EL VESTIDO DE MONICA Y LA POLÍTICA (2018)

Recuerdo con ternura las manchas de semen en el vestido de Monica Lewinsky. Hicieron nuestras delicias en los telediarios de aquella década de los 90 del siglo XX.

Nosotros, siempre retardados, tuvimos que conformarnos con los gayumbos de Luis Roldán y los convolutos. Aquí siempre hubo una falta de estilo, de finura, de delicadeza. Basta ver cómo se expresan en privado nuestros dignos gobernantes para intuir que el estilo es el hombre. Hasta para corromperse hay que tener estilo. Es lo que más se echa de menos en España.

Está bien que te exploten, te opriman, te burlen, te sodomicen, pero una bella sonrisa y una caricia en el lomo siempre son de agradecer. La prensa es el látigo con el que los poderosos se fustigan entre sí como los actores porno en una escena masoquista cuyos guionistas han extraviado los diálogos. Los espectadores lo pasamos bien, mientras los latigazos y otras cosas no nos salpiquen en la cara, como a Monica.

A mí me gusta ver exhibida a la luz del día la corrupción íntima del poder, quizás porque mi cinefilia me ha hecho sensible a este tipo de intrigas en las que la verdad profunda del hombre como ser mundano y pecador queda realzada con la belleza que sólo el arte sabe exponer. Nadie puede escapar a estos placeres secretos, el poder es una fábula, una ilusión y una seducción: cuanto más corrupto, más bello; cuanto más sincero, más verdadero. Donde se pierden las formas, el hombre puede llegar a ser cualquier cosa.

Amenos a nuestros Amos, pues tantas lecciones morales nos suministran, endulzadas con villanías y obscenidades que los humanizan y permiten identificarnos con su vil condición. Este mecanismo psicológico es necesario para que el mundo siga funcionando y la rueda de la fortuna siga girando. Es tan bello vivir en España que ni siquiera la política española puede emborronar estos cielos.

Las manchas de semen en el vestido de Mónica siempre se secan y el vestido siempre puede lavarse y quedar como nuevo…

El esteticismo intelectual, a la vez frío y apasionado, de la sátira, la mordacidad y la risa son lo único que nos queda. La realidad, en sí misma carece de sentido, es un hecho bruto y embrutecedor; sólo la forma artística (antes, el mito y la religión como ceremonia estética, no como creencia dogmática) consigue crear sentido desde una subjetividad viva para otra subjetividad viva, presente o futura.

Con la política sucede algo parecido. Su realidad “sensible”, “empírica”, “material” no tiene ningún valor, es algo deletéreo, una cosa carente de todo interés, algo mañana olvidado y pasado mañana repetido hasta el hartazgo y vuelto a olvidar y así hasta el infinito de un automatismo insensato. A mí me interesa lo que en ella manifiesta una condición universal, pero a la vez revela el núcleo caliente de los intereses mundanos de una época y unas generaciones muy determinadas. Por eso, España, es decir, su régimen político actual, es tan fascinante para mí. Poder comprobar las hipótesis de los moralistas franceses sobre la naturaleza humana bajo unas condiciones del poder concretas es en sí mismo seductor desde el punto de vista intelectual.

Los españoles cultos, por razones que no vienen al caso, carecen de ese instinto típicamente alemán que ve en la realidad el trasunto de la idea, pero también les falta la sensibilidad francesa para el matiz analítico en el mundo de los afectos. Para enfrentarse a una realidad política como la española hoy vigente, algo innombrable, casi inefable, ambas cualidades son necesarias y se complementan, de ahí quizás la originalidad de mis textos, que no son lo que parecen en la superficie de su banalidad o en todo caso reflejan la banalidad de su objeto como en un espejo roto.

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