Siempre he pensado que vascos y catalanes han adquirido un nivel de conciencia política muy superior a la media del resto de los españoles.
El problema, que nadie ha sabido plantear en España (puesto que, en el plano de la abstracción, los españoles sufren de encefalopatía espongiforme, debido a un consumo muy prolongado históricamente y desmesurado de productos derivados del cerdo), consiste en lo siguiente: España no ha existido realmente ni como verdadero Estado ni como verdadera Nación, por lo que difícilmente ha sido alguna vez un Estado-Nación ni un Estado «nacional», en el sentido en que lo ha sido Francia desde la Revolución de 1789 o lo ha sido Alemania desde 1870.
Los vascos y los catalanes (sus clases cultas) se dieron cuenta, en las postrimerías del siglo XIX, de que una clase propietaria de los medios de producción, pero que no controla la esfera simbólica de la cultura ni los órganos del poder político (que siempre delega en profesionales corruptos de su propia clase o de clase subalternas, todavía peores), para mantener su hegemonía, está obligada a llevar a cabo en profundidad un proceso incesante de “nacionalización” de las masas.
Los vascos lo hicieron con sus «maketos», los catalanes con sus «charnegos», pero ¿qué han hecho las restantes burguesías hispánicas con sus masas?
Ahí reside el verdadero problema del diferencial energético de los tres nacionalismos: el españolista, frente al vasquismo y al catalanismo, ha fracasado en la activación de este proceso y la Guerra Civil y la Segunda República lo único que demuestran es que la burguesía española es una clase políticamente inexistente que además ni ha sabido crear un Estado-nación ni ha sabido nacionalizar a las masas que económicamente dependían de ella, pero a las que políticamente no ha conseguido adiestrar, pues en el fondo toda la Historia no es otra cosa que el despliegue de la sabiduría y astucia con que las clases dominantes amaestran, disciplinan y subordinan a las dominadas.
Este amaestramiento tiene muchos nombres y manifestaciones de superficie: desde el estándar lingüístico reconocido como normativo, hasta las formas de indumentaria, cortesía o tratamiento, pasando por los modales, el sentido del gusto, la educación, la instrucción, hasta llegar a las formas más refinadas de goce y ocio…
El marco moderno del Estado-nación pasó de largo aquí en este perpetuamente desolado páramo y nadie (salvo Ortega y eso por su formación alemana y su gran intuición para identificar, que no resolver, los problemas) se ha dado cuenta de que lo que ha permanecido incólume a lo largo de estos cinco siglos de Historia española moderna es una mezcla heterogénea de localismos, compartimentos estancos de grupos, aislamientos regionales y pueblerinos, egocentrismos ciegos de clase, desorganización administrativa inverosímil.
En una palabra, no ha habido un Centro, un Eje, un Poder en el sentido de la Voluntad constituida como unidad más allá y por encima de esta insolente fragmentación.
El régimen franquista no pudo tener continuidad porque fracasó en esta tentativa, al contener en sí un solo Estado, con cualidades efectivas muy prometedoras, pero con tres nacionalismos, con sus respectivas burguesías y procesos internos de nacionalización, internamente a su vez enfrentados y ninguno realmente hegemónico: españolismo, catalanismo y vasquismo.
El Estado de las Autonomías no es una innovación político-jurídica, muy al contrario de lo que algunas mentes preclaras piensan: es el reconocimiento fáctico de un proceso latente de gran alcance que ha pasado desapercibido por razones muy complejas, de izquierda a derecha, y todos tienen muy buenos motivos para callarse, aunque de vez en cuando un hombre como Pujol pone, casi sin querer, el dedo en nuestra llaga.
El nacionalismo catalán y vasco ha triunfado a largo plazo, están preñados de futuro, porque además de nacionalizar a sus masas (y esto evidentemente es lo que las buenas personas de la derecha españolista llaman, sin mayores complicaciones de concepto, «totalitarismo», pero es que resulta que Estado-Nación y Estado Total son los mismo, como demuestra toda experiencia moderna) ha conseguido crear desde su propia base social e ideológica la representación imaginaria de un posible y verdadero Estado-Nación como utopía: este nivel, una vez designado e identificado el enemigo (ese ente llamado «Estado Español», un poco como el Judío del Nacionalsocialista o el Enemigo de clase del Bolchevique…), no ha podido jamás ser alcanzado por el españolismo, que vive de ficticias glorificaciones de un pasado que nunca ha llevado a ningún futuro, fuera de escenarios de cartón piedra.
El españolismo, variante energuménica banal de un mero localismo, carece de esa dimensión utópica y movilizadora. Por eso jamás ha podido construir ningún Estado con futuro y consistencia y mucho menos sobre la base de la Constitución del 78 y la forma monárquica juancarlista de Estado.