Sobre la pureza poética
Ahora la llamada “pureza poética”, su búsqueda a comienzos de siglo por todos los grandes poetas, nos deja perplejos o nos sobrecoge. Hay algo en ella que resulta aterrador para nuestra percepción económica de lectores domesticados por los modelos de lectura mercantiles, quizás la parvedad informativa que implica una clausura de la experiencia en y sobre sí misma. Sentimos con patético encantamiento esa hermosa lucha del yo ecuacional vacío que descubre un mundo como su posesión, como su creación inteligible, como parte de su misma sustancia en el acto de la creación poética.
Esta mitología de la subjetividad autorrealizándose en sus obras (tema del idealismo alemán clásico pero por ello mismo de toda nuestra tradición burguesa), para nosotros hoy cobra otro sentido, si cabe, más rico que el contenido por una lectura también ella ingenua y arrobada por el éxtasis adolescente que asume dentro de su actitud egocéntrica el conocimiento de sí a través de la tímida posesión de un mundo todavía demasiado remoto y ajeno para ser real, porque el mundo sólo adquiere consistencia de real a través del hastío que hace fútiles los asideros con que los adultos enfatizan cómicamente su sentido esperanzado, puede que ilusionado, de la realidad.
La pureza poética es esta misma pasión adolescente por el descubrimiento de que detrás de la belleza duerme, como un perro fiel y pronto a ser despertado por el más ligero movimiento de lo real, el hastío de sí mismo.
Sobre la reflexión metapoética de J.R.J
Si el único acceso al “todo” es la intuición dispersa y fragmentaria y ese acceso es sólo permitido a la experiencia estética (para nosotros válida en la forma normativa de la antropología kantiana y en general idealista), en tanto que mera contemplación “desinteresada” de lo bello, entonces cobra sentido la vocación juanramoniana, manifestada en múltiples declaraciones, sintetizada tal vez del modo más completo en estas concisas palabras de un párrafo memorialístico de “Tiempo”, escrito hacia l.940:
“Mi monólogo estuvo hecho siempre de universos desgranados, una nebulosa distinguida; con una ideología caótica sensitiva, universos, universos, universos. No conozco universo como aquel poema de universos” (Fragmento 1, líneas 46-50 y ss).
El contexto de esta declaración está inserto en una reflexión metapoética fundamental para comprender la propuesta lírica juanramoniana en toda su plenitud: se trata del tema de la poesía como forma específica de monólogo interior que Juan Ramón cree haber practicado a su manera, distinguiéndose de otros cultivadores del mismo en prosa, por su carácter de hallazgo de la totalidad (universo) desde la conciencia de una experiencia estética propia que parte del orden de las sensaciones y alcanza a la intuición del todo (“una nebulosa distinguida”). Los términos cosmológicos (universo, nebulosa, caos) son signos de esta idea de totalidad. Frente a la universalidad de los juicios teórico y moral, el juicio estético alcanza la totalidad.
Esta temática idealista, tan profunda en Juan Ramón, es la pieza clave de su reflexión metapoética, pues sobre ella gira toda su mitología personal del poema y la poesía como creación de un universo analógico pero purificado de lo empírico, de lo fragmentario, de lo cotidiano, de lo meramente instantáneo y transitorio. La validez de esta dación-hallazgo del todo reside en la peculiar interpretación juanramoniana de la experiencia estética como conciencia plena de la presencia del ente, por tanto responde a la ontología del sujeto, en concreto implica una de sus variantes metafísicas más “fuertes” y por ello más problemáticas.
La derivación seudo-panteísta de la etapa final de su poesía parece para muchos una extravagante disrupción próxima a la enajenación, si bien por respeto a la figura del poeta casi nadie lo atribuye al delirio y a la neurosis, sino a nueva fe o misticismo inexplicables. Ahora bien, el dios juanramoniano no es otra cosa que el nombre de una conciencia trascendental que proyecta su creación del mundo a través de la sensibilidad que vitaliza al todo desprendido de la facticidad empírica: el contenido óntico para nosotros se convierte en forma ontológica desde la concepción del poeta. Este salto es lo inexplicable, aquello para lo que no hay lenguaje, o el que le corresponde guarda demasiada semejanzas con el lenguaje de una tradición de lo sagrado. De todos modos, Juan Ramón habla de cosas muy concretas, habla de hecho de esta trasformación categorial de la experiencia.
Sin embargo, este seudopanteísmo es una solución bastante coherente en relación con el problema que se había planteado Juan Ramón a partir del momento en que su poesía se esencializa: en efecto, la totalidad del universo no es accesible para una conciencia finita, inscrita en el tiempo y en el espacio, sometida a variables estados sensibles. Es cierto que la sensibilidad estética abre un resquicio en este muro de finitud en que se debaten el juicio teórico y el ético, pero el todo sólo sería penetrable por la conciencia de un dios que contuviera en sí todo el tiempo y todo el espacio, es decir, capaz, en tanto conciencia, de perpetuar la presencia que hace presente al ente.
La diferencia entre lo inmanente (la conciencia humana del sujeto finito, temporal) y lo trascendente (la conciencia intemporal del todo) queda borrada y se funde en la recreación del universo como poema. Por eso, en Juan Ramón, poema y universo son términos perfectamente intercambiables, dicen lo mismo y se espejean mutuamente en su identidad, puesto que lo finito (el poema, el sujeto, el lenguaje) se hace infinito (el universo, la poesía, la conciencia de esta experiencia de trascender los límites)
El Juan Ramón final comprende que la poesía es un hacer de raíz ontológica y de ahí la reflexión tan densa del poema como universo y el universo como poema, acercándose a los temas presocráticos de la relación entre ser y tiempo, y aún también al planteamiento del “lógos” como desvelamiento de la verdad.
Sobre “Espacio”
En “Espacio”, el pensamiento del ser se realiza discursivamente como una reflexión en fuga sobre lo vivido como conciencia de lo vivido en el tiempo. El sujeto poético intenta salvar al sujeto biográfico de la temporalidad, para fundirse en una esencia supratemporal debida a la propia conciencia que, al conocerse como límite entre el tiempo y la eternidad, se instaura como condición absoluta del retorno de lo vivido en lucha por la individuación de su destino.
En esta sucesión rápida, sin tránsito, en las catálisis producidas por las obsesiones vitales aprehendidas en la escritura fugada, la propia estructura compositiva implica un poderoso afán de totalización de la experiencia como trascendencia en el tiempo, síntoma de una crisis general del sentido de la historia en el medio siglo. La misma aspiración late intensamente en tres de las obras poéticas fundamentales de este siglo: los “Cuatro cuartetos” de Eliot, los “Cantos pisanos” de Pound, y las “Elegías a Duino” de Rilke.
La “Weltinneraum” (“espacio interior del mundo”, concepto a que Heidegger recurre en su ensayo sobre Rilke, “Para qué poetas en tiempos de penuria”, idea de marcada raigambre diltheyana), que puede darse como forma en la armonía de una búsqueda poética esencial, tambien puede entregarse y ser realizada como “caos” espacio-temporal, como disolución y estallido que irrumpe en el momento en que la vida se encuentra con un destino o su negativo, ya realizado y ahora reconocido y reconocible.
Ese caos no es todavía el reflejo de un desorden de lo vivido, una desorganización espacio-temporal de la conciencia que lucha consigo misma para captar su destino. Es más bien el estado mismo de la materia, de la vida, anterior a la forma, la escritura: porque la escritura poética del siglo XX quiere analogizar la vida, trasgrediendo las leyes espacio-temporales lineales, trasformándolas en ondulaciones, espirales, turbulencias que intentan reflejar la ruptura del sentido uniforme de la vida fáctica.
Sobre el concepto de alma en J.R.J
Debería haber llamado mucho la atención la sorprendente proliferación de determinadas palabras nada inocentes en la poesía de Juan Ramón Jiménez, hasta el punto de que una sola palabra, en la acepción de una experiencia «originaria», puede caracterizar sintéticamente toda una obra poética. Es el caso de la palabra «alma», para nosotros ya vacía de referencia, de «denotatum» cualquiera. Sin embargo, pese a su vacío, es una palabra «clave» y no en el sentido banal de la frecuencia de su uso: su carácter central reside en el hecho de que esta palabra acumula determinaciones de cierto alcance, difíciles de establecer en un análisis meramente «objetivo», pero que resaltan muy por encima de un uso «literario» de la lengua. Es también la palabra más «abstracta» del vocabulario juanramoniano y la que requeriría mayor aclaración. De su añejo regusto romántico, pronto pasará a significar la densidad de un idealismo metafísico relativamente personal.
Nietzsche resume buena parte de la filosofía moderna de la subjetividad como un «atentado» contra el concepto cristiano de «alma», y a la vez una crisis permanente de su concepto fundacional de «yo pienso». En efecto, «alma» aún significaba en los siglos XVII y XVIII, una forma de trascendencia del hombre en el mundo, una pertenencia del hombre a «otro» mundo, el de Dios mismo como Creador, también del alma. El horizonte del alma era la beatitud, la contemplación extática de la idea divina. Como veremos, sus modalidades secularizadas no desmienten este origen y su sentido.
Esta configuración trascendente y «ultramundana» es la que se viene abajo con la crítica moderna del yo como «substancia» suprasensible (cuyo atributo superior es la inmortalidad, objeto de afanosos discursos demostrativos) y su sustitución por una modalidad de ser pasiva, receptiva, refleja, llanamente sensible, en un mundo que es tan sólo un flujo empírico de sensaciones y hábitos de percepción, un yo finito, sin contacto con lo suprasensible, mucho menos con ninguna esencia divina ni ningún «mundo de las Ideas», que sólo tiene acceso a sí mismo como cosa sensible entre cosas sensibles y cuya única actividad es «construir» objetos, a partir de estas percepciones.
Ahora bien, a partir de Kant, y aún más con la radicalización del idealismo por parte de sus discípulos inmediatos, en el sentido de la voluntad o el «espíritu», el debilitado yo de la tradición empirista se convierte en lugar privilegiado de la «síntesis trascendental», condición misma a priori de toda representación, pues el pensamiento es el que realiza toda síntesis, de la que el propio sujeto es producto. El sujeto se convierte en el principio de identidad y totalización del objeto, de todo objeto, desde ahora mera peripecia o «rodeo» del pensamiento constructivo.
El concepto de «alma» se vuelve inútil, ya no representa nada, es apenas una palabra vacía para expresar demasiadas cosas inaprensibles en términos de puro pensamiento conceptual, una indefinible «facultad» del sujeto. La demostración de la existencia «inmortal» del alma como «cosa» suprasensible se vuelve entonces una tarea descabellada, pues este atributo de la infinitud es precisamente el que tiende a socavar todo el pensamiento moderno, fundado sobre la «finitud» del sujeto. Lo suprasensible se trasforma en «Voluntad» realizándose en la Naturaleza (Shopenhauer) o «Espíritu» realizándose en la Historia (Hegel): el individuo como tal, es decir, como sujeto, es desposeído de este poder metafísico de lo suprasensible. Su única beatitud posible será de ahora en adelante atenerse sin más a lo útil que hace meramente feliz una existencia asegurada en certezas «objetivas».
Así pues, todo lo «irracional», todo lo intraducible al «entendimiento» categorizador se refugia en la vecindad precaria de esta vaga palabra de «perfiles embotados»: su terreno será la moral («tener un alma buena«) o la estética («tener un alma sensible«). A partir de ahora, «alma» designa metafóricamente una totalidad incomprensible del sujeto, algo así como un principio de armonía y conciliación en el uso de las demás facultades autónomas. De ahí que pase a ser la palabra de uso más común en la lírica como signo de una superioridad singular del yo poético moderno, refractario a las certezas legales y a la utilidad de la existencia como un fin en sí misma, que se resiste a convertirse en mero «sujeto» fragmentado que ensambla mecánicamente sus datos de experiencia con vistas a constituir el objeto (el poema).
Este «alma», cuya morada secundaria y de lujo serán ahora la poesía y el arte, aspira aún a una dimensión de trascendencia con respecto al mundo, quiere ser algo más que una mera sensibilidad afectada por múltiples y cambiantes objetos presentados por un flujo perpetuo, caótico, de percepciones sin referencias de unas a otras y de las que una más alta utilidad sabe extraer la construcción del mundo. La palabra «alma» es el indicio de esta «resistencia» profunda al modelo de gestión normativa de la subjetividad «burguesa»: el individuo singular, el poeta, romántico o simbolista, tiene alma, cosa que «el burgués» (en el sentido de Flaubert: el que «piensa bajamente») no puede decir sin afectación. «Tener alma» pasará a significar entonces: poseer una vivencia «única» del propio yo y del mundo.
La relación de esta «alma» con la «Naturaleza» es probablemente el único «tema» auténtico de la poesía moderna, y hasta podría establecerse su evolución a partir de los diferentes estadios y modalidades de esta relación entre alma y naturaleza, mediados a su vez por el concepto fundamental de «forma». A partir de esto, debemos confesarnos que hay más «metafísica» que «psicología» en la poesía moderna, y sirva esto para desterrar cualquier tentación biografista y/o psicologista, pues a fin de cuentas aquí no se trata de individuos sino de totalidades o figuras concretas de un devenir altamente espiritualizado, en el que el individuo «histórico» importa muy poco.
«Alma», en estas condiciones significa: presencia de la conciencia respecto de sí misma a través de las cosas del mundo, más allá de los efectos de utilidad de estas cosas. Dos esferas donde se realiza esta «peregrinación» por un mundo en adelante limitado por el reducto de la conciencia: la naturaleza y el arte, como expresiones gemelas del mismo anhelo de unidad y totalidad autoconstructivas y espontáneas.
El alma, así concebida, «es» sólo en la medida de su capacidad para la autocreación permanente: la forma del tiempo en esta configuración de la experiencia es el «instante» eternizado por cada fragmento de obra arrancada al mundo frío e indiferente. La figura más exacerbada de esta experiencia del alma es la poesía de Juan Ramón Jiménez, en quien el alma se convierte en esa unidad total del yo hecho mundo, del yo portador de mundos, del yo puro, vacío, reflejo extático de las cosas desde la superficie fijada en el instante pleno de las apariencias como signos del ser en su constante y milagroso devenir.
El alma tiene un poder soberano: trasfigura la materia, lo sensible, hace inteligible la «esencia» de las cosas, nunca opuesta a la mera apariencia, pues el alma es lo que trasfigura, lo que produce la identidad de esencia y apariencia, de ser y devenir, desde el éxtasis de la presencia absoluta de sí misma en el mundo.
La experiencia del alma es efectivamente «extática», sin ninguna resonancia mística: no es nada que pertenezca a un hombre, sino lo que une al hombre con el mundo, un vínculo previo que es tanto fuente de unidad como de identidad, pero siempre un «plus» de entidad irreductible a cualquier determinación objetiva o subjetiva. Esta representación juanramoniana del alma es de carácter ontológico, no psicológico, es decir, designa antes que nada un espacio donde lo que es se hace perdurable fijando su devenir desde el poder trasfigurador del alma.
Sólo así cobra algún sentido el obsesivo «paisajismo» de Juan Ramón, ese instantaneísmo del retorno de las cosas salvadas no por la memoria, sino por su presencia misma como aparición pura: se comprenderá esta actividad contemplativa muy anecdóticamente si no se piensa bien que lo sensible constituye una especie de «escena primitiva» de puesta-en-mundo del alma: por ejemplo, todos los matices del color y de la luz (primavera, campo, crepúsculo, amanecer…) son «formas» de esta puesta-en-mundo del alma (el mundo como luz se opone al alma como «blancura», pero toda luz procede en el fondo de esta blancura primera: uno de los muchos temas platónicos y neoplatónicos presentes en la poesía de Juan Ramón). El famoso «simbolismo» juanramoniano es todavía una determinación muy pobre y superficial de esta idealidad del alma beatífica en la contemplación secularizada del mundo-Dios.
De hecho, la gran lucha mantenida por el poeta es la lucha entre el alma como poder trasfigurador (pero limitado por lo sensible) y la independencia soberana del mundo como objeto irreductible, inagotable en la repetición cíclica de su aparecer y desaparecer. Esta es la fascinación del poeta y todo su discurso no es otra cosa que la repetición afortunada de este ciclo de la apariencia. De otro modo no se entendería nada de la monotonía profunda de la poesía de Juan Ramón: casi todo poema «repite» otro poema en un ciclo de especularidad casi infinita, y no porque unos signos sean cómplices de otros según unas reglas determinadas, o el poeta se complazca de modo narcisista en este juego de espejos cada vez más bruñidos, sino porque en realidad siempre repite el gesto fundacional de su «escena primitiva«: la del alma como poder extático de trasfiguración. Ahora bien, el gesto que se repite, no por ello deja de tener un sentido. Al contrario, se hace más significativo, más matizado en cada recurrencia ocasional.
La poesía de Juan Ramón es, así considerada, una estética de la aparición y de la desaparición, un integrarse de lo aparente como descubrimiento de lo esencial. Como para todo idealista, para Juan Ramón vale lo que dijo Nietzsche de los idealistas alemanes: confundían con demasiada facilidad el «inventar» del «encontrarse». Que el mundo sea aparición y desaparición pura significa que Juan Ramón «encuentra» justo lo que «inventa»: el poder trasfigurador del alma, pues el mundo sólo es en la medida en que el alma consiste en esta presencia de sí misma en las cosas. El poder de esta presencia se llama «belleza» y ontológicamente es la primera propiedad de las cosas, porque la pura aparición de la presencia de algo ante el alma es el estallido jubiloso del ser como belleza y que esta belleza sea siempre verdadera es toda la verdad que se puede decir del mundo. Sobre este tema, la especulación platonizante de Juan Ramón es casi ilimitada y portentosa, casi más aún que su propia práctica poética, ceñida a enunciar esta «verdad» de la verdad bella.
De lo dicho hasta aquí, ya se puede deducir con evidente facilidad en qué sentido el concepto juanramoniano del alma no es sino una poderosa secularización del correspondiente concepto cristiano: su función aquí es «intramundana», no «ultramundana», y la esencia divina objeto fusional de la contemplación beatífica queda sutilmente desplazada por la aparición pura del mundo-dios, paraíso en la tierra que una áscesis lírica descubrirá con paciencia consagrándose a una alabanza desinteresada que equivale a una autoglorioficación de la propia alma salvada.
La aparente «subjetividad» lírica es la forma auténticamente impersonal del canto del devenir-retorno purificado de las cosas en su aparecer, por lo que el alma debe desnudarse y desnudar su lenguaje a fin de recoger el don y la gracia, que constituyen el decir poético en cuanto himno a la autocreación. En la última época de Juan Ramón, este alma será llamada finalmente por su nombre verdadero: Dios o dios, con lo que la aventura de la autoglorificación a través del poder trasfigurador del alma encontrará su identidad definitiva: mi alma es dios. El círculo se cierra. Pero el primer esbozo estaba presupuesto al comienzo, si se lee bien y con atención.
La prosa crítica de Juan Ramón Jiménez
Leer a JRJ nos pone entre la admiración y el pánico, entre la sorpresa y la angustia.
Su obra, en lo que tiene de logrado, poderoso y verdadero, sólo puede suscitar la admiración sincera e incondicional. Y tanto más son de estimar sus ideas poéticas, que congenian como en ningún otro escritor nuestro con sus propios poemas. Pero cualquier lector atento no puede tampoco dejar de sentir un pavor indefinido, un malestar ofuscado por el ensimismamiento del hombre clausurado en el interior de su obra, exigido por esa áscesis ético-estética en la que vemos emocionados cómo un mundo concebido y hecho con grandes miras puede llegar al encogimiento de todo horizonte vital.
En la prosa crítica de JRJ, este afán por explicarse un poco cada vez más, este anhelo de alcanzar una completa trasparencia entre el hombre y la obra, esta gesticulación sin excesos que señala con el dedo el lugar del secreto pero sin desvelarlo, todo eso en fin que JRJ quiere dejar en el claro definitivo para que acompañe a su obra esencial es una tarea todavía más inacabable que la propia obra. Porque, y éste es el caso de JRJ, si uno no sabe o no quiere dictar término a su escritura, puede verse devorado por aquello mismo que ha puesto en el mundo. Pero quizás eso, el parricidio de la obra contra su creador, es la estrategia secreta a la que JRJ quiere dar libre curso silencioso en cada acto reflexivo, metapoético.
Celosa de su obra poética, la reflexión no es un complemento, no es la verdad oculta de un secreto, no es la receta ideológica para que los críticos busquen justificaciones a sus interpretaciones: todo eso lo es, pero sobre todo la reflexión cuaja cuando lo esencial de la obra está hecho, cuando el creador, satisfecho o no, lanza una mirada a la obra, acariciándola, tal vez sin sospechar que desde ese mismo momento se ha convertido en un “deus otiosus”, una divinidad celeste sin cielo, el ángel caído de su propia beatitud.