Se avecinan las elecciones.
Noches de insomnio, sudor frío, movimientos nerviosos en la cama.
El asesino de una libertad política improbable se desdobla en la conciencia del esquizofrénico pero agnóstico practicante del Estado de Partidos.
El votante reflexiona largamente.
Escudriña promesas imprecisas, se afana en su mejor interés, huronea su minúscula parte del botín.
Busca las imperceptibles diferencias de matiz en la voz, en las inflexiones, en los timbres; indaga en la turbia herrumbre de las soflamas, los eslóganes, los tópicos; en un esfuerzo enojoso intenta tomarse a sí mismo en serio como esa parte infinitesimal pero decisiva de la voluntad general, de la que alguna vez ha oído a hablar.
A veces, cuando escucha o lee a individuos más inteligentes que él, o a los que supone tales, sin ninguna prueba demostrativa, porque salen en la televisión en confusa algarabía, padece la perezosa impresión de ser un balido perdido en la lejanía, un aullido de bestia apaleada en el espacio vacío de la cabina electoral, e imaginariamente intuye que, cuando se aproxime el momento de la verdad, algo no marchará como debiera, aunque su obstinación le hará ignorar toda noción de deber una vez más.
Al ejercer su menguado derecho de introducir una papeleta con los nombres de unos “representantes” a los que no conoce y que imperativamente le han sido ofertados desde unas nebulosas instancias llamadas “comisiones electorales de partido” presididas por un inaccesible autócrata, no se siente comprometido con los mandamientos ni de la Madre Iglesia ni de otra instancia moral: “No robarás”, por ejemplo, se le olvida de repente y tampoco siente la necesidad de reconocer el sentido condenatorio de los pecados capitales, pues hace tiempo que dejó de vincularse a ningún principio moral más allá de sus empíricas representaciones de valor: sabe oscuramente que está obligado a premiar con su insignificante acto intencional la codicia, la soberbia, la gula y la lujuria y muchas otras faltas, infamias y delitos, para las que ni los códigos penales ni las convenciones sociales tienen nombre.
Cuando olfatea el auto-menosprecio que siempre lo acompaña al ejecutar su acto solitario (sacralizado ante la opinión, pero envilecedor a ratos ante su conciencia eclipsada), quizás piensa para justificarse que así al menos saborea por anticipado el gozo de la venganza, aunque no sabe contra qué o quién, y se siente por ello en sus instintos más viles satisfecho con esta manifestación anónima de su arbitrio justiciero…
– Porco governo…