Un pingüino fue invitado a una recepción diplomática.
Con sus torpes pasos fue discurriendo por diferentes estancias llenas de elegantes personas vestidas como él.
No comían el pescado de un golpe sino que introducían en sus bocas pequeños trozos de cosas llamadas «canapés».
Pero cuando salió a saludar el Jefe del Estado a la importante concurrencia, todos aplaudieron como él solía palmear las aletas o manos, y entonces les perdió el respeto a los humanos: él hacía lo mismo cuando su cuidador en el zoológico le mandaba dar unos pasos bailarines y simular una agilidad obediente que no poseía.
Y pensó que ellos, los pingüinos, tenían una organización social mucho más evolucionada, ni siquiera les importaba su mal olor como criterio democrático de igualdad.