne a la forma y contenido del pensamiento profundo que se expresa en la ficción como vida de los personajes, el exceso convertido en norma de conducta, todos lo que en sus obras se presenta me resulta extremadamente familiar, al punto de conmoverme y obligarme a pensar en mi propia condición. 

Los hombres pueden dar amor a otros hombres simplemente porque sí. Sin otra finalidad que el amor mismo. El poder redentor del amor dado gratuitamente, a cambio de nada es el núcleo cristiano que se irradia en muchos personajes de Dostoievski y precisamente en los más anónimos e insignificantes. Incluso el más pequeño de los gestos puede revelar este misterio de la condición humana en cualquier momento, como sucede con el dedo de uña ennegrecida del campesino Marei en la boca del niño, hundido en la espesura del bosque, asustado por la alucinación de la frase «¡Que vienen los lobos!». La señal inequívoca de la bondad del campesino es la gratuidad del gesto. Consolar es dar esperanza: no tengas miedo, yo estoy aquí contigo ante la amenaza y la oscuridad es el «dictum» que da autoridad al padre, pero también otorga su legitimidad al Estado como espurio simulacro de fuerza paternal y protectora. La bondad también puede ser fundamento de lo monstruoso. Pero sólo los seres reales de carne y hueso con un rostro, un lenguaje y un gesto pueden ser amados. Lo abstracto pide un amor que sólo puede engendrar la locura y la muerte. Y esa es la historia de las ideologías y las utopías modernas. La monstruosidad de la Modernidad política consiste en que lo abstracto se arroga el poder redentor del amor, como el Dios cristiano se arroga el poder absoluto de dispensar todo amor.

Si se coloca una potente lupa de aumento sobre la conducta del hombre, se percibirán cosas insospechadas. La desmesura, la anormalidad, el exceso en los personajes de Dostoievski cumple esta función de revelar lo que el estándar oculta. Se puede observar la medianía con minuciosidad, tal como practican la escritura Flaubert o Tolstoi, y obtener los resultados que se buscan. Pero también se puede obviar esta metodología, en el fondo moralista, pese a la estrategia de la observación objetivadora, y poner en su lugar la excepcionalidad, la transgresión y el límite como campo experimental de observación. Dicho en otros términos, Iván Ilich o Emma Bovary se dejan llevar por la opinión hasta para tomar conciencia de la muerte y eso es lo que define la esencia del hombre del término medio, que vive y muere sin saberlo. Otros personajes, como Raskolnikov, en tanto que transgresores, pese a sus debilidades e inconsistencias, afrontan la muerte mirándola a la cara, cierto es que siempre buscando perdón y redención como medidas absolutorias aceptables para ellos mismos. El residuo de la fe cristiana mundanizada es indudablemente fuerte en todas partes como resorte de la voluntad de dar sentido a una vida sin contenidos religiosos formales, pero sólo alcanza su cima, su expresión más depurada precisamente en la obra de aquellos que ya han superado sus presupuestos teológicos y han psicologizado la fe en la lógica puramente mundana de la autorredención.

«El idiota»: centro en que convergen todas las intrigas, todos los cálculos, todas las pasiones, todas las mentiras y todas las convenciones. Toda una sociedad, profundamente degradada, se pone a girar en torno a ese punto ciego que es el príncipe Myshkin en la novela de Dostoievski. La humanidad de todos los personajes tiene que enfrentarse cara a cara con la humanidad de un único personaje, pero este personaje no da la medida ideal sobre nada. Se limita a escuchar y comprender. No actúa, no ejecuta actos, no decide nada. No escribe, no dicta doctrinas en nombre de nada. El único criterio que introduce en sus vidas al confrontarse pasivamente con ellos es mostrar la mera comprensión de su conducta y su carácter a través del perdón por adelantado, sin juicio previo. Cada uno es lo que tiene que ser y cada uno actúa como puede actuar. La visión de lo humano por el idiota dostoievskiano es la visión de la inocencia, casi literalmente en los mismos términos en que Nietzsche concibe la «inocencia del devenir»: nadie es culpable de ser lo que es, nadie tiene que avergonzarse de ser lo que es. Sólo el juicio moral impone una perspectiva, una valoración y éstos se encuentran sujetos a una infinita variabilidad, por no decir, volubilidad de estados de ánimo y situaciones. Al idiota le reprochan que vive en un paraíso aquí y ahora: el mundo, la sociedad, el hombre no son nada paradisíaco. La respuesta implícita del idiota, en su inocencia terrenalmente paradisíaca, es asimismo simple: no sabemos vivir, no sabemos lo que es la vida. Para él es evidente que lo que nos hace radicalmente malos es el sufrimiento. Por eso su ideal está en el fondo del padecimiento de todos esos seres inocentes que sufren y no se vuelven malos sino que, con su existencia sufriente, al borde de sus fuerzas, siguen siendo buenos, conservando intacta su pureza y su inocencia originales. Todos esos niños que captan la pureza de otros seres, todos esos borrachos que incluso en su mayor abyección conservan un residuo de bondad, todas esas mujeres caprichosas que arrastran consigo todas las pasiones más bajas o más nobles y pese a todo son dignas de una compasión que no juzga, son los tipos ideales con los que el idiota puede establecer un pacto implícito de entendimiento y comprensión.

Gran juego dialéctico de la inversión del sentido común: la pregunta enigmática por excelencia no es por qué viven los hombres, pregunta que cualquier cretino puede responder sobre la base precaria del principio de autoconservación, sino por qué no se suicidan, habida cuenta de que tienen las mismas razones para lo uno y para lo otro. La cuestión, ocasionalmente, la plantea de golpe el personaje dostoievskiano Kirilov en una conversación trivial en la novela «Los demonios» y el lector siente ya aquí el primer gran martillazo sobre el latón hueco de su existencia de hombre común y corriente. La respuesta de Kirilov, contra el sentido común, no es que los hombres viven porque aman la vida sino que los hombres viven porque aman el dolor. No hay ningún otro escritor como Dostoievski que sepa sacudirse de encima a los lectores perezosos y acomodaticios: a partir de este pasaje cada uno es invitado a debatir consigo mismo asuntos que se refieren no a personajes de ficción sino directamente a él mismo como hombre. Ésa es una de las razones por las que Dostoievski me fascina.

No allí donde exista una jerarquía, una ilegitimidad, una explotación demasiado ostensible, un descontento o malestar indefinidos se producirá una revolución. El proceso revolucionario latente ya está en marcha allí donde toda autoridad, respeto y sentido de la moralidad se han quebrado. Desde ese momento, virtualmente todo es posible. La destrucción real sigue lógicamente a la destrucción ideal, si se dan sincrónicamente todas las condiciones previas. Este parece ser el escenario representado en la novela «Los demonios» de Dostoievski y coincide de un modo sorprendente con la descripción que Taine esbozaba en su crónica sobre la Francia revolucionaria pocos años después de la redacción de la obra del escritor ruso. Que un novelista de la talla de Dostoievski y un historiador de la enjundia de Taine coincidan en la comprensión de los supuestos previos y las realidades efectivas de un proceso revolucionario en la escritura de la ficción literaria y en la escritura de la Historia debería hacer reflexionar sobre el hecho de que la verdad de la condición humana se dice de muchas maneras. 

El crimen, el asesinato, la víctima: ninguna de las cuatro novelas mayores de Dostoievski puede entenderse sin la tensión narrativa que apunta a la muerte. En todos los casos, el asesinato hace saltar por los aires las apariencias de un mundo de convenciones ordenado. Ante la muerte violenta, cualesquiera que sean los móviles que conducen a ella, la vida queda al desnudo, todas las tramas de la trivialidad social convergen, todos los personajes bailan una danza macabra, apoyada con todos los argumentos racionales entreverados de pasiones autodestructivas. Desde el principio, el asesinato de la vieja usurera y sus consecuencias organiza toda la trama que sobre la vida de los personajes impone el acto de la transgresión consciente del asesino. Desde el principio, la mujer fatal que será asesinada, seducida en su primera adolescencia por un libertino, impone la fatalidad de su existencia sobre el resto de los personajes. Desde el principio, el crimen preside los destinos de todos los personajes endemoniados por la ideología. Desde el principio, el padre desnaturalizado, encarnación del materialismo más grosero, se convierte en el gozne que hace girar los deseos y los cálculos de sus vástagos. 

Hay que leer y releer el capítulo de «Los hermanos Karamazov» más justamente famoso, el titulado «El Gran Inquisidor» por muchas razones. Se plantea la cuestión entre Iván y Aleksei, el ideólogo laico y el religioso cristiano ortodoxo, sobre la creencia en Dios. La argumentación gira en torno al sufrimiento y su justificación. La cuestión misma es universal y sólo tiene un sentido en tanto que se la plantea y responde dentro de cada sociedad histórica. Con toda evidencia, sólo es una cuestión fundamental dentro de la mentalidad dominada por el sistema de creencias de la fe cristiana. Si aceptamos que el sufrimiento debe ser justificado de alguna manera, somos y seguimos siendo cristianos. Si, por el contrario, pensamos que no puede ser justificado de ninguna manera, entonces se abre otro horizonte desconocido. Ahora bien, si creemos que simplemente el sufrimiento debe ser erradicado por la acción mundana del hombre culto y civilizado, entonces nos encontramos en la total confusión de las ideologías y las utopías modernas, una excrecencia degenerativa del propio cristianismo. Según Iván Karamázov, el cristianismo originario carga sobre el hombre la más pesada de las cargas: la carga insoportable de decidir por sí mismo y en completa soledad qué es el bien y qué es el mal. Tan insoportable es esta carga que el hombre tiene que descargarla en otro para poder vivir: otros tienen que decidir por cada uno qué es el bien y qué es el mal. Indudablemente, Iván Karamazov comprende la esencia y función  históricas del catolicismo romano y la eleva a la dimensión histórica dominante de una hegeliana «figura de la conciencia», ampliada y extendida hasta sus contemporáneas formas negativas e invertidas (ateísmo, socialismo y anarquismo). En estas circunstancias, Iván Karamazov elabora un discurso que es realmente toda una Anti-Teodicea y que es también y, sobre todo, un desafío en sus propios términos a la Filosofía de la Historia, en el que, sin citarlos directamente, subyace una crítica irónica y mordaz a Leibnitz y Hegel como pensadores que han creado la monstruosa impostura que postula un sentido justificador de todo sufrimiento humano.

Entre otros muchos hallazgos y formulaciones acertadas, verdaderamente revolucionarias en la comprensión de la Historia literaria, le debemos a Mikhail Bakhtin la tesis de que el escándalo como tal, en un profundo sentido carnavalizado, en cuanto inversión de las condiciones de la vida cotidiana, es la categoría narrativa constituyente y dominante en las grandes novelas de Dostoievski. Un paso más allá de la parodia, la sátira o la crítica, el escándalo es el procedimiento de puesta al desnudo del hombre socializado. 

Imagino el esbozo de guión para una película muda sobre Dostoievski. En la escena inicial, un apartamento oscuro y una cama, hipidos, imprecaciones, miembros que se agitan crispados, sobre el trasfondo de un gran silencio. A continuación, sin transición, ruido de voces y risas en la sala de un casino iluminado hasta la ceguera, una ruleta en movimiento cuyo sonido se muestra aumentado hasta ensordecer al espectador. Sin transición, el filo de un hacha golpea la cabeza de una vieja mientras un hombre reza en una celda. Sin transición, multitud de borrachos ruidosos se agolpan en el umbral de una estancia en cuyo interior en un hogar con chimenea brilla en rojo cegador y brillante un fardo lleno de dinero del que sobresalen billetes de banco que arden y se queman. Sin transición, dos hombres sin rostro junto al cadáver de un bulto en una cama se miran largamente y hablan en voz muy baja, casi imperceptible. 

Rusia merecería haber existido históricamente aunque sólo fuera por haber engendrado a alguien como Dostoievski.

Primavera de 2022

De la Eucaristía a la Pornografía sin pasar por la áscesis intramundana. La corrupción generalizada en los países de vetusta raigambre católica. Elipsis de una Modernidad doblemente desarraigada y quizás por eso mismo más llevadera

Sociedades sin ningún criterio ni juicio moral más allá del puro mimetismo de la conducta animal: sin modelos de excelencia. La pura animalidad en el estadio más bajo de lo gregario. Peor aún, la existencia humana puesta al nivel del hormiguero. De donde se sigue la exigencia de la hipermoralización más frívola o la instalación académica bien remunerada de la ética más cínicamente rigorista.

El pensamiento hegeliano es el Museo. El director del Museo, miembro de la clase universal, es el saber absoluto: ha clasificado todas las obras que exhibe el Museo y las ha comprendido, asimilado y superado en su propia conciencia de hombre moderno que colecciona antigüedades. En tanto que coleccionista de antigüedades posee la verdad de la Historia, al menos como almacenista que cataloga. No se necesita más para alcanzar el saber absoluto.

El ensamblaje o andamiaje del pensamiento heideggeriano es lo que se ofrece a la lectura en los «Cuadernos negros» que recogen las anotaciones privadas del pensador alemán entre 1931-1941. El texto permite observar el entrelazamiento de motivos conductores: la transición desde la época de la consumación de la metafísica, la superación de la metafísica, el otro comienzo desde el primer comienzo, el último dios, la decisión entre el dominio del ente, el abandono del ser o su olvido frente a la fundación de la diferencia del ser en su verdad, la transformación del hombre como «ser ahí» o lugar de la decisión a favor de la verdad del ser, la crítica de la cultura, las maquinaciones como realización plena de la racionalización de la vida, el rechazo de la subjetividad como posición del hombre, la crítica de las cosmovisiones e ideologías modernas, la distinción entre historia e historiografía como medios diferenciados de apropiarse del pasado, la visión de la técnica como realización final de la metafísica, el análisis del comunismo, el americanismo y el nacionalsocialismo como formas de realización del último estadio de la metafísica en su puro despliegue de dominación del mundo, etc. No está nada mal como informe biográfico del momento en que se produce el giro, ya que los documentos correspondientes a ese periodo eran realmente escasos y fragmentarios. Pero sobre todo destaca la asunción de Nietzsche en contra de Nietzsche, la generalización de la metafísica de la voluntad de poder como cosmovisión implícita de la realidad histórica de los imperialismos enfrentados por el dominio de la Tierra. De hecho, en las anotaciones el asunto dominante es la crítica muy acerba dirigida a esta última palabra de la metafísica occidental: el poder como determinación final del ser.

Repasemos el espíritu del tiempo que es hoy la realidad efectiva bajo epígrafes hegelianos. El espíritu absoluto: la filosofía convertida en caza de brujas, amontonando expedientes de crímenes contra la opinión vulgar dominante investida de bibliografía y escritura académica profesional («el caso Heidegger»). La religión, desaparecida o convertida en patología criminal en el modo del terrorismo y el delirio (las sectas). El arte, mundanizado, devenido museo, galería comercial, industria del entretenimiento, publicidad o marketing o todo esto mezclado de cualquier modo. El espíritu objetivo: la eticidad travestida de la mera legislación positiva de cualquier procacidad transgresora del ethos común, que por otra parte está ausente. La política, el Estado, el poder, el  Derecho: la rúbrica de la barbarie como arbitrariedad anónima en el modo burocrático normalizado de la dominación sin objetivos, un arcaísmo devenido vivo desde el más remoto tiempo de lo incivilizado con buena conciencia de su modernidad. El espíritu subjetivo: los modelos de simulación y la telerrealidad instalados en el espacio autista publicitario y tecnológico de la relación social ausente presentado como oferta de las identidades de los sujetos huérfanos de verdad propia integrados en masas perfectamente estandarizadas y, a la vez, tribalizadas.

Leer a Heidegger es un verdadero sacrificio del intelecto, una renuncia a la certeza que proporciona cómodamente el ejercicio de la razón que da razones, explica, fundamenta y enuncia verdades lógicas, tautológicas o investiga en el infinito campo del material empírico observable y experimentable. Leer a Heidegger es una forma de ascesis, no ofrece asideros, no da soluciones, no ofrece consuelo, no da persuasiones, no quiere esperanzas. A cuerpo desnudo, hay que afrontar lo que es como lo que es. Simplemente reducir la atención, el pensamiento, la sensibilidad y el estado de ánimo hacia lo que es, hacia lo que decimos que es. Sólo este movimiento del espíritu, este cambio del ánimo, esta conversión de la mente lo cambia todo y no cambia nada, lo deja todo como lo que es. Pero lo que deja es también y sobre todo un residuo inanalizable de profundo malestar, de confusión. Leer a Heidegger, en último término, quizás sólo serviría para transformar nuestra comprensión de nosotros mismos como aquellos que pueden comprender lo que es de otra manera a como la tradición y el presente eternizado repetidamente consolidado por ella nos imponen pensar. 

La única crítica seria a Heidegger:  tacharlo de mostrarse demasiado ambicioso respecto a los requerimientos que dirige al hombre de la civilización occidental. A un hombre que sólo ha podido habitar y soportar el mundo bajo la constante persuasión de ficciones nihilistas le asigna nada menos que ser el ahí de la verdad del ser, el destinatario y custodio del desocultamiento, el pastor del ser. Si la metafísica define y determina la esencia de la historia del hombre occidental, entonces la fábula devino mundo verdadero y el mundo como tal devino fábula verdadera. Por eso, el gran inquisidor tiene que ser también y sobre todo el gran fabulador. 

Me despierto con el piar de los gorriones y no necesito ver la luz que entra por la ventana del dormitorio. Es un misterio que todavía existan gorriones en una ciudad. Cuando cae la tarde y la primera oscuridad es mayor que el último rastro de luz, escucho la despedida del día en el piar de los gorriones. Una mínima naturaleza eliminada de mi vida se hace presente todavía. No deja de sorprenderme que aún haya cosas que vienen a mí espontáneamente sin que yo las solicite, las quiera o las piense. Pues todo el resto de lo que cotidianamente es mi vida ya ha sido programado en el vacío de las utilidades sociales.

«La poesía no es sino el elemental venir a la palabra, es decir, el llegar a descubrir la existencia como el ser-en-el-mundo. Con lo que se dice a otros, que antes estaban ciegos, se hace visible el mundo». (Heidegger, «Los problemas fundamentales de la  fenomenología», 1927).

El Occidente actual es el vertedero de todas las ideologías modernas, es decir, también de todas las «filosofías» modernas, dado que ideología y filosofía han llegado a ser lo mismo en el estadio actual de confusión, indeterminación e incertidumbre sobre la verdad. Los funcionarios estatales de ambos discursos terminales y exterminados pueden intercambiar sus funciones y sus ficciones, pues ellos mismos no saben lo que son ni pueden saberlo. Al perder todo horizonte de verdad, la falsa conciencia y el saber han conmutado sus posiciones, que a partir de ahora pueden intercambiarse ecuacionalmente sin mayores complicaciones. Donde todo es excedentario y atraviesa los límites de su tiempo, la redundancia es madre la confusión. La obesidad, sobre todo académica, informativa, letrada, es signo de épocas que se clausuran.

Truismo del poder. Verdad obvia y trivial, perogrullada, según la definición.  Pero un truismo como «voluntad de voluntad» hace toda una época y además es la última palabra de la metafísica antes del silencio. Si el ser se determina como poder, nada adviene al ser más que como condición de poder. Y el poder es simplemente la exterminación y la muerte de todo lo que no es poder. ¿Se entiende en qué terrible círculo vicioso estamos envueltos en la Modernidad como progreso y emancipación de la humanidad? Porque se trata sólo de la emancipación de lo humano hacia lo inhumano, es decir, el proceso por el cual la muerte domina y somete a la vida. O peor aún, accedemos sin conciencia de la realidad al estado delirante de la pura indiferenciación entre la vida y la muerte y ése parece ser desde ahora en adelante nuestro «horizonte final».

Nada óntica y nada ontológica. «Con la nada no se puede pensar nada» y «no hay nada en el frigorífico» no son proposiciones en las que la palabra «nada» signifique lo mismo y puedan intercambiarse. «Nada» como objeto que no está presente cuando la atención se dirige a él es una nada bien fácilmente comprensible y explicable. Es una nada cotidiana, óntica, se refiere a que algo no hace acto de presencia cuando se lo busca y se requiere su presencia. La otra nada ofrece mucha resistencia a ser pensada o concebida. No se puede predicar nada de la nada como sujeto de una proposición. No es un objeto como cualquier otro con el que pudiera intercambiarse. Si de las cosas restamos su presencia, entonces decimos que «no queda nada» de ellas: no hay ser, no hallamos presencia con la que encararnos. Si digo: «no percibo nada en la oscuridad», pero camino tropezando con los muebles de mi habitación, eso no quiere decir que «nada» signifique total ausencia de objetos, sino que más bien «nada» quiere decir que yo no los percibo porque se me ocultan en la oscuridad. En este sentido muy preciso «nada» quiere decir que lo que está presente no se me manifiesta, no está desvelado pero es y existe porque justamente me está dado en su presencia pero yo no puedo percibirla porque se me oculta en la oscuridad de la habitación por la que deambulo a tientas. En este caso la nada es aquello con lo que me encuentro de tal manera que me golpeo contra ello y no lo veo ni percibo pero es, existe en grado eminente, hasta el punto de que me produce dolor cuando choco contra esta nada tan extraña. Pero, ¿qué podría ser «nada» en tanto una nada referida al sentido? Nada significa nada, y ésta es nuestra condición contemporánea, quiere decir que todo lo existente, todo lo que es, todo lo que viene hasta nosotros en su presencia (no) es nada, significa nada. Puede intercambiarse por cualquier otra cosa. Lo que viene a significar que la esencia del nihilismo es la carencia de todo sentido de lo que, no obstante su mera presencia, existe pero en el específico modo de la conmutabilidad universal. 

Superfluidad, excedencia de tiempo, tiempo prestado. Existir como estar expuesto a la intemperie que protege. A la vez defendido y al abrigo de la ocultación. Sólo a veces, muy de vez en cuando, abierto a la verdad: en todo momento puedo dejar de ser. En todo momento tengo que ser. Yo se distiende y dilapida, se concentra en un punto y se repite el movimiento. Si tal vez sólo fuera instinto, si tal vez me elevara y creciera hacia la luz en busca de la luz que siempre se dispensa a todo lo que crece, no pensaría sintiendo la carga constante de ser, de tener que ser, en la vigilia y en el sueño, en la conciencia y en la inconsciencia, en el estado de gracia de la creación afortunada y en el largo intervalo de la esterilidad de que está entretejida esta vida demasiado hermosa para no ser la pura superfluidad del tiempo. 

El mérito, secularización católica de la justificación protestante por la fe, mundanización tardía de la gracia electiva calvinista. Algún criterio clasificatorio hay que conservar para que el hombre obtenga satisfacción de la nulidad de su existencia como animal que trabaja para consumir meramente el producto de su trabajo

Nosotros europeos no hemos entrado apenas en la Modernidad en su fase resolutiva y terminal. No tenemos asesinos de masas, no tenemos verdaderos «serial killers» que testimonien el perfecto estado anómico de la sociedad. Breivik o Bataclan eran sólo episodios psicóticos incomprensibles según los criterios dominantes: un mundo ideológico periclitado, incluso en sus versiones morbosas. No gozamos tampoco de sectores económicos avanzados en la industria del armamento mortífero que reivindiquen su hegemonía mundial. La industria del entretenimiento y la cultura del espectáculo no producen entre nosotros más que imitaciones bastardas del original estadounidense. Todavía creemos que existen ideologías políticas, peor aún, fingimos que existen Estados y naciones. Los fantasmas de Max Stirner nos acosan en su versión más estúpida. Cada uno cree que es eso mismo que cualquier discurso publicitario le dice que es. La nada redistributiva como horizonte final de consumación del nihilismo occidental y como forma total de socialización por defecto: no a cada uno según sus méritos, capacidades o necesidades, por otra parte desconocidos o incalificables, sino a cada uno según su falta, su incapacidad o su menesterosidad. En un mundo de la carencia absoluta la nada misma se vuelve superflua, incluso como criterio de valor. Sólo queda el derecho a las más miserables diferencias.

El nihilismo tiene su pedigrí académico, los cursos sobre la cuestión se añaden al currículum docente, se emiten innumerables ponencias calcadas unas de otras y el tráfico de palabras que hablan sobre la nada se pone en marcha. Se dicen y se imprimen cosas muy sabias sobre la nada y el nihilismo, eso es cierto, pero todo sigue el curso previsto como si nada, la nada misma de la que se habla y no se piensa, quedara finalmente desvelada porque se habla mucho de ella. Los agentes del nihilismo son aquellos que hablan de él sin saber de lo que hablan. Los logopedas de la logomaquia del nihilismo, bien remunerados por las mismas instancias e instituciones que promueven todo nihilismo, celebran congresos internacionales en los que hablan sin decir nada sobre la nada, la Nada misma que los mantiene activos como sujetos a sueldo, pensadores hipotecados, propagandistas de la nada que son ellos mismos. 

Verano de 2022

Esta mañana de domingo, 19 de junio de 2022, una suave brisa del sudoeste, procedente del Atlántico,  refrescante tras largos días de un calor fijo y brumoso, a las primeras horas de la mañana se desplegaba sobre un horizonte de inusual transparencia del aire, sobre un fuerte pero apacible oleaje de un mar azul turquesa de sosegada vivacidad. El sol se encontraba en su primera plenitud del día como inhibido, moderado, como si por un momento emitiera su luz para favorecer un instante de plenitud que afirmara un mundo como imagen de todo lo que pudiera estar hecho a medida del hombre, sin una sola nube en el cielo de inquietud o ansiedad. 

El ser, concebido como presencia constante, como estabilidad del permanecer, está vinculado al presente aislado y es la forma metafísica dominante de pensar el ser a partir de una sola dimensión del tiempo. El ser, interpretado como venir a presencia, estancia en la presencia y partida, es decir, como pasar, como volverse desde lo no oculto a lo nuevamente oculto, como demorarse un tiempo para luego desaparecer, ésa parece que sería la forma acabada en que Heidegger comprende el ser en tanto que tiempo a partir de su tridimensionalidad simultánea. Sea el tiempo horizonte de interpretación del ser en la existencia humana, sea epocalidad del propio ser como apertura de cada llegar a presencia de lo presente, en cualquier caso se trata de lo mismo: el ser se manifiesta, la presencia se hace presente, pero el ser, como tal, se dice se muestra de muchas maneras. Su sentido cambia en cada apertura epocal, pero nunca es comprendido desde sí mismo como esta misma apertura. 

Que las cosas ya no tengan ningún sentido, cambia su ser. ¿Qué serían una religión, un arte, una política, una sociedad carentes por completo de sentido? Sucedería, como nos ocurre a nosotros hoy, que ya no comprenderíamos su ser. Pensaríamos, sin duda alguna, que no son nada, que son cosas que han desaparecido de nuestra experiencia, cosas que insisten en el presente, pero sabemos también que ya no tienen sentido, del mismo modo que entendemos que un martillo ya no nos resulta útil, porque su mango se ha extraviado. Hoy ya no estamos en disposición de sostener que cosas como la religión, el arte, la política o la sociedad, tal como nos las encontramos en su manifestación en el presente, tienen sentido. Es decir, comprendemos que su ser se halla ausente, como el mango del martillo. 

Sólo soy una vía de paso de todo lo que me atraviesa. Un rayo de luz, un amor, un deseo, una pasión, un acontecimiento cualquiera, yo no podía decidir nada: tenían que hacerme gozar o hacerme daño. Todo me atravesaba, pasaba a través de mí, se traslucía a través de mi ser. He experimentado cómo mi existencia era el lugar de un juego del que yo formaba parte como jugador y siempre aposté muy alto contra mí mismo porque pensaba que jugar a perder es el comienzo de la victoria. Si se juega contra lo oculto, se gana lo verdadero: lo que se te ofrece sin la violencia del desearlo era justamente lo que no estaba manifiesto. Y todo lo que eliges como mal te protege de un mal aún mayor. Porque el mal verdadero gusta de ocultarse tras la apariencia de un mal menor.

En el Paraíso, es decir, en la utopía realizada del «american way of life», o en la penumbra de sus copias bastardas en Europa, sólo queda lugar para emborracharse, tomar el sol, hacer culturismo, practicar «fitness», cambiar de «look» o de modelo de automóvil, derrochar en las apuestas «on-line», ver incansablemente vídeos porno, dejar la televisión encendida al ir a acostarse, seguir hasta el más profundo hastío su serial televisivo favorito, llenar en fin el tiempo con todo el arte combinatorio del espacio imaginario con el que nuestra «Californication» cotidiana, ya universalizada,  nos facilita la vida,  un resto de vida simulada para uso de élites o de un nuevo y sofisticado lumpenproletariat, peor aún, disponemos de un poco más de tiempo para vivir la irónica ucronía de las élites lumpenproletarizadas.

Vivo rodeado de muertos vivientes, es decir, de hombres que existen como si el existir fuera asunto de decidir sobre la planificación de las vacaciones o sobre las ofertas de planes de pensiones. Trabajas para pagar la casa en que comes, ves la tele y duermes, es decir, descansas para volver al trabajo. Trabajas para pagar el automóvil que te lleva al lugar de trabajo. Trabajas para pagar las vacaciones y el ocio con el que intentas olvidar que trabajas para pagar todo eso. En términos lógicos, una existencia así definida sería un círculo vicioso, una absurdidad absoluta. Y sin embargo esta es la verdad de una vida felizmente homologada al estándar social.

La vida o la existencia humanas llegó a convertirse en centro del interés filosófico justo en el mismo momento en que la vida o la existencia humanas habían empezado a perderse en el mundo tecno-burocratizado del capitalismo tardío (es una de esas observaciones de pasada en los textos de Baudrillard que valen por una obra entera). No se puede someter a un juicio estético: no podemos decir que la vida sea por sí misma bella o fea. No se le puede imponer un criterio moral: no se puede afirmar que la vida como tal sea buena o mala, un bien o un mal. No se le puede dictar un juicio epistémico o lógico y predicar de la vida que es verdadera o falsa. Nos falta el modelo ideal para creer que la vida sea bella, buena y verdadera. En su desnuda facticidad, arropada entre el oropel de una abundancia insensata, de una disponibilidad donde la carencia se revela con más fuerza, casi podría llegar a pensarse que la vida ha acabado por ser todo lo contrario de sí misma: una vida saturada de fealdad deforme, de maldad estúpida y de falsedad inconsciente de sí misma.

La esencia del actuar, del hacer, del decidir: la ensoñación despierta de mi delirio. Querer es poder. Luego, poder actuar es dejarse llevar por la ensoñación del más propio y más querido delirio. Eres, sin saberlo, eso que los sueños te obligan a ser: actúas, cuando decides, como un autómata de tus sueños más secretos y queridos. La razón viene a posteriori para ofrecer la tabula rasa sobre la que todo cálculo puede inscribirse como sentido y así permite operar sin oposición ni restricción. De ahí su poder consolidado cuando lo delirante ya ha decidido efectuarse y llegar a la realidad.

El funcionamiento del sistema de la dominación del capital es efectivamente dialéctico, pero no en el sentido marxista de la lucha de clases. El sistema de la dominación del capital necesita la oposición, la contraposición, la resistencia, pero sólo como medio de ampliación de sus formas de socialización por integración de nuevas categorías, por reciclaje de viejas utilidades, por remake de procesos históricos. Juega con todas las cartas, adopta todas las máscaras, participa en todos los carnavales, apuesta en todas las mesas, se traviste con todas las ideologías modernas y siempre gana, porque toda destrucción, material pero también simbólica, agranda y expande su principio de acumulación. Por eso el indicio del triunfo supremo del sistema de dominación del capital es una alta esperanza de vida: la mayor longevidad de una vida desprovista de sentido  es el signo de la extraña victoria del principio de acumulación del capital, porque él mismo carece de todo sentido.

Los sueños me preparan para soportar el día. El día sedimenta los sueños. No sabría decir dónde está la verdad. Sé bien, por una larga experiencia, que lucidez despierta del día y sueños ocultos de la noche se intercambian sin que yo pueda decidir nada sobre el sentido de una o de otra dimensión de mi existencia. Lo latente de lo soñado se me escapa. La omnipresencia de las cosas durante la vigilia, su insistencia en ser se me escapa igualmente. No sabría decir qué es más verdadero. 

A medida que envejecemos vamos dejando de estar aquí. ¿A dónde vamos entonces? Un huésped extrañado del mundo que visita todas las estancias en las que habitó y no encuentra en ellas nada que lo identifique. 

En medio de este aislamiento universal, de este solipsismo existencial impuesto por unas condiciones espirituales de vida insoportables, ya es mucho sostenerse en una mínima autodisciplina, mantenerse aferrado a algún autocontrol para no exceder los límites que, de todos modos, inconscientemente todos ya hemos sobrepasado. La vida ha entrado en una lógica demoníaca de negación de sí misma y nos arrastra a una destrucción que por anticipado y desde lejos percibimos como una fatalidad.

El secreto de la felicidad: todo lo que no hemos elegido ha resultado mucho mejor que todo lo que hemos elegido. Todo lo que nos ha ocurrido ocasionalmente es mejor que todo lo que hemos planificado y calculado. Todo lo que creíamos improbable se ha realizado. 

El árbol, la más perfecta y hermosa criatura, crece buscando la luz más intensa, extiende su ramaje, despliega sus raíces en todas las dimensiones, pierde sus hojas y las renueva cada estación. Nosotros nos vamos desarraigando, dejamos de crecer, perdemos el sentido de la orientación hacia la luz y nos empequeñecemos a medida que envejecemos. Nos desprendemos también de nuestras hojas secas, pero no nos crecen en los tallos renuevos de hojas jóvenes.

En el fondo, busco un espacio vacío, sin referencias humanas, sin roles sociales, sin dimensión histórica. A través de las palabras encadenadas no lo encuentro. A través de la música lo presiento. En mí mismo, en mis propios sueños que se desintegran y vuelven a recomponerse cada noche lo percibo y lo olvido al instante. Este juego de ocultación del sentido es casi lo único que me mantiene vivo en medio de la muerte universal que se realiza a mi alrededor como mera estupidez encubridora del sinsentido.

La felicidad, la libertad, la igualdad son insoportables. La abundancia de todo lo que proporciona felicidad, libertad, igualdad es insoportable. La abundancia misma de cualquier cosa es insoportable. Nada en el hombre lo predispone a la abundancia. Todo su ser, físico, moral, espiritual, lo predispone a la carencia. Toda plenitud del hombre se alcanza por y desde la carencia. Si no hay falta, si no hay carencia, si todo ya por adelantado es dado y es pleno y es perfecto, es decir, acabado de una vez por todas, la vida entonces, careciendo de búsqueda, pierde su sentido. Pero los hombres, llegados a cierto grado de civilización, insisten en toda época y lugar en buscar la saciedad, sin comprender que la saciedad es lo que  consuma y consume su ser. La saciedad no les deja ningún resquicio para la negación de sí mismos y ahí perecen, porque el hombre solo sobrevive a sus condiciones históricas de vida negándose a sí mismo. Y negarse a sí mismo implica darle al mundo mucho más y mejor de lo que nos ha sido dado. Vivir es devolver la gracia del mero hecho de haber nacido.

Los anglosajones son los niños mimados de la Modernidad: viven gozosos en su seno maternal y desconocen las contradicciones del estado adulto. Los españoles y los italianos, que asistieron talentosa y heroicamente al parto de la Modernidad primeriza en la política y el arte apenas guardan memoria y respeto por lo que fueron e inauguraron: son atletas de la corrupción después de que la autoridad de la Iglesia católica romana abdicara de cualquier veleidad de influencia moral a cambio de sólidos valores materiales. Por lo demás, franceses y alemanes representan la auténtica conciencia desdichada de la Modernidad: llegados demasiado pronto a su fase teórico-práctica explosiva a través de la Reforma protestante y la Revolución política, herederos póstumos de sí mismos, mascullan filosóficamente su origen de manera interminable a través de figuras de conciencia cada vez más decadentes y usurarias.

Hubo un tiempo, el de la Ilustración europea del siglo XVIII, en el que la más perversa ingenuidad moral se escandalizaba ante el hecho comúnmente constatable de que los malvados son los más felices de todos los hombres. Hoy no pensamos mejor, no nos escandalizamos de nada, no somos ingenuos, pero seguimos experimentando la misma comprobación de esta verdad antropológica elemental: en efecto, los más malvados son los más felices, los más longevos, los más favorecidos por toda fortuna, los mejor tratados por la opinión, los más reputados de dones inverosímiles de perfección mundana. Esta disonancia cognitiva tiene una sencilla explicación: la vida humana, la sociedad humana, la historia humana están hechas para que los impulsos y los instintos más genuinamente malos obtengan la perduración. De otro modo no se conservaría una especie cuya conciencia secreta es la vocación de la muerte. Para triunfar de la muerte, no hay que hacer buenas obras ante un juicio final improbable, hay que demostrar siempre y en cada ocasión que uno es un réprobo de la virtud y hace méritos para la condena eterna y el cadalso. El principio de autoconservación de una especie malvada hasta la médula lo exige. Y nada debe ir en contra de la naturaleza que alimenta a tal especie privilegiada por el mal para ser su ejecutora en este mundo. 

En este pequeño balneario soleado en el que vivo, estoy rodeado por  todas partes de ancianos, en el paseo marítimo o en los restaurantes. Por contraste, durante mi jornada de trabajo paso cuatro o cinco horas diarias con adolescentes. Entre la bien llevada decrepitud física de la edad senil y el caos afectivo de la primera juventud se sitúa mi centro vital. No me acosan las ficciones ilusorias de la edad primeriza, pero tampoco me ahogan las decepciones y los desengaños de la madurez. En ese sentido, hay espontáneamente en mí un equilibrio de fuerzas de desgaste y renovación que bien pudiera llamarse «felicidad». 

La polución mental generalizada. El nombre vulgar del nihilismo psicologizado vuelto realidad social. Polución mental, suciedad de todos los mensajes recibidos y emitidos en todos los ámbitos de la cultura de masas, de la industria del entretenimiento, de la información, de la acción política. Polución mental, náusea de la mentira que se confiesa a sí misma como tal, asco de la impostura que por fin se reconoce como tal, vómito de la mala conciencia ante una corrupción del principio de realidad intelectualizado como orden histórico necesario y realizado de la libertad.

Otoño de 2022

El primer rayo de sol del otoño este 30 de septiembre de 2022. La primera ráfaga fuerte de viento del otoño. Una luz más intensa y transparente que la cálidamente brumosa del verano, envuelta en vapores de calor excesivo que anieblan el horizonte. Nada puede compararse a la serenidad del tiempo en la costa mediterránea al comienzo del otoño. Es mi ideal de armonía y belleza. Nunca nada, cuando el cielo está completamente despejado, puede compararse con la superficie de azul irradiante de un mar tranquilo. La noche, que amenaza con borrar tanta belleza, sólo puede humildemente ocultarla por un largo momento. Pero muy pronto vuelve a resplandecer una luz inhumana y cegadora que no se somete a otra ley que la de su dominio incondicional y eterno. Todo es pequeño y mezquino en comparación con este ciclo en el que todas las cosas hundidas en la larga oscuridad de la noche igualada al día retornan aquí en la costa mediterránea a una plenitud de su ser durante unas pocas horas. Ser es puro despejamiento de lo que se ofrece. ¿Necesita duración y permanencia? Si lo despejado retorna una y otra vez, ¿qué es ser sino este mismo retornar del despejamiento?

Cuando dos pulsiones de fuerza iguales luchan por dominar el más frecuente resultado es que se equilibren y neutralicen la una a la otra. Sea la interpretación orgánica, mecanicista, política o psicológica, lo cierto es que este axioma de lo viviente contiene una gran verdad. En la vida del individuo pueden observarse a escala microscópica ejemplar sus efectos. Demasiado apego a las cosas envilece y aliena el espíritu, demasiado desapego eleva el espíritu pero destruye la raíz de la humanidad, es decir, de la sociabilidad. En un orden social delirante, para no enloquecer, hay que mimetizarse con los colores del mundo construido por las simulaciones de realidad y verdad que nos envuelven con su espesor de telarañas transparentes.

Imaginemos los acontecimientos como las cartas de una baraja. El historiador puede barajar las cartas. De hecho, la tarea narrativa del historiador es tan sólo barajar las cartas de los acontecimientos que narra como significativos. Ahora bien, cada jugada, es decir, cada narración de un proceso histórico, es una echada de cartas. Peor aún, antes de cada echada de cartas hay un nuevo barajar las cartas. Luego el sentido de los acontecimientos depende de cada uno de los actos de barajar las cartas. Y cada interpretación de los acontecimientos deriva directamente de las cartas ya barajadas que salen en la mesa y con las que los jugadores juegan su partida.

La historia no tiene ningún sentido en la misma medida en que ninguna vida humana individual tiene sentido. Ambas están hechas de la misma materia. El tiempo no tiene ningún sentido, no ofrece oportunidad a ningún sentido. El sentido es del orden de la narración, la narración es del orden del discurso, el discurso pertenece al orden del lenguaje y el lenguaje, formalmente, es sólo el orden de signos significantes altamente convencionales. Puedo evocar mi infancia: no encontraré más que unos recuerdos inconexos que flotan en el vacío. Puedo evocar la revolución francesa. Sólo encontraré, en el mejor se los casos, una manipulación de multitud de citas bibliográficas sobre multitud de recuerdos documentados y casi siempre erróneamente transcritos, transmitidos y malinterpretados. No hay otra verdad que la verdad del discurso y ésta sólo depende de quién detenta el poder, es decir, la fuerza de hacer que la mentira resulte creíble.

Una buena noticia: Occidente no soporta el principio de racionalidad que ha impuesto al mundo para dominarlo. Occidente no soporta su propia realidad. Occidente no se soporta a sí mismo. Quiere volverse otro, quiere transformarse, travestirse, rejuvenecerse. Para conseguirlo, está dispuesto a pagar cualquier precio. Sus clases dirigentes y sus poblaciones, sus intelectuales, domesticados como perros pero sin su olfato de la descomposición orgánica, sueñan, deliran, fantasean. Occidente no sabe de dónde procede. Se puebla de rostros morenos y nombres impronunciables. Sus jóvenes no saben quiénes fueron Cervantes, Shakespeare, Dante o Goethe. Ellos no tendrán tampoco hijos que lo sepan. Todo guarda proporción con su esencia. Al final no quedará nadie para rezar una oración en latín por los difuntos. Ni siquiera un programador informático que la pueda traducir a código binario.

Cuando, como hombre adulto y legalmente reconocido como tal, dotado con innumerables derechos civiles, que hasta un virus puede revocar, sólo te queda el margen de libertad para elegir la marca comercial de la compañía de seguros con la que puedes suscribir la póliza de deceso, entonces y sólo entonces has descubierto el sentido de la vida en el seno acogedor de la sociedad occidental avanzada: debes gestionar tu muerte como cualquier otro negocio. Con ahorro, disciplina y cálculo se muere mejor.

French Theory para uso de idiotas. Donde está escrito «centro», táchalo y reescribe «descentramiento». Cuando veas escrita la palabra «unidad», bórrala y anota «pluralidad». Si te topas en un texto con el significante «identidad», sustitúyelo por «diferencia». Et voila, mon ami, ya eres postmetafísico, postestructuralista y puedes pasar por lector asiduo y muy aventajado de Nietzsche. Pero si añades que toda «presencia» tiene por fondo, fundamento y base una «ausencia», entonces has alcanzado la cima del pensamiento y todo el mundo académico te reconocerá legítimamente como un heideggeriano consumado y brillante. Y a partir de ahí ya puedes hacer carrera. En un mundo de significantes flotantes, cualquier significante es conmutable por otro: la diferencia de sentido es irrelevante. Por eso las «guerras culturales» no ocasionan caídos en el frente de combate, al menos con heridas de bala demostrables, sino éxito de ventas, carreras docentes y cargos públicos bien remunerados. El plusvalor del proxenetismo intelectual. Una vida heroica sin sangre.

Un comentario en “APUNTES PÓSTUMOS 2 (2021-2022)

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