OBSERVACIONES SOBRE LA PROPUESTA DE ILEGALIZACIÓN DE LOS PARTIDOS SECESIONISTAS (2018)

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Uno de los seguidores de Gustavo Bueno más activos desde el punto de vista de la exposición abierta y buscadamente polémica de las posiciones políticas del maestro es Pedro Insua, quien en dos artículos, publicados el primero en la revista digital el asterisco, nucleada en torno a Rosa Díaz, el 12/11/2017, y el segundo en El Español de Pedro J. Ramírez, el 19/7/2018, retomando y repitiendo parte del anterior, ha defendido la inédita propuesta o “hipótesis de trabajo” (?) de llevar a cabo la ilegalización de los partidos titulados como “secesionistas”. Habría que añadir aquí su reciente y apasionada intervención en el coloquio trasmitido por el canal de Youtube Demos TV el pasado día 4/7/2018, en discusión con dos seguidores experimentados del pensamiento de Antonio García-Trevijano.

Me interesa entrar en la lógica interna de unos muy determinados conceptos políticos, cuya inspiración teórica subyacente resulta discutible por lo que presuponen, más que por lo que defienden. Es bastante probable que sea precisamente a causa de esos conceptos por lo que no pueda darse una verdadera discusión sustanciosa que no acabe en paradojas, perplejidades, aporías y ficciones jurídicas, todas ellas derivadas de lo acríticamente con que se manejan ciertas nociones oscuras, procedentes de una historia del pensamiento político europeo en sí misma problemática y, por ello mismo, estéril y agotada.

Para entrar en materia, antes de describir con más detalle las posiciones de Pedro Insua, sugeriré que todo nuestro problema, teórico y práctico, gira alrededor de un único eje, el de la relación entre Estado y Nación, a cuya dialéctica queda supeditado el asunto de la titularidad de la llamada “Soberanía”, apellidada a la vez “nacional, popular y estatal”, en una confusión inextricable que lleva adonde exactamente no hay que dejarse llevar para partir de una aclaración de los términos en que se plantea originariamente el problema de la legitimación moderna del sistema político.

Pedro Insua parece confundir Estado y Nación, aun cuando quizás pretenda lo contrario en su intención inexpresada, lo que se explica por la aceptación acrítica de la idea de una “Soberanía nacional”, sin definir ni explicitar en ningún sentido. En esa “Soberanía nacional” reside el todavía más inexplorado concepto rousseauniano de una “voluntad general” (“voluntad popular” es su versión exotérica), que actúa como soporte ontológico virtual de la legitimación de la forma de gobierno que en la tradición europea de pensamiento político contemporáneo se concibe y determina a sí misma, sin ningún fundamento “in re”, como “Democracia” (es decir, parlamentarismo anterior a 1945 y Estado de Partidos posterior a 1945).

Debe empezarse por observar lo inquietante: para evocar y fundamentar la propuesta de la ilegalización de las organizaciones políticas secesionistas se acude precisamente a las categorías más discutibles, inspiradas en una teoría el Estado dada por realista y válida universalmente, en un sentido trastemporal y ahistórico. Que es asimismo el sentido real y simbólico con que también las manejan los defensores de la Constitución del 78 (los llamados “Constitucionalistas” o “bloque constitucional”), en cuyo seno se cobijan, prosperan y se engrandecen los partidos secesionistas, quienes a su vez se apoyan en los mismos supuestos que aquellos que definen el campo de su aparente crítica.

Todos los partidos, secesionistas incluidos, dicen ser titulares, apoderados y portavoces de algo así como una “representación”, por el hecho tautológico de que son efectivamente votados, esto es, sus listas de candidatos al poder legislativo son aprobadas a fin de, a partir de ellas, formar Gobiernos. Extraer de ahí alguna realidad verosímil de un principio de representación es complicado, porque los partidos, obviamente, no pueden representar a personas, pues ellos mismos son asociaciones privadas de personas, cuyos intereses de grupo son lo único que se juega en estas votaciones de listas de candidaturas propuestas, al margen y en contra de cualquier principio de representación “personal”.

Cierto que Pedro Insua sabe que los partidos han sido constitucionalizados como órganos del Estado desde 1945, pero no saca las conclusiones lógicas ni quiere ver las consecuencias prácticas de esa específica forma de dominación política, que ya nada tiene que ver con las polvorientas ficciones metafísicas rousseaunianas y las no menos simuladoras doctrinas del viejo parlamentarismo clásico de origen francés, derivado de las sinuosas perversiones operadas por el abate Sièyes en torno al concepto de “representación nacional”, necesitada como estaba la burguesía francesa (auto-constituida en poder y grupo constituyente, en ruptura con la tradición estamental de los “Estados Generales”) de darse una nueva base de legitimidad para su nueva tarea histórica.

Pedro Insua da por válida la idea común de que en las condiciones de desenvolvimiento del sistema político español se produce alguna forma, no aclarada tampoco, de “representación” por los partidos (del Estado, se le olvida recordar cuando es más necesario hacerlo) de esa misteriosa “voluntad popular y/o general”, a través de la cual se manifestaría el misterio o milagro secular de la “Soberanía nacional”.

Quizás no estaría demás leer, releer y volver a leer esa delación impagable del más básico hecho político contemporáneo que se exhibe impúdicamente en el texto “Representación e identidad” de Gerhard Leibholz, que más adelante habrá que comentar para resituar nuestro problema en su justo horizonte de sentido, más allá o más acá de la fatal peculiaridad española (la peculiaridad de “lo territorial” como campo de juego de las dialécticas de poder y dominación de las facciones estatales que integran un Estado autofraccionario y autofragmentado en su soberanía estatal bajo el irreconocible pretexto de la “descentralización administrativa”).

Toda la argumentación, como se observará, gira en una esfera, da vueltas sobre sí misma, se mantiene en la vertical de un eje inquebrantable, sin salida posible a otro campo de juego conceptual, porque es así exactamente como la trama de los conceptos políticos básicos envuelve a sus pobres víctimas desde el momento en que éstas obvian, pasan por alto u olvidan la clave estratégica del asunto, por mucha tensión o gravedad con que queramos envolverlo.

Si los partidos son órganos del Estado, no puede darse jamás una forma cualquiera de “representación” y la “Soberanía” es única, exclusiva y puramente orgánico-estatal, lo mismo que esa opaca y extraña forma de “representación”, que no lo es, y está íntegramente en manos de los efectivos titulares del poder fáctico (en modo alguno jurídico-constitucional) dentro de las propias organizaciones partidistas, que, como al menos reconoce correctamente Pedro Insua, son eso y nada más que eso: “facciones” partidistas. Ahora bien, lo son todas por igual, secesionistas o no, y ahí reside la paradoja que Pedro Insua no ve o no quiere ver o simplemente no desea ver, aun cuando intelectualmente no se mueva impulsado, dentro de una órbita faccionaria más o menos autoconsciente, por las motivaciones que fuere a favor de una de ellas

Todos los partidos son facciones, reconoce por fin Pedro Insua, pero facciones dentro del Estado cuya soberanía en tanto hecho puramente estatal ya ha sido a priori fraccionada, distribuida y compartida, eso ya no lo afirma con tanta claridad y reconocimiento el agonista discípulo de Bueno.

Que existan facciones que quieran destruir el Estado para autodeterminarse creando otro Estado, no sólo no es un contrasentido lógico o una contradicción política, llevadas, si se quiere entender así, al límite de la coherencia fáctica, pues hay que comprender que todo este proceso no tiene nada de extraño ni sorprendente, desde el momento en que la totalidad de las funciones y competencias público-estatales, con la multitud indescriptible de los cargos e instituciones “ad hoc” anexos, ahora mismo subastados a viva voz por el inédito tesinando y advenedizo “homo novus” Pedro Sánchez, se distribuyen entre todas las facciones, llegando a un extremo de irracionalidad institucional en la que a priori el Estado ha quedado disuelto y reducido a poco más que el residuo nutricio tras la digestión de estas innumerables camarillas que lo han patrimonializado.

Y todo esto, es decir, este proceso de demolición del propio Estado, en principio, nada tiene que ver con la Nación en ningún sentido: se trata de una “Operación de Estado” para satisfacer la voluntad omnímoda de las oligarquías instaladas en él, “Operación de Estado” como gusta de llamarse a sí misma la voluntad del encubrimiento delictivo de las tramas de corrupción organizada que abarcan todo el escalafón del Estado español en su integridad, desde la más alta magistratura hasta la más subalterna y parasitaria ocupación administrativa.

De toda esta realidad empírica cotidiana, ejemplarmente trasparente por primera vez ahora mismo, tras la moción de censura que ha derribado al Gobierno de Mariano Rajoy, Pedro Insua no dice ni una sola palabra, porque tal vez este tipo de consideraciones, las verdaderamente decisivas y perspicaces, lo llevarían a pensar que no sólo los partidos secesionistas merecen ser ilegalizados. Por eso, ahí justamente se detiene nuestro mal nutrido espíritu crítico.

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Habiendo dejado establecido que los puntos de partida de Pedro Insua dentro de la lógica de los conceptos políticos aplicados a la comprensión del sistema político español son muy discutibles por adherirse a una tradición infundada, hay que dirigir la atención a las propuestas propiamente dichas que derivan de tales presupuestos y a su desarrollo argumentativo.

En primer lugar, Pedro Insua observa con acierto las “limitaciones” que la legalidad española vigente declara en todos sus textos normativos acerca de lo que cabe definir como “secesión”, “grupo secesionista”, “sedición” … y podría añadirse “traición”, “conspiración” y “subversión”, si en el ordenamiento legal español del Régimen del 78 quedara alguna huella de estas viejas figuras delictivas contra el orden público y la seguridad del Estado.

Ahora bien, no estamos ante una carencia o privación de expresión jurídica de estas bien conocidas formas de manifestación de las siempre posibles alteraciones de las relaciones de poder por la fuerza fáctica dentro de un Estado. Probablemente, Pedro Insua padezca el prejuicio, compartido por la mayoría de intelectuales, periodistas y observadores, de considerar que el Estado español dispone de medios jurídicos reales para enfrentarse a la voluntad abierta de secesión de una parte de su territorio.

En el desarrollo de su exposición Pedro Insua llega al hallazgo más interesante e innovador de su discurso: el reconocimiento explícito de que se ha producido un lento proceso de “despenalización” de todas estas figuras jurídicas, relacionadas con el principio de territorialidad que define la esencia del Estado en cuanto órgano de su defensa.

Ése, entre otros, es el cometido de la llamada “soberanía” estatal, en modo alguna “nacional”, pues no es la Nación armada la que defiende sus fronteras o lucha contra sus enemigos internos o externos, sino que ello es tarea exclusiva de su aparato formal y profesional, el ejército o fuerza armada del Estado, de ahí la confusión aludida ya al comienzo de esta crítica: la Nación sólo sale a la escena política precisamente cuando su aparato de defensa es quebrantado o destruido, y entonces la propia Nación puede ser aniquilada o desposeída de su soberanía objetiva, es decir, estatal, o bien en un acto de reacción poco común, puede levantarse en armas y organizar ella misma una resistencia que puede conducir a la victoria o a la derrota (soberanía subjetiva, fundacional, y vinculada a la libertad constituyente si la victoria sobre el enemigo determina en acto la forma de Estado y Gobierno bajo determinadas condiciones).

Ahora bien, el Estado español que es controlado por el régimen de poder que llamamos “Régimen del 78” no es en modo alguno un Estado “normal” (no se producen tentativas abiertas de secesiones territoriales en Europa occidental de manera habitual…), y las observaciones de Pedro Insua sobre ese proceso de “despenalización” de las posiciones, actitudes y organizaciones secesionistas debería haberle hecho percibir exactamente cuál es la verdadera naturaleza intrínseca de ese sistema político, pues justo ahí se deja ver de modo trasparente cuál es su intención primera y última, es decir, el sentido de su diseño institucional, indudablemente investido de ciertos propósitos de largo alcance destinados a la conservación de una forma de gobierno y de una estructura de poder con voluntad de constituirse en inalterable. Pedro Insua lo roza con las yemas de los dedos, lo olfatea con las fosas nasales, pero al parecer no lo concibe con su perspicaz sentido intelectual, o prefiere no expresarlo públicamente.

No se responde entonces a la cuestión planteada: ¿por qué el Estado español bajo el Régimen del 78, a lo largo de este tortuoso y silente proceso de despenalización de las figuras jurídicas de la secesión territorial, está necesariamente constituido de tal manera y no de otra? Con toda certeza, tal situación anómala no se debe a un azar, no es una dejadez gubernativo-administrativa, no es ni siquiera el producto de una ignorancia jurídica o histórica, no es tampoco una omisión legislativa por falta de tiempo o por orden de prioridades. Sólo deshaciendo la confusión entre Estado y Nación política es posible dar una respuesta bien fundada a esta cuestión.

¿Qué funda realmente la legitimidad del poder gubernativo o ejecutivo del Estado a partir de la Constitución de 1978? ¿Qué funda realmente la legitimidad del poder legislativo de los partidos del Estado a partir de la Constitución de 1978? Dado que no se puede responder a estas preguntas, tomadas en serio, con las categorías de derecho político al uso, que son las que fundamentan el discurso del propio Régimen sobre sí mismo, pero en su sentido mistificado e ideológico, es conveniente recurrir a la verdad empírica o fáctica del funcionamiento objetivo del Estado español bajo este Régimen de 1978.

Hay que esforzarse por comprender cuáles son las relaciones de fuerza, poder e influencia que se desencadenan en su interioridad de manera recurrente y regular, configurando así su ley o su específica y muy peculiar “legalidad” interna, que nada tiene que ver con la Legalidad formal y públicamente reconocida como la determinante de las conductas oficiales de los actores. Pues el secreto y la falta total de control del poder sobre sí mismo es la esencia misma de la singular forma española de gobierno oligárquico: esa falta de control, esa ilimitación del poder en manos de unos pocos individuos sólo puede encubrirse y a la vez realizarse mediante la idea de “pacto” o “acuerdo” entre tales individuos, exhibida como “regla de buen gobierno”, cuando es en realidad su más completa antítesis y negación.

Entonces hay que reinscribir todo este proceso de despenalización de las figuras jurídicas en torno al principio de territorialidad y soberanía estatal en la intimidad dinámica inserta en la red de relaciones de poder entre grupos faccionarios cómplices que mantienen su poder compartido (“negociado”) sobre un Estado, que es literalmente su campo de juego simulado en competiciones electorales pre-acordadas y dialécticas ideológicas ficticias. Lo que revela este proceso de despenalización jurídica de las posiciones y movimientos secesionistas es tan sólo el hecho de que los partidos políticos ya han suplantado al Estado como instancia “neutra” de decisión política y han ocupado y distribuido entre ellos incluso la soberanía estatal que determina la unidad y defensa de la entidad territorial que rigen como aparato formal de dominación.

Pero ¿cómo es esto posible? Nos volvemos a encontrar con el teórico de los Estados de Partidos, Gerhard Leibholz. Este teórico constitucional enunció elegantemente la verdad profunda sobre el tipo de regímenes políticos que pasaron a dominar la esfera de las relaciones institucionales de poder dentro de las sociedades europeo-occidentales a partir de 1945. En España, la instauración de un modelo específico de “Staatparteien” a partir de 1976-1978 se consolidó sobre la base de una distribución efectiva de la soberanía estatal y de los mecanismos, ahora por fin territorializados a favor de las burguesías periféricas, de integración de las masas en un Estado dominado por los partidos recién legalizados, que heredaron así directamente la forma constitutiva del poder ya existente y practicada durante el Régimen de Franco desde el momento mismo de su instauración: un solo poder político estatal, puramente estatal, al margen de toda legitimación democrática desde la Nación política, dividido en funciones técnico-profesionales, con el anexo, ahora novedoso y muy entretenido para la población, de la distribución por cuotas electorales entre los partidos a través de plebiscitos entre los jefes de facción del Estado.

Escenario, por tanto, ideal, para que los partidos nacionalistas se erigiesen en lo que realmente son y no pueden dejar de ser en este peculiar contexto español: movimientos faccionarios co-soberanos y corregentes que reivindican su correlato de soberanía estatal, esto es, el dominio sobre el territorio. Si se quiere llamar a esto “nacionalismo”, puede hacerse con toda frivolidad y ligereza de concepto de que cada uno se sienta capaz, a condición de reconocer de manera inmediata y consecuente el hecho objetivo de que el Estado de las Autonomías no es más que la pura expresión subjetiva estatalizada de una voluntad de despedazamiento lento pero seguro de una soberanía estatal reasumida faccionariamente, proceso del que simplemente los partidos nacionalistas son la vanguardia y el abanderado que postula con toda lógica el paso siguiente hasta culminar la tendencia inmanente al propio sistema de poder.

Todo otro relato sobre el funcionamiento del Régimen de poder vigente en España es mitología y mucho me temo que, desde el concreto punto de su efectividad política, el discurso crítico de Pedro Insua, como todo el resto del discurso “constitucionalista” y/o “españolista”, no dista mucho del cuento infantil de Caperucita roja y el lobo feroz que se narra a los niños-súbditos para hacerles creíble su miserable condición de receptores pasivos e idiotizados de fábulas morales apenas edificantes.

3

Ciertamente, hay un problema político de primer rango, sin duda creado “ex novo” por la constitución del poder bajo las condiciones del Régimen vigente. Desde todas las instancias del Régimen del 78 se dice o al menos se reconoce explícitamente: “Hay dos millones de españoles en Cataluña partidarios de la secesión territorial y/o de la instauración de un nuevo Estado catalán independiente”. Se añade: “El problema como tal es irresoluble, por ello conviene darle una respuesta adecuada”. En la lógica del Estado de Partidos español, esa respuesta sólo puede significar una y la misma cosa: “integrar” por consenso, pacto, acuerdo y negociación, siempre abierta a nuevos términos, a esa “población”, esto es, dar más campo de juego dentro del Estado al grupo faccionario que la utiliza en su pugna en el bloque oligárquico de poder.

Desde los aledaños y los márgenes ideológicos dentro del propio Régimen actual, aceptando ya sea su supuesta legitimidad “democrática”, ya sea criticando su “fundamentalismo democrático”, se sitúan las posiciones de los que se encuentran en la órbita “extra muros” de la “derecha oficial” integrada en partidos estatales, con o sin representación parlamentaria, como el PP o Ciudadanos, e incluso igualmente Vox. Pienso, como mejores ejemplos de estas posturas, en todo ese horizonte ideológico encarnado en asociaciones como “Libres e Iguales” con la aristocrática Cayetana Álvarez de Toledo a la cabeza o la Fundación DENAES, con su nuevo director Iván Vélez, conspicuo buenista vocacional.

Todas estas posiciones defienden la Constitución de 1978 y no cuestionan sus principios y los fundamentos de la constitución del poder que derivan de ellos, aunque juiciosamente adviertan de algunos de sus “peligros, concesiones o debilidades” a las llamadas “fuerzas centrífugas”. No cuestionan por tanto la relación establecida entre la Nación política y su Estado, razón por la cual no están en condiciones de ofrecer nada realmente digno de reflexión, salvo un discurso crítico, ciertamente contundente y bien fundado en muchas de sus expresiones, pero basado en atavismos reivindicativos de una Nación histórica, cultural y política constituida sin libertad política efectiva.

Esta reactividad, exhibida en variadas gesticulaciones crítico-retóricas de tipo “revisionista” sobre el pasado historiográfico español, siempre va a la zaga de la vanguardia ideológica del Régimen, que cabe entender como un acabado proyecto desnacionalizador a gran escala y con todos los medios materiales a su disposición y en su favor. En todas estas temáticas se advierte siempre la carencia fundamental de una dialéctica de oposición frontal al sistema de valores e imágenes a través del cual el Régimen del 78 integra y socializa a la población en un proyecto estratégico de vasto adiestramiento disciplinario, a fin de promover un tipo específico de dominación de clase cuyos pivotes son la Monarquía como ficción para la garantía institucional de una muy precaria y casi metafísica “unidad nacional”, el Estado Autonómico como método de expolio consentido y la Oligarquía de Partidos del Estado como forma indubitable de Gobierno.

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