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Sintaxis y apariencia. Un hombre, al encontrarse con una mujer desconocida, raramente aprecia el timbre de su voz, la sinceridad de su sonrisa o la inteligencia que exhibe en sus juicios. Se fija en materias más carnales, que no enumeraré por ser bien conocidas. El adentrarse en el conocimiento, por ejemplo, político, consiste en un proceso semejante. La anécdota política «consuetudinaria» es el cuerpo. Con la política y con la mujer, a mí me interese lo que no puede verse a primera vista. De ahí la retórica: nunca hay que decir directamente las cosas. La buena sintaxis debe ser como la danza de los siete velos: mostrar la desnudez (lo que uno piensa en secreto) sin llegar a la total desnudez: la trivialidad de la opinión común.
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Pasión y duración. La diferencia entre la pasión política y la pasión erótica está no sólo en la relación de términos opuestos sociedad/individuo. La pasión política apunta a lo que en ella, siendo momentáneo, busca perdurar en alguna forma de instauración de otras relaciones de poder distintas a las vigentes. La pasión erótica sigue el mismo derrotero de la novedad que irrumpe, pero puede contenerse en el momento estético de la contemplación, el cortejo, la seducción y el goce, y no recaer en la solidificación mórbida de la institución matrimonial. La España del Régimen 78 ha sobrevivido como pareja aburrida hasta de su sombra. Pero si la pasión política apareciera…, ¿cómo hacerla perdurar en algo sólido?
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Fotógrafo-pensador. Se nace libre, uno se encadena por la pura pereza del hábito. El verdadero demócrata ama la libertad del pueblo, no al pueblo mismo que no sabe ni quiere defenderla, no porque no la conoce sino porque es demasiado perezoso para conocerla y defenderla. En todo caso, hoy el pueblo español es víctima de su pereza, no de ninguna opresión: la realidad política está desnuda a la vista de todos y no se necesitan teorías ni conceptos para conocerla tal como ella es en sí misma. No asumir la libertad es responsabilidad directa de cada hombre en cada momento de su vida. En el caso de la libertad política, esto es todavía más grave y decisivo, pues afecta a los no nacidos.
Todo el que habla en términos políticos del pueblo es como un fotógrafo profesional que se aleja a cierta distancia del grupo familiar al que va a «inmortalizar» y sabe que la fotografía resultante es la instantánea de una red de relaciones afectivas muy complejas que el objetivo no puede captar. Quiero decir que los que pensamos en abstracto bajo categorías no captamos la verdad empírica del momento actual vivo, sino su esquema vacío de pasiones y afectos, lo que no significa que como fotógrafos-pensadores no percibamos los detalles vivos del presente. España vive mientras nosotros vamos muriendo al tiempo que la pensamos, y eso es la verdadera vida, incluso si no satisface lo que vemos.
Yo no discuto ni debato ni entro en confrontación con nadie ni persigo una finalidad puramente faccionaria. Simplemente abro vías, propongo cuestiones, sugiero alternativas, desatasco polémicas sin fundamento, casi siempre con total libertad de juicio personal e independencia de verdades oficiales para consumo de mentes ligeras. Salvo la pereza, no hay ninguna otra opción a la libertad, aunque destroce la vida o conduzca a una soledad para la que uno estaba preparado, pero no la deseaba como compañera permanente.
Mi percepción de la realidad, muy filtrada por la retórica y por una comprensión poco común de la política (que nada tiene que ver con la chirigota que se nos ofrece a diario) es quizás la comprensión de la parte más valiosa de lo que queda de sociedad española libre e independiente, sin expresión ni voz pública. Yo digo lo que otros tal vez mejores, o peores que yo, piensan confusamente, pero no pueden articular en palabras, porque les faltan recursos o prefieren el silencio. Ahora ya todos sospechan que las cosas son muy distintas a como se las han contado en forma de fábulas para niños y consejas de vieja. Nunca hay que despreciar el salto cualitativo de conciencia en el silencio de las masas.
No debemos olvidar tampoco ese silencioso paso previo a todo querer, a todo hacer, y a todo saber: la conciencia que unifica el todo. Que es, por supuesto, autoconciencia. El problema político español, su fundamento real, histórico, concreto, más allá de lo individual, la lucha partidista, la organización, el Estado y la Sociedad, quizás haya que buscarlo en la ausencia originaria de esa primitiva Autoconciencia o Espíritu, dado que en la Historia española, lo Universal no estuvo ligado a la Particularidad del pueblo histórico sino a la exterioridad formal de una Doctrina religiosa vencida ya al comienzo de la Modernidad por el Protestantismo.
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“Masters and servants”. Siento ser el aguafiestas que se orina en el ponche de la festiva comilona. Hay que mirar y remirar el origen social, la pertenencia al orden civil y la demostración objetiva de competencia en el ámbito profesional de un hombre político y toda una clase política si queremos saber casi a priori si se nos «gobierna mal, muy mal, regular, bien o muy bien». Luego, contrastar el modo de gobierno con lo obtenido a través de él en riqueza social, cultura material, civilización como refinamiento de los hábitos sociales, libertad real de la mayoría, justicia para todos por igual, orden en cuanto a protección de la propiedad y moralidad. Apenas exigentes, reconocemos que el Régimen del 78 es una barbarie inigualable y la clase política, mediática e intelectual que lo sostiene una piececilla averiada del engranaje.
El final de un sistema político es la experiencia colectiva más apasionante que pueda llegar a brindarnos una época. Los españoles no saben gozar de este espectáculo, enredados como están en viejas cobardías y nuevos complejos. Hay algo «estético» en esta agonía, algo que estimula intelectualmente como pocas cosas. Sólo por ver la bajeza de este acontecer diario entre arenas movedizas que nos hunden un poco más a cada momento, merece la pena ser observador de la muerte de lo que se ha odiado y despreciado. Que los poderosos inicuos, en su inconsciencia soberbia, experimenten miedo, miedo por su estatus social, por su vida incluso, eso trasmite el aroma sutil que nos ofrece el fruto prohibido de una libertad negada.
Conocemos el funcionamiento de un Régimen como el español hoy vigente, porque lo hemos observado con maliciosa perspicuidad casi desde niños, un Régimen para cuyo análisis se requeriría un grueso volumen en el que se describiera el tipo de relaciones que se han urdido y desarrollado siempre a oscuras entre sujetos enmascarados pasivo-agresivos, con una «libido» de riquezas y «honores» de proporciones patológicas, mientras que la pasión lujuriosa y codiciosa la monopolizaba el Garañón coronado. Debemos reconocer el meritorio e inolvidable reparto de papeles. Y gracias a esta experiencia histórica aleccionadora, ahora sabemos que la Soberbia es tanto mayor cuanto más ascienden los patanes en la escala social o en el escalafón administrativo.
Ya todos vamos desfilando con los culloncillos apretaos en el abdomen, porque dicen que los enculaos (de las damas nada podemos decir sobre gustos tales), algún día, ya mismo o tal vez pasado mañana, se están preparando para “hacer política”. A la derecha española se le puede acusar de todo, pero no de una cosa, grande, grande donde las haya: se buscó una pareja de baile que ha hecho honor a la elección. Casi todo el trabajo de “mayordomía” se lo han hecho unos tipos excelentemente dotados para aquello que se solicitaba de ellos: nos olvidamos de las cenizas del Patrón, pero a las criadas nos dejáis tocarles el culete y algún bastardillo nos lo colocáis como hijo de gran señor.
Por supuesto, las criadas a las que se les podía tocar el culete eran todos los cuerpos superiores de la Administración, los Jueces y su Gobierno, el Generalato, la Corona (aunque aquí ya el titular legal lo tocaba todo), el Servicio de Inteligencia, la composición de las Cajas de Ahorro, las Diputaciones, los Ayuntamientos, las Universidades… Y, claro, con tal licencia de los Señores, todas las instituciones se llenaron de bastardillos fruto de cópulas inmundas entre las viejas familias de la burguesía heredera del franquismo y la nueva chusma contratada en funciones de «Ayuda de Cámara» y así hasta hoy mismo. Dicen que Don Pablillos, el nuevo bufón cortesano, en realidad no conoce a su padre.
El adjetivo «franquista» no tiene connotaciones negativas y apenas es selectivo sino más bien identificador, como el collar de los perros de raza, integrador, como los partidos del Estado y totalizante, como una sociedad sin libertad política: designa una mera realidad hereditaria compartida, casualmente (?), por todos los miembros de toda la clase política, de extrema derecha, extremo centro, extrema izquierda, derecha moderada, izquierda neutra, nacionalistas catalanes, regionalistas navarros, iroqueses y pieles rojas varios, y puede que algún peneuvista rezagado.
Sólo me siento en buena forma física y espiritual cuando gobierna el PSOE: se acaba la representación del «Tartufo» molieresco a cargo de la compañía «Herederos, Deudos y Viudas de la Sociedad Corporativa Francisco Franco» y comienza el «Ricardo III» de los mismos que han cambiado el traje, la época, el argumento y los personajes, pero la historia es la misma y mucho mejor representada, con más convicción, más verosimilitud y realismo, porque por fin los traidores hacen el papel de traidores y el aplauso está asegurado entre un público que sabe su origen e intenta silenciarlo.
Aceptamos cualquier autoridad, incluso la de un simple ujier vestido de uniforme vistoso, por el solo hecho de ser «autoridad» en el sentido más trivial y rastrero. Desconocemos, hoy en grado de alelamiento existencial extremo, es la Autoridad de la Forma institucional en sí misma considerada. Es la Institución la que trasmite Autoridad a quien la ocupa si la Institución es verdadera y no un burdo apaño, el elemento personal añade Carisma si se poseen los dones naturales o los del espíritu y la personalidad. Por supuesto, todo esto nos queda muy lejos y sólo puede ser objeto de burla, pues lo degradado se ama a sí mismo con la estupidez que le es inherente a todo lo que carece de valor moral.
La clase política española ha llegado al punto exacto de confundir su poder institucional o formal con el Poder a secas. No se dan cuenta de que todo poder para serlo tiene que ser reconocido como tal, es decir, legitimado. Confunden legitimación formal con legitimación real. La primera es de orden técnico, institucional; la segunda es de orden psicológico y moral y se admira y obedece como Autoridad. El Estado en cuanto cargo público concede la primera; la segunda la da la sociedad civil en tanto que Nación histórica, y eso se expresa de muchas maneras, de las que el voto es apenas la síntesis abstracta. La ausencia de sociedad política libre que intermedie entre ambas instancias es lo que deslegitima a esta clase política desconectada de la realidad y la mata.
El sistema financiero, diseñado por Boyer-Solchaga. El sistema educativo, planificado por Rubalcaba. Todo el sistema institucional, pensado por Torcuato. El sistema judicial, ultimado por González-Aznar. El sistema electoral, “ideado” por Herrero de Miñón. El sistema autonómico, inventado por García de Enterría. El sistema mediático, administrado por Polanco, Lara, Roures y Berlusconi. El servicio de Inteligencia, supervisado por Juan Carlos de Borbón. Los cuerpos de seguridad, al servicio de profesionales como Villarejo. ¿Qué podía salir mal, con estos hombres al mando, patriotas altruistas entregados al bien de la sociedad española, sin egoísmos ni prejuicios “de clase”?
Orgullosos de cambiar las alpargatas por los botines lustrosos de señorito recién enriquecido por una herencia inesperada, los españoles habían accedido a una «democracia europea avanzada y homologada», cierto que sin sufrir ni luchar por ninguna «libertad», que iba envuelta en papel de regalo con la escritura de la herencia. Lo bueno del enojoso asuntillo catalán es que por fin se revela la verdad: los botines vuelven a ser alpargatas, la herencia está cargada de deudas y quizás, con mucho esfuerzo de imaginación, estamos a punto de homologarnos con alguna perdida tribu africana en lo que se refiere a la «racionalidad institucional»
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Élites, democracia, selección inversa. Todos los criterios que hoy funcionan en España en la selección del personal en el ámbito profesional que sea, siguen las mismas pautas y criterios: los más serviles, arriba; los indóciles, abajo. La lista de personalidades de cierto relieve sería demasiado ofensiva para citar en público.
El Régimen del 78, en su funcionamiento objetivo en toda la extensión horizontal y vertical de la sociedad civil que intenta dominar por todos los modos y vías imaginables, logra vencer siempre las resistencias mediante estas pautas de selección que todos conocemos como «inversa», y de la que Andrés Hurtado, el protagonista de «El árbol de la ciencia» y «alter ego» del propio Pío Baroja, ya se daba cuenta para caracterizar el funcionamiento de la vida social y política en aquella Alcolea del Campo dividida en «Ratones y Mochuelos», síntesis concreta de la Restauración.
Pero hay algo que no se nos debe escapar. Este tipo de selección inversa por sucesivas oleadas y capas, practicada una y otra vez, en todos los ámbitos directivos o subalternos, tiene como consecuencia, en la distribución de los roles y las jerarquías, que el principio de la circulación de las élites se realice de manera también inversa a la de su cometido originario: las nuevas élites que suceden a las anteriores se encuentran aún más degradadas en todos los aspectos. Cada espiral de selección inversa conlleva necesariamente que un nuevo grupo formado por un personal de inferiores prestaciones pase a un plano que en condiciones de una sana circulación de las élites no habría jamás llegado a ocupar ese lugar.
Se vio en 1982 con los cuadros del PSOE; se ha vuelto a comprobar otra vez con los cuadros de Unidos Podemos. Y no es un problema de la estructura de partidos, ni siquiera de los de una izquierda que en realidad no tiene nada de tal. Dado que los valores implícitos y las conductas aconsejables carecen de contenidos morales dignos de ese nombre, el personal regimental, en todos los niveles de la escala, es el peor elegible en cada momento.
Por ahí hay que ver una especie de defensa que la sociedad civil española tiene precisamente en la estupidez del propio Régimen, que practicando la selección inversa acabará por contar sólo con el apoyo en última instancia de los «lumpen» intelectuales, los desechos sociales y las aberraciones morales, como cada vez se ve con más claridad.
Las categorías valiosas no son cooptables, tan toscos son los criterios de la selección inversa generalizada, en buena parte, agente motriz de la corrupción como «factor de gobierno». Por eso es tan dolorosa la corrupción (traición, deslealtad, egoísmo vanidoso…) de los «buenos».
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Vejez histórica y lengua redentora. Bella es la lengua española. Se dice «esperar como agua de mayo» cuando un campo ha sufrido la sequía también en invierno y ya quizás tarde pero justo en sazón la recibe para fecundarse y fructificar. Nuestra sequía también “espera el agua de mayo” de otra experiencia política. Hay cierta profunda consistencia en la literaturización de la Hidalguía histórica, porque en España ser primogénito o hijo segundo ha tenido consecuencias en la jerarquía y estima social, aunque el patrimonio se repartiera según sabia inspiración del derecho romano. Nos ha tocado ser los hijos del Buen Hidalgo. ¿O somos raza de segundones porque los primogénitos no se parecían a nuestra Madre España?
Tenemos demasiada historia, somos unos «viejos» de la Historia, incluso esto es verdad cuanto más desconocido sea para las más jóvenes generaciones. Yo “me siento” español sólo ante el Mio Cid, ante un diálogo de La Celestina, ante un soneto de Garcilaso, ante una carta de Cadalso, ante un artículo de Larra, ante un poema de Cernuda. Somos liliputienses que desconocemos el mundo del que procedemos. Sólo las obras del espíritu salvan a un pueblo.
La lengua española, ahora protegida frente a su virtual exterminio programado por una clase política que sabe de su infinito poder nacionalizador en la pura espontaneidad de su uso y desuso cotidianos, es la raíz nunca envejecida de una Identidad cultural que es la que realmente ha hecho a la Nación española, dado que Estado que la protegiera y defendiera nunca tuvo. Gozamos de una lengua excepcionalmente rica porque somos muy pobres en Unidad política, pobres en razón de Estado para dar forma institucional a tan compleja Unidad.
Cuando Herder, el padre filosófico del nacionalismo «lingüístico» frente al universalismo ilustrado de las lenguas artificiales, ponía el acento en la lengua materna como fuente primaria de «nacionalización» en el sentido de dotar de una «comunidad de origen» en la pura expresión oral y escrita a un grupo humano que quería elevarse a la nacionalidad, no se equivocaba. Como filólogo sé que el horror del Régimen del 78 tiene por base la pretensión de eliminar la lengua nacional española retirándola del uso público y privándola en todas partes de su inmensa fuerza simbólica como vehículo necesario de la nacionalización espiritual. La poesía española es una pasión peligrosa, aunque sin duda, como fue en mi caso, es la mejor vía para penetrar en los recovecos de una «identidad nacional» que no se consigue escudriñar y asimilar, tal vez adquirir, por otros medios.
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Soberanía estatal y soberanía nacional. El titular de la Soberanía es el poder ejecutivo del Estado, porque la soberanía es un concepto puramente estatal: la efectividad inmediata de la fuerza legal para hacer cumplir la ley y ejecutar cualquier decisión del poder constituido como gobierno dentro del Estado. Cualquier otro concepto de soberanía es una mistificación idealista. Rousseau es el responsable de esta barbaridad constitucional de que la «soberanía» tiene que ver algo con un indefinido e indefinible «pueblo» místicamente pensado bajo las categorías metafísicas de la unidad, la totalidad y la auto-identidad, o igualdad consigo mismo. Ni siquiera Carl Schmitt pudo superar (o no quiso) esta destructiva idea rousseauniana. A partir de ahí, toda argumentación sobre el asunto constitucional y su presunta legitimidad se viene abajo.
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“Men of good fortune”. El espíritu inmaculado y puro de Andrei Vichinsky y Roland Freissler se trasladó a España, se ha corporeizado, ha engordado, escribe sentencias y vuelve a sus días de gloria. La Judicatura española “hace honor” al elevado concepto que tiene de sí misma. Siempre avizorando con olfato independiente las exigencias del «momento político», siempre ahuyentando de los poderosos la sospecha de estigma, siempre escuchando con el oído avieso en el corrillo oportuno la voz conciliadora de las necesidades del consenso, siempre haciendo Justicia con el ojo puesto en los dictados de los baremadores de méritos profesionales…
Se discute sobre las decisiones de un juez a propósito de algo protagonizado por alguien. Es lícito hacerlo. Gran cosa la ley positiva del Estado moderno, bellamente administrada por los funcionarios del Estado moderno. Los golpes de Estado, las insurrecciones armadas o desarmadas, las revueltas instigadas por sórdidos intereses de clase (?), todo eso es «subsumible» bajo categorías penales de Derecho común. Ecuánime y humanitario logro de una civilización admirable. Bien, sigamos tan hermosa plática entre amables leguleyos. Pero para los pueblos que ya no distinguen entre el amigo y el enemigo, cuando el «hostis» se ha vuelto «inimicus» en la tranquila civilidad del orden social sometido al Estado, cabe todavía la desusada pregunta esencial en absoluto retórica: ¿qué hacer?
Con qué doméstica facilidad nos dejamos seducir por una Ley que no es Ley. Con qué acomodo mental nos recostamos en el seno prostituido de una Justicia que no es Justicia. Cuando bien sabemos, por amarga experiencia, que la Ley y la Justicia dictadas por la clase política dueña de un Estado de Partidos incivilizado y bárbaro es la Ley y la Justicia de quienes se han nombrado a sí mismos Legisladores, Ejecutores y Jueces. Indigno discutir sobre delitos políticos de comisión y omisión que implican a toda esa clase política más allá de toda normación positiva de las conductas públicas de los poderosos.
Nuestros leguleyos expulsaron al más sabio de todos, el viejo Carl Schmitt, para sustituirlo por el más abyecto teórico del Estado moderno, Hans Kelsen, y así nos va. El Estado es un «manojo de competencias» que se pueden repartir entre colegas de partido, e incluso se les puede «transferir» a las entidades territoriales (de partido) de nueva creación. En eso estamos, en una vuelta de tuerca del «kelsenianismo profundo» del Régimen del 78: «España» como «Estado» es un «manojo de competencias a repartir». Toda la teoría del constitucionalismo «español» del 78 se basa en esta increíble necedad.
El día que en España entregue su alma al Creador el último jurista verdadero, mejor será exiliarse, porque el sentido de la Justicia habrá muerto aniquilado por el Derecho propositivo, discrecional y coyuntural de los Partidos, tal como estamos viendo con la aplicación del artículo 155 de la Constitución vigente.
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Sistemas electorales, o la lucha contra el caos de las opiniones. Todos los males que han afligido a la vida política española, y por extensión, europea continental, son por completo desconocidos en las sociedades anglosajones, cuyos vicios connaturales son otros muy distintos. Se olvida deliberadamente que en el origen de su modernidad específica en esas sociedades hubo formas históricas concretas en que se manifestó la libertad política e interesadamente se tiende a confundir evolución histórica institucional, procedimientos técnicos y uniformización actual de las clases políticas en torno a aquel sistema que más las beneficia en su incivil estatalización de la política: la conversión del partido en institución estatal o cuasi estatal.
Yo no idealizo la representación, simplemente afirmo que existe o no, y si no existe, como es nuestro caso, es inútil debatir sobre un tema que ya es historia, como me temo que lo es. En las condiciones británicas de legitimación histórica del poder político, el distrito uninominal es la única medida de representación. La representación es una relación entre representante y representado y nada tiene que ver con el pluralismo social con que se validan los sistemas proporcionalistas de listas de candidaturas de partido del Estado. Se confunde con toda mala intención “representación” política sustancial con “representatividad” en cualquier vago y banal sentido sociológico. Cosa distinta es la forma técnica de obtener “representación” política: los sistemas mayoritarios y la distribución territorial de los agrupamientos de electores por distritos son los únicos mecanismos conocidos. Las superiores características de la política anglosajona se deben a estas condiciones “ténico-formales”.
Por otro lado, no hay que confundir principio de representación (liberal-parlamentario) y principio de legitimación mayoritario (democrático-formal): son cosas distintas. El sistema inglés nunca ha sido «democrático», se quedó, y desde su origen, en «parlamentario» (el gobierno lo elige la mayoría parlamentaria del momento, lo que con toda evidencia es ajeno a la única forma de democracia conocida, la estadounidense) pero es «representativo» con una pureza en nada enturbiada por los «votos perdidos». El sistema mayoritario simple inglés procede de la época del sufragio censitario y ya fue criticado nada menos que por John Stuart Mill, quien percibió que el régimen político inglés no podía evolucionar desde el parlamentarismo a la “democracia”, precisamente por su sistema electoral.
Los sistemas mayoritarios han sido falsamente caracterizados: se les critica su cierre al mundo moderno, rico, diverso y plural y, por contra, se atribuye la validación del sistema proporcional al «pluralismo social, cultural, político, ideológico». La representación es el eje de la política civilizada, no ese “pluralismo” bastardeado.
Yo creo en la representación, no ese mítico “pluralismo”, que políticamente no he visto jamás reflejado, como lo articulan los partidos del Estado, en las unidades vecinales donde, por el contrario, sí es muy sólido, vivo y bien trabado el campo societario libre desplegado en intereses comunes de grupos a los que se les quitado toda voz, porque ése es el secreto de los Estados de Partidos: estatalizar la política, acontecer desconocido e inadmisible en los países donde la libertad política obtuvo sus únicas y permanentes victorias.
Añadamos a todos estos pormenores que la fabricación de «un liderazgo» es fácil en una Oligarquía de Estado y difícil en una democracia formal e incluso en un sistema parlamentario. Cualquiera puede ver las razones de ello. El carácter electivo directo del Jefe del Ejecutivo y Jefe del Estado vuelve relativamente responsable al ciudadano, incluso si la evolución de la «Democracia estadounidense» permite albergar serias dudas sobre ello. En España el liderazgo se obtiene con la Jefatura de Partido y el poder de nombrar diputados. La perversión del sistema aparece justo ahí, en el momento mismo en que el Jefe de Listas se inviste con ese sorprendente poder no registrado en ningún documento constitucional. La nulidad de los dirigentes tiene ese origen: no hay competencia ni excelencia mínima comprobable objetivamente.
No dudemos ni un solo momento que «votar partidos» es un acto de barbarie. Un acto de incivilidad al que sólo se someten sociedades bestializadas en las que el «individuo» moderno no ha llegado al grado de exquisita civilización que ya conocían y gozaban griegos y romanos como hombres libres «en origen», es decir, por el simple hecho de su nacimiento. El hombre-masa vota listas de partido, no el hombre que se sabe «libre». Por eso es un invento muy inteligente de la socialdemocracia austro-germana que dirigían intelectuales judíos y a los que Hitler venció utilizando su propia trampa en aquellas épicas batallas electorales de la República de Weimar.
Nadie puede decir el nombre de su «representante en el Parlamento español, nadie sabe a qué dedica su «tiempo de trabajo», a qué dedica «su tiempo libre», qué méritos personales y profesionales lo acreditan, sobre qué basa su confianza en él, qué cosas inenarrables ha hecho por el electorado y su comunidad, qué admirables iniciativas de ley ha reivindicado para sí o para su grupo, cuáles son sus virtudes y defectos, etc. Porque un listín telefónico de seres anónimos como los que se depositan en papel de color reconocible en una urna tales propiedades no las contiene. En un distrito uninominal, por lo pronto, le puedo decir cuatro frescas al tipo que me sea desleal. Entre gente culta y refinada no debe hacerse propaganda del sistema de listas, eso es cosa de la clase obrera y de la clase media con pretensiones un poco esnob.
Todo el mundo sabe que pensar (calcular las consecuencias de nuestros accciones) y votar son actos disociados gracias a los cuales pueden construirse y perdurar los Estados de Partidos. Pero todo el mundo dice: «No entiendo lo que hace mi Partido». Humanizan al Partido como otros humanizan a su Dios personal y hasta hablan con él y «oyen voces». No se dan cuenta de que viven en el «mito de la representación»: creen que lo Ausente puede simbolizarse en un Nombre de Partido, pues no otra cosa que este vulgar nominalismo se vota. El Partido como «Ecclesia Salutis Mundi».
Existe suficiente evidencia empírica en el funcionamiento del sistema representativo anglosajón (inglés y americano) para saber que no hay ninguna representación que, adulterada o no, no sea de pura inspiración «liberal» en el sentido de la relación personal de una sola persona ligada a un espacio territorial delimitado. No hay «representación nacional», «territorial», «corporativa» o «estamental» sobre la base de partido y sistema proporcional: sólo la relación de derecho privado trasferida a la esfera pública es vinculante y es indiferente qué «corruptelas» pueda acoger siempre que se dé tal vinculación entre persona y unidad política vecinal. La representación es un principio absoluto: o existe o no existe. Y si existe, sólo en determinadas condiciones. En los Estados de Partidos no existe ni puede existir. La degeneración de la política tiene su origen ahí. Para obviar esta verdad, se emplean subterfugios indecentes.
Incluso Charles Wright Mills, muy crítico con la «democracia americana» a la luz de su evolución, en su canónica obra de 1956, «The Power Elite» («La élite del poder») reconocía que era el grupo político de los notables locales que llegaban desde los estados al Congreso y al Senado por el sistema de representación personal de distrito uno de los pocos factores que limitaba la oligarquización de la burocracia federal y corporativa y lo que frenaba sus aspiraciones de control sobre el poder presidencial. Por supuesto que la representación anglosajona tiene un marcado origen aristocrático, luego meritocrático, pero ése es su signo distintivo, que previno la plebeyización de la clase política que hoy es galopante en Europa.
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Lobos en el bosque. España es una singularidad admirable. Por muchos conceptos y en muchos sentidos. No es admirable por su elevada moralidad privada y pública, ni por su sistema institucional, ni por sus monumentos, ni por sus paisajes, ni por su historia, ni por su literatura, ni por su clima, ni por sus gentes. Es admirable porque es la única Nación moderna que tiene una clase dirigente formada íntegramente por ínfimos burócratas de partido «que hacen revoluciones». Un Estado cuyas partes perfectamente integradas en el presupuesto público hacen actos «revolucionarios» contra el propio Estado: «Revolución española» con bono de compra para Mango. Méteme en la cárcel, pero el sexenio me lo firmas.
Hay que escuchar, no leer el libreto, la representación dramática del proceso de reforma constitucional a manera de una ópera wagneriana. Una overtura acelerada con un fuerte «leit motiv» oculto, estilo «Rienzi», un amansamiento consensual, civilizadamente pactista en los despachos con aire acondicionado y espesas alfombras que amortiguan los pasos, para acabar con un vulgar «ritornello» en forma de referéndum «popular» para que la compacta pero difusa plebe pueda tararear la melodía principal más en la línea zarzuelera o «El barbero de Sevilla», con campaña de lavado de cerebro en un «molto vivace», con o sin «orgasmo democrático» y ateniéndose a la «legalidad» de compases fácilmente silboteables.
Ya es hora de decir la verdad que revolotea en el interior de nuestros maltrechos cerebros. El Régimen del 78 es incapaz de hacer política porque el Estado no puede hacer política. En España se ha confundido interesadamente la pura y trivial administración en el sentido más ramplón con la política. De repente, una facción oligárquica se pone a hacer política y se dota de los recursos para ello: un mito movilizador de masas, un designio y una pasión política. Enfrente, el vacío. Y en este contexto, quien tiene la iniciativa, manda; quien moviliza, decide; quien se organiza, gana. Leviatán es el albatros del poema de Baudelaire. Y nos reímos mucho con él.
Los «análisis» de lo que está sucediendo a lo largo del despliege del “mvimiento secesionista catalán” durante el otoño de 2017 como «fascismo», «golpe de Estado», «insurrección», etc, sólo demuestran la incompetencia e ignorancia histórica de los propagandistas del Régimen más antípolitico que hemos conocido. Corromperse es fácil. Lo difícil es hacer política, arriesgarse, crear condiciones para la irrupción de lo nuevo, arrojar a un adversario al enfrentamiento con sus propias contradicciones y su propia debilidad institucional. El discurso del Rey tan sólo vino a demostrar que en España no existe ningún principio de autoridad que pueda legitimar a unas instituciones apuntaladas en un vacío vertiginoso. Cualquiera que sea el resultado por venir, la secesión ya ha vencido en toda la línea.
Uno se pregunta por la extraña fascinación que puede llegar a ejercer observar las opiniones publicadas día a día, cuando uno ya tiene muy elaborados los propios juicios. Me pregunto si esa fascinación no responderá quizás a la búsqueda de un caos que sirva de base empírica para contemplar un orden, una pauta. Los juicios, las impresiones se multiplican, también el arbitrismo, pero uno en el fondo persigue algo en medio de la indeterminación. En los asuntos políticos es necesario que la verdad surja de esta libertad, es decir, de una cierta espontaneidad en la que lo irracional y lo racional juegan a replicarse. Nadie se ha preguntado por qué en el Parlamento no hay debates de ideas apasionados sobre lo que ocurre.
Y nadie se lo preguntado porque justamente ahí, en esa ausencia de toda libertad de pensamiento en la sociedad política que intermedia entre la sociedad civil y el Estado, se sitúa el problema español: no es la Nación genuinamente representada y dirigida la que hace Política, sino que el Estado, como pura administración en manos de partidos por completo despolitizados y antinacionales es el que la suplanta y decide en su lugar. El Jefe del Estado, el Jefe de Gobierno y los diputados no son responsables porque nadie los ha elegido. Son Estado, no Nación. Por eso destruyen la Nación.
Todos los que piensan bajo la coacción ideológica del Estado de Partidos, ni siquiera han vislumbrado las consecuencias de esa verdad histórica que implica la monstruosidad de que existan partidos políticos como «grupos de poder». Ya sólo hablar en estos términos lo define a uno como lo que es. El fascismo originario del Estado de Partidos español se funda justo en eso: el partido como un órgano del Estado. De ahí que los partidos españoles no puedan hacer política en ningún sentido. Sólo pueden apuntalar desde su vacío el vacío del Estado. El presente es una lección de esta evidencia. Ante una situación política real, los partidos no tienen nada que decir y hacer.
¿En qué se basa la autoridad? En el amor siempre inconfesado del hijo al padre. Ese hombre alto y serio que nos cogía de la mano y la apretaba mientras cruzábamos el bosque a oscuras en la noche profunda y escuchábamos ruidos inquietantes y nos decía de niños: «No tengas miedo, yo siempre estaré a tu lado y nadie podrá hacerte daño». Pero hemos crecido, estamos huérfanos y nos refugiamos en los partidos en vez de ser hombres y afrontar el peligro por nosotros mismos.
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Falsa modestia. Es difícil responder a un elogio sin caer en la desmesura de la autoalabanza o en el cretinismo retórico de la falsa modestia. En cada momento y etapa de mi desarrollo intelectual y vital, me asigno una pequeña «misión vocacional», e intento cumplirla dentro de mis límites. Imaginar otra España no es pequeña tarea y, por supuesto, no puede hacerse desde la soledad. Pero el problema del elogio está en que obliga superarse, lo cual en realidad es lo mejor que puede pasarle a uno.
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Apocalípticos e integrados, “ma non troppo”. En algún momento el apocalíptico futuro quiso ser un integrado; en algún momento el integrado del futuro pudo ser un apocalíptico. No, no son las circunstancias las que eligen fatalmente. Primero uno se elige a sí mismo y luego las circunstancias vuelven fatal la elección previa. Los que hoy son herederos son los integrados que nunca pudieron ser otra cosa, dada su limitación de espíritu y de impulso vital. No hay ninguna creación sin exceso, eso lo sabe cualquier esteta y mucho más cualquier poderoso y todavía más cualquier rico. Nosotros somos los muy modestos realquilados del Apocalipsis que ya sucedió.
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Belleza y dolor. La categoría de lo estético (incluyo aquí el arte, el mito, el rito, la ceremonia religiosa, la etiqueta de la jerarquía social, las reglas de cortesía, el «ars amandi» y cosas que pasan desapercibidas para los historiadores positivistas de las materialidades empíricas) es lo único que ha hecho posible que el hombre en toda época y bajo toda circunstancia haya sobrevivido al principio de realidad, catastrófico para la vida, pues es la privación embrutecedora de la dimensión única en que la vida noble es habitable: la pura ilusión de la apariencia conscientemente creada. Apolo consuela del dolor de Dionisos, Dionisos da fuerzas para que Apolo pueda crear la apariencia de orden que el dolor quebranta.
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El origen de lo noble. Sepultureros entre las sombras del cortejo fúnebre. Entre los túmulos de las familias ricas, cuyos nombres en las lápidas no impiden imaginar su mortalidad, viejos hacendados esclavistas que proclamaron los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Antes que nada, el debilitamiento fisiológico. Luego, una cierta apatía y falta de discernimiento en los criterios de valoración. Avanzado el proceso, parálisis y ceguera, incluso dificultades para identificar el propio rostro en el espejo y articular el propio nombre. Se había roto algo muy sutil: la filiación, la línea de continuidad en el tiempo del Yo supraindividual. Pero no quedan perros rabiosos defensores del rebaño, sólo perros lazarillos.
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“Tus miserias y frustraciones me interesan”. El panorama político occidental es el producto de una ya larga crisis del “dispositivo liberal” de los derechos abstractos y universales, ahora regurgitados por las identidades parciales de “grupo electivo”. Tiene una lógica histórica aplastante. El marxismo cultural es el liberalismo histórico, pero con más altas prestaciones simbólicas y afectivas, en la era del capital financiero trasnacional. De ahí su éxito en el inconsciente colectivo. “Tus miserias y frustraciones me interesan” es el logo publicitario hoy dominante, como en aquel anuncio de un banco francés que en los 70 exponía con cinismo la imagen de un banquero sonriente en formato de gran valla y la “leyenda”: “Su dinero me interesa”…
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Estadísticas y ritos. En el esquema trifuncional indoeuropeo descrito por Georges Dumézil, entre dominadores y servidores se intercalaban los oradores. La clase decididora siempre inventa un intermediario para llegar a la conciencia gobernada. Antaño la clerecía y sus sacramentos y rezos, hoy la estadística como ciencia universal del control social. La norma se establece sobre esta base. La pérdida de costumbres arraigadas deja un vacío que es llenado por tecnologías de poder. Pero los decididores siguen ocultándose tras las cifras como antaño tras las plegarias y la conciencia libre sigue igual de desarmada ante el Uno vuelto múltiple.
Como en esas playas polinesias casi vírgenes, cuando la marea se retira dejando al descubierto las huellas de la “civilización” (latas de coca cola y preservativos), detrás de los estadísticos y programadores del sexo, del consumo, de la opinión, de la renta y el voto, asoman sus largas orejas rostros de lobos que aúllan en manadas al caer la noche. Los que deciden, esa conciencia insomne e hiperactiva de sociedades moribundas que presentan todos los síntomas resacosos de una historia fracasada.
La “tecnificación” del poder busca distraer la atención disparando fuera del centro de la diana. No son los “golden boys” de las técnicas de opinión, politólogos, comunicólogos, expertos en “merchandising” sociológicos los Sujetos de la actual voluntad de poder: ellos, como mucho, son los agentes instrumentales, los predicadores de la Nueva Palabra sin contenido a que aferrar conciencias dimitidas de libertad subjetiva. Los fabricantes del “término medio” y del “estándar humano” que hoy tiene un aspecto de homúnculo y mañana otro, con tal de que el lóbulo cerebral izquierdo o derecho quede operativo para la Causa.
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“Thinking operator”. Para la opinión dominante en el Gran Mundo de esta nueva “Belle époque” tardía en que la grata desidia de los grandes rentistas organiza la sociedad, las poblaciones son culpables de inadaptación a las reglas mercantiles de la competencia mundial de las grandes empresas que se reparten las zonas de influencia como nuevo campo de una geoestrategia que nada tiene ya de «Gran Política» con su sujeto histórico (el Estado nacional y sus implícitas aspiraciones “imperiales”) y sí mucho de «ingeniería antropológica» y «tecno-económica»: la realización despiadada del ideal cosmopopolita, apátrida, multifuncional, desnacionalizado, el «operator» desarraigado del nomadismo del turismo de masas, el trabajador autoservicio subcontratado veinticuatro horas disponible, el ejecutivo que no hace realmente nada valioso pero cobra diez o veinte veces el salario mínimo y que se pasa la vida en congresos, hoteles y aeropuertos; el creativo, el publicista, el comunicador, todo ese universo de profesiones vacías, sin ningún contenido, meramente reactivas en tanto que «creadoras ex nihilo» de la relación social superficial del contacto, la imagen y el eslogan…
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«Lebensraum». Lo implícito del momento mundial es una dialéctica no dicha: la que enfrenta a perdedores con los ganadores de determinados «procesos de civilización» enfocados como una lucha competitiva latente entre sociedades, proyectable hacia el futuro. En los parámetros de la división internacional del trabajo era ya bien conocido hacia 1990, cuando China salió a la superficie: las sociedades europeas perderán la lucha competitiva mundial (el término «globalización» se usa para evitar enfocar el asunto bajo la determinación darwinista subyacente, que llevaría al racismo y la xenofobia, que ya de hecho la «psique colectiva» articula casi espontáneamente como defensa ante lo incomprensible, creando sus propios chivos expiatorios).
Todo esto ya había sido visto como en sueños por ese hombre, hoy despreciado y maldito, degradado por la propaganda a figura acartonada, que sin embargo lanzó a millones de alemanes a las estepas rusas porque conocía por adelantado el porvenir de Europa en esta lucha (él lo comprendió como lucha racial y no estaba lejos de la verdad, porque toda lucha en el fondo pone sobre el terreno polémico un diferencial energético de formas de civilización a las que subyace la propia determinación biológica, racial).
Spengler y muchos más lo sabían. Es el meollo del «pesimismo de la cultura» alemán que hoy resurge banalmente en mil poses sin contenido trágico. Ahora bien, hay muchos que creen ingenuamente que nuestro problema es nuestra inadaptación colectiva al libre mercado y en sus propios términos más o menos individualistas no se equivocan. También creen que el sujeto de la inadaptación es el Estado nacional enfrentado a una geopolítica de grandes espacios (nuevamente el maldito soñador: «Lebensraum») para lo que no tiene más respuesta que el proteccionismo o la empalizada anti-inmigración.
Lo inadaptado es una población que ya sólo sabe vivir con la respiración asistida del Estado, incluso cuando su nivel de vida y su renta disponible real harían innecesaria esta dependencia que forma parte de un estilo de vida llamado «europeo». Uno se pregunta si esta visión del acontecer actual no es una repetición bastante desdramatizada de procesos que los europeos ya vivieron en su versión original, más desgarradora y grandiosa, a raíz del periodo 1918-1945.
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“Sociedad líquida”. Multiforme o polimorfa, como la sexualidad caricaturizada en las mejores películas de Woody Allen. Da igual la posición, la técnica, el deseo: lo importante es que se obtendrá un placer que compensará todas las perversiones. Hay que ser “winner”, pues la vida, cuando se experimenta contra el orden social y fuera del orden social, como si éste fuera tan sólo un “envoltorio” de látex deformable y adaptativo, divide a los hombres, no en la estéril y denigrada confrontación “política” (hoy simulada, nunca real), sino en “winners” y “losers”. Colectivamente somos “losers”, y desde hace mucho.
Todos somos un poco nuevos Robinsones de esta “sociología” de los “American Psyco” de la relacionabilidad infinita integrada en las condiciones del mercado mundial. Sin duda, el tipo, en cuanto representante de una tipología humana e histórica, promete. No es el vanguardista “Arbeiter” técnico-heroico de Jünger, no es el resentido proletario fraternal de la Internacional, no es el decimonónico “buen burgués” egoísta y avaricioso, máquina puritana de la acumulación de capital, no es el “militante de las buenas causas”, y más de cerca, no es el antipolítico súbdito franquista ni el despolitizado ciudadano de las “democracias realmente existentes”, hoy unidos en la figura del votante medio o demediado.
Es otro tipo que se puede identificar porque la ideología crea a la tipología humana de su elección, coherente consigo misma. Nosotros no viajaremos a Ítaca sino al MIT, a la sede central de IBM, al despacho altruista de Steve Jobs, al corazón luminoso del mundo de los que entregarán su vida, su inteligencia y todo su ser a la buena causa personal de ser “hombres de provecho”, capital humano de envidiable cualificación y estatus meritorio y acorde con su esfuerzo.
Ay, ay, sólo que tanto lirismo tropieza con el otro lado oscuro de la utopía del Robinson de la liquidez mundial de los mercados abiertos al capital humano competitivo: el destino social es un cernidor muy selectivo. Este himno vibrante, también profundamente antipolítico, como lo ha sido siempre la mejor tradición liberal refractaria al mítico Estado tendría sentido verdadero si entre sus líneas un nuevo espíritu de lo público y una nueva moralidad pública reuniesen a los “winners” y a los “losers” en una nueva experiencia de lo político en la libertad política.
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Conexión universal, concordia musical. Uno se pregunta para qué sirven los espejos y los hilos musicales en los supermercados.
Algunos autores dicen, en una línea freudiana apenas disimulada, aplicada al consumo, que los espejos sirven para reforzar en el consumidor su deseo de comprar más, en una especie de competencia suntuaria envidiosa de los otros habitantes de ese espacio, aunque el objeto de lujo sean aquí los rollos de papel higiénico, objeto tan digno como otro cualquiera.
Otros creen que el consumidor necesita identificarse con su papel específico en este lugar: la idealización de la libertad de circular cogiendo aquí y allá, un poco haciendo el nómada entre las estanterías, pero siempre con un orden prefijado por la propia organización. Según creo, se paga muy bien a los gerentes que idean nuevos modos de reforzar la imagen que al comprar los consumidores deben creerse de sí mismos y de la empresa que les proporciona tales gratificaciones.
Es un poco como el hilo musical, la primera vez que lo escuché en uno de estos supermercados me llamó la atención, porque no entendía qué relación tiene una tierna y quizás cursi canción de amor con el acto, en apariencia desprovisto de sentido especial, de adquirir unas latas de berberechos o comida para los perros. Y luego leí que era porque se necesitaba crear un ambiente de confort, entre algodonoso y aterciopelado, ya que la mercancía entra tanto por la vista como por el oído, es decir, que la música, si está bien elegida, predispone al consumidor a un acto de consumo suntuario más desinhibido y placentero.
Sí, hay restaurantes y otros lugares de ocio, en los que también hay hilo musical en el retrete y aquí sí que falla mi mediocre erudición sociológica, porque no acabo de ver la relación entre el acto de evacuar, incluso si resulta, como suele, placentero, y una canción «pop» cualquiera, no digamos un concierto barroco, una sonata romántica o un madrigal renacentista. Sobre esto mis autores no dicen nada, pero sospecho que hay alguna relación con el periodo de lactancia y libre excreción con pañales…
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“On les forçera d´être heureux”. El concepto de «felicidad» que maneja la burocracia trasnacional es el que se oculta en las carcajadas de los gestores del accionariado de los grupos industriales y tecnológicos que la «imparten» por el mundo a cuenta de la «civilización» concebida como disponibilidad de los bienes y servicios de que ya «goza» el promedio occidental. Se trata de un «estándar vital» mínimo para el «buen vivir» bajo condiciones «óptimas» en la era global. Es la «utopía realizada» del Occidente moderno trasladada como programa a todo el planeta. Lo discutible es si esto tiene sentido incluso en el mundo «desarrollado».
Es sabido que ante la aporía de una libertad que encontrara opositores según el principio rousseauniano de una voluntad general reflejada en la mayoría, ante la minoría no esclarecida en su mejor querer concordante sólo cabía decir: «Se les forzará a ser libres», y en este asunto de la felicidad sucede lo mismo. Ya hace tiempo que el hombre occidental es coaccionado para vivir según estándares de los que ni quiere ni puede prescindir. Ser civilizado significa querer universalidades abstractas que repriman la subjetividad «mala». El sistema económico ha hecho de ello, en sentido materialista atrozmente limitado, su razón de ser y nos la ha impuesto como sentido vital universal. Ese es el verdadero nihilismo del valor.
En las lenguas en que una clase de hombres de mente elevada imprime su forma de experimentar el valor de la existencia, lo relacionado con lo que nombramos con un sustantivo abstracto se expresa con palabras que hacen referencia a la ocasión, al devenir en la exaltación del momento afortunado. Tienen una concepción estética o poética de los fines inmanentes de la vida, que toda la tradición judeocristiana considera como lo Insoportable mismo. En francés, lengua apocada por siglos de civilización, se conserva la palabra “bonheur” para nombrar “felicidad”, y con ella aparece, ya deformada, la idea del “buen augurio”, del venir al encuentro la señal del buen momento.
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El signo de lo plebeyo. La comparación de uno mismo con otros se hace tanto más necesaria cuando más se siente la necesidad de justificarse a sí mismo, y se vuelve inevitable, malévola y maldicente cuando se sospecha la carencia definitiva de cualidades estimables que ofrecer a los otros. Entonces, los otros deben pagar por este déficit que se convierte así en deuda: lógica eficaz y destructiva de la forma plebeya de valorar. Los otros, todos los otros, me deben lo que a mí me falta. En esta peculiar forma estimativa se revela el carácter de un hombre en su más genuina expresión activa y creativa.
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Nominalismo del valor. Para juzgar a los hombres de una época, los contemporáneos, no hay que fijarse nunca en lo que hacen, ni siquiera hay que tomarse en serio lo que declaran creer, no hay que buscar en el vertedero de sus valores elogiados. Todo esto no es más la chatarra moral de una época. Para formarse un juicio, sobre todo si éste no debe ser público ni compartible abiertamente, hay que prestar atención, como en una composición musical que oculta el tema se aguza más el oído, a las palabras que se emplean de manera reiterada para referirse a los bienes y virtudes, a todo lo que se ha decidido «estimable» o «despreciable» sin saber cómo ni por qué.
Este nominalismo moral es el primer «considerando»: rara vez hay la menor correlación entre palabra, acto y valor. Lo más común en cada momento es que la palabra aparezca en circulación tal como lo haría la moneda falsa en el mercado, y con las mismas consecuencias de depreciación del buen valor asociado a la noble palabra.
El fraude moral, la estafa de todo discurso moral debe buscarse siempre en las palabras, empezando por las malas traducciones de los términos morales griegos y romanos, una catástrofe de consecuencias incalculables, no muy diferentes de las adherencias banalizadoras de los términos metafísicos clave. Pero hoy todo ha empeorado porque la convención y el desarraigo de lo que se llama «razón», «voluntad», «deber», «obligación moral», etc no permiten pensar nada real.
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Tiempo límite. El presente que no dispone ya de fuerzas para la auto-instauración y la auto-institución tiene que disolverse con la paradójica lentitud vertiginosa con que se apagan las estrellas, entre los destrozos del tiempo acumulado. De ahí seguramente esta penosa impresión que lo afecta todo con el signo de la repetición interminable, pero en el sentido de un descenso del que se hubiera extraviado el cálculo de las pérdidas, como si las reservas por sí solas bastasen para perpetuar las fuerzas en detrimento.
Si bien sabemos que este presente no es empujado ya a ninguna parte y que incluso, casi con toda certeza, carece de motor, tenemos a nuestra disposición, para el ejercicio de juegos estériles e inofensivos de pensamiento, las informes «figuras de conciencia» en que se demora y se desmorona una época moderna que no sabe acabarse más que a través de la reproducción de unos principios y unos aconteceres todos ellos «devenidos» y por tanto «sin devenir» posible, agotados en su menoscabada virtualidad de sentido.
Pero para «otro» pensamiento ahí existe una tarea, por miserable que haya llegado a ser: el principio de realidad de nuestro presente no es caución para este pensamiento, ya que en él no contempla lo imperfecto o lo inacabado, sino que más bien avizora la conclusión y el punto límite de partida para un comienzo que siempre, y también ahora, está esbozado en el presente en tanto que cambiante «estado de abierto» de un horizonte que nada puede obliterar.
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Ideologías políticas y malentendidos. El fascismo auténtico, no adulterado, es la forma espiritual de una Revolución pensada y sentida desde posiciones reaccionarias. Lo socialista y lo nacionalista son lo mismo vistos desde posiciones distintas. Lo que hay que conservar y lo que hay que destruir: ésa es la verdadera dialéctica del fascismo. Ser fascista es penetrar en el misterio de lo que significa ser «moderno» con todas sus consecuencias. Precisamente por esa complejidad nada menos que un Heidegger podía ser «nazi», incluso si él mismo no lo podía comprender, lo que ahora desmiente en parte la publicación de sus «Cuadernos negros» en la edición alemana de las Obras Completas.
Por el contrario, el «marxismo» es en realidad un puro universalismo del valor, una abstracción y generalización de los supuestos de una antropología de inspiración judeocristiana, cuyo principio constituyente es la unidad del Hombre creado por un solo Dios. Abolición de la multiplicidad, del politeísmo existencial, negación de la singularidad. Su forma económica intercambiable es capitalismo o socialismo o comunismo, «homo oeconomicus» socializado en el egoísmo del interés privado o en el colectivismo del interés del Estado.
En ambos casos, un «homúnculo» de la especie “hombre” sin ningún contenido específico e indiferente a la clase, la cultura, la religión, el sexo o la nacionalidad. La primera manifestación consecuente de esta ideología hoy dominante es una hibridación extravagante de la Ilustración burguesa y los supuestos marxistas a partir de ese texto difícil y admirable que es «La cuestión judía» de Marx.
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Muerte espiritual y ritos de paso en una sociedad secularizada ¿En qué momento uno empieza a morir de esta muerte espiritual impronunciable, que tan sólo viene a realizar en vida la anticipación de la muerte natural?
En todas las formas del infinito aburrimiento social contemporáneo, en todas las formas de la banalidad ambiental, en tantas y más formas del ocio y el tiempo libre, en todas las horas muertas en espacios laborales asfixiantes, en los que literalmente la vacuidad de la obra acometida, sea la que sea, sólo es igualada por la ausencia de destino en que se disuelve el individuo en el espacio de la oferta, igualmente lúdica, igualmente vacacional. Lo que se realiza en ausencia del hombre, ¿qué es sino el proceso de su muerte vista desde fuera, desdoblada, como contemplándola a cámara lenta?
Del mismo modo que hay un segundo nacimiento simbólico (bautismo, ritos de paso…), que hace pasar al hombre de lo natural a lo espiritual, del indiferenciado ser genérico al ser singularizado partícipe de una «comunidad» autoelectiva dentro de la comunidad, incluso hoy, en este desamparo de todo, tiene que haber también una muerte que hace pasar de lo natural a lo espiritual.
En cuanto a la vida, no disponemos en nuestro orden cultural, carente por completo de ritualidad cultual, de ninguna dimensión para el renacer, pero sí que encontramos una rica variedad de manifestaciones de la muerte espiritual, y en realidad uno no las elige siquiera, le vienen ya dadas.
Que todo vuelva a recomenzar, eso es lo que la lógica del sistema de la civilización productivista no tolera ni puede tolerar, porque se funda en el tiempo lineal de la acumulación. Y lo mismo que vale para el individuo, tiene vigencia para la sociedad, para todas las instituciones o sistemas, más aún quizás para la propia Historia como acontecer.
Esta muerte acecha por doquier, nada se le escapa. Lo que se pone en obra cada vez es sólo ella misma. Porque la muerte del espíritu es necesariamente al mismo tiempo la muerte espiritual, es decir, el sinsentido de toda obra y de toda acción humanas, y en definitiva, el verdadero nihilismo. Pero ¿adónde pasa el hombre que sufre esta doble muerte, más allá del reflejo mortecino de todas las cosas sobre su conciencia finalmente vuelta opaca?
Lo que sé decir es que el hombre que ha pasado al otro lado se ha convertido en un hombre puramente contemplativo, cuyo vacío interior, infinito y rico, está todavía por desplegar. No hay nunca que subestimar el poder positivo de la Nada.
Lo mismo que no hay que olvidar tampoco que el final de la obra, el desenlace del destino histórico que ya experimentamos y es de hecho toda nuestra vida real, es la apertura hacia la disponibilidad absolutamente liberada y que esto, que significa confusión y desánimo, es también a la vez la entrega involuntaria a la contingencia, el azar y el puro capricho subjetivo y objetivo, precisamente es eso lo que implica que toda nuestra racionalidad realizada se transforma en su contrario, pero este contrario sólo puede afirmarse en la libertad propia cuando se libera de aquella, ya que toda racionalidad mundana no es más que uno de los rostros de la muerte espiritual. El juego siempre empieza de nuevo y los dados son lanzados una y otra vez.
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El tiempo se renueva cada vez. La constancia de este renovarse a sí mismo el tiempo es la única forma de permanencia. Nietzsche concibe este «renovarse» como un «volver» que siempre sería idéntico a sí mismo.
Expresar esta «idea» sobre el tiempo es casi imposible, es lo imposible mismo. Toda expresión verbal referida al tiempo habla de un tiempo que no es el tiempo fundamental de una experiencia filosófica. Lo místico o inefable que subyace en el fondo de todo pensamiento se pierde en la vulgarización a la que hay que someter la concepción proyectada en el concepto ya acuñado y «listo para llevar».
Así sucede con el tiempo: en una experiencia originaria hay que verter lo captado en un concepto y en una palabra en los que por anticipado ya se ha pensado otra cosa. Tiempo originario es la inconmensurabilidad, lo «trascendental»; tiempo vulgar es la calculabilidad, lo «empírico».
Heidegger conecta con Kant quizás para investir de una experiencia de respetabilidad «filosófica» académica lo que es del orden de una novedad radical. En la metafísica occidental, en el pensamiento que nos constituye en lo que somos y hemos devenido históricamente, no se ha experimentado jamás, salvo en los casos aislados de experiencias «místicas» (o de «alienación mental») esta condición radical del tiempo. ¿Por qué? Porque esto no es decible, esta «verdad» no puede ser dicha en el lenguaje de la tradición metafísica.
Si el tiempo abierto oprime aún más que la reglamentación del tiempo, de dónde extraemos entonces la sensación que omite la repetición, si una conciencia superior, más lúcida sabe, su misión es saber exactamente eso, que la renovación del tiempo es el tiempo mismo y nada más, ni siquiera hay que olvidar la repetición: ser/devenir, pasar/permanecer, continuidad/discontinuidad, unidad/pluralidad, mismidad/diferencia, punto/línea, todo/parte (la imagen geométrica como forma primitiva de la metafísica como «abstracción» del ser de los entes…). Cuántas «diferencias» son las que fundamentan el tiempo desde Aristóteles a Hegel.
Si el «fundamento estructural» de la existencia es el tiempo, también el tiempo es el fundamento del pensar, si pensar es ante todo «poner diferencias» sobre la base de un continuo para llevar todo cuanto es a la unidad/identidad del propio pensar que se da a sí mismo sólo a través de esta operación.
¿Qué otra cosa podría ser entonces un «existir pensante» sino la asunción consciente de la unidad de esta determinación doble de la existencia misma y el pensar por el tiempo? Pero cómo pensar esa unidad, bajo qué categorías, eso es lo que resulta una tarea irresoluble.
El «animal de costumbres» que es el hombre vive fijado a la repetición, incluso cuando lo que busca es el goce, la diversión, el juego, el mero entretenimiento, incluso cuando la náusea y el vértigo del puro aburrimiento se apoderan de él y lo aniquilan, siempre lo que realmente busca es la repetición de todo eso. Su forma de permanecer ajeno al tiempo es exactamente la repetición que el tiempo conlleva.
Desde ahí es muy fácil llegar hasta la idea de eternidad como el goce supremo, la repetición que al suspenderse a sí misma se perpetúa, un «fuera del tiempo» que no es otra cosa que la imagen del tiempo del pensar metafísico por excelencia. La otra imagen, la de un «manar» o un «fluir» desde el hontanar inagotable: el tiempo «se emite» a sí mismo, el tiempo es emisión desde una fuente, el tiempo es origen puro, pero todo esto sólo como «futuro», un devenir que es porvenir…
Cuando se dice que «nada es estable» no se piensa que nada es estable porque «pasa», sino porque precisamente hay un tiempo en tanto que se emite desde un futuro con el que siempre contamos para proyectarnos.
Cuando pensamos el ser como constancia, permanencia, estabilidad, el tiempo queda convertido en la mera referencia a una presencia y a un presente, omitiendo entonces esta condición del tiempo «originario»: destinarse, proyectarse, adelantarse, anticiparse, renovarse, estancia hacia…, devenir desde… Así se piensa cuando el tiempo se concibe desde la linealidad hacia delante desde un pasado que es un «pasar hacia».
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Sobre el Idealismo alemán como metafísica del absoluto. El horizonte de problemas del «Idealismo alemán» reside tan sólo en esta sencilla pregunta: ¿cómo pensar lo Absoluto después de Kant?
Las vías resolutivas, muy expeditivas con respecto a la tradición cristiano-platónica, en apariencia muy radicales, son alguna de éstas: la autorproducción humana se presenta por primera vez lejos de una facticidad sinsentido y absurda: ahora es nada menos que algo así como un despliegue temporal, Espíritu e Historia; la autofundamentación afirma que en lo temporal está lo eterno, en lo finito está lo infinito, que la Humanidad es un «modus» de Dios, con lo que se apunta hacia otra forma de Redención; la Subjetividad incondicionada declara que el sujeto-espíritu es el Todo, es Todo es reflejo del Sujeto espiritual; la Subjetividad incondicionada asume el papel de Dios, esto es, traer lo Absoluto a este mundo es su misión; el mundo moral es «el abismo de la libertad»; el ser como «voluntad» (el querer originario: pues «querer es ser originario», en tanto «ser» designa permanencia, eternidad, originariedad, ser igual, ser siempre, ser uno, ser primero: voluntad…).
Obsérvese el desdoblamiento en que consiste el “trasmundo metafísico”: en lo finito está lo infinito, en lo temporal está lo eterno; en el hombre yace la imagen de Dios; en el mundo se ha producido la encarnación de Dios una vez en la Historia; en la manifestación como exterioridad subyace la fuerza interior; en el devenir como desarrollo del «en sí» hacia un «para sí» reside el «ser originario»; en el mundo de la necesidad se encuentra la posibilidad misma de la libertad…
El Idealismo alemán sigue siendo la Metafísica y en su expresión suprema, porque cada uno de los términos segundos (infinito, Dios, eternidad) está puesto como base para someter a sí a los términos primeros.
Cuando se afirma que «en lo finito está lo infinito», por ejemplo bajo la forma de misterio teológico de la Encarnación, como mito religioso que sirve de soporte a la metafísica secular de la subjetividad incondicionada como metafísica absoluta, lo que se dice es exactamente esto otro: lo finito «es» en tanto figura de lo infinito, no se dice que sea lo finito lo que funda, soporta y determina lo infinito.
En este sentido, se entiende que Heidegger afirme en «Kant y el problema de la metafísica» que su interpretación de Kant en la dirección de la búsqueda de un horizonte temporal del ser vaya precisamente en la dirección inversa a la del idealismo alemán.
Éste determina lo finito a partir de una infinitud que ya no es ciertamente Dios sino una «figura de pensamiento» en la que la función de Dios sigue vigente como verdadera determinación; mientras que Heidegger sigue el camino inverso, es decir, intenta fundar lo infinito a partir de la finitud, esto es, del tiempo mismo, ya que el «Yo pienso» de la conciencia, determinación metafísica con que la Modernidad funda el sentido del ser, es para Heidegger un «Yo soy el tiempo».
De ahí que para la comprensión de este otro sentido del ser busque explícitamente en esa obra una «razón pura sensible» frente a la razón pura teórica, tanto práctica como teórica frente al Kant que abre paso a lo Absoluto del Idealismo alemán. Lo mismo para la función esencial de la «imaginación trascendental»: para Heidegger es fuente y señal de la finitud, ya que designa la constitución temporal misma del hombre como «Dasein», mientras que para el Idealismo alemán es el punto de partida para una ampliación de la conciencia que se abre hacia lo Absoluto para pensarlo, legitimando así el paso al otro lado de la temporalidad como finitud.
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El arte de la prudencia. El problema de los moralistas del comienzo de la Modernidad está raramente bien ubicado: la tradición romano-católica es una entre las posibles formas de una moral práctica de la cautela y la previsión, y ni siquiera aquí hay otra cosa que el jesuitismo de profunda raigambre que constituye la educación «ad usum principis», extendida hacia abajo para el empleo cortesano.
Se parte implícitamente de la distinción no reflexionada entre exterioridad del carácter e interioridad del ánimo: en el mundo luterano el punto de partida es el mismo, pero la resolución es más compleja, o por lo menos, puede estimarse así. El mundo germánico-luterano, sin llegar a representar la grandilocuente epopeya del Espíritu que se reencuentra a sí mismo como lo concebía Hegel (no hace falta decir que un secular pastor luterano contrariado por las circunstancias históricas en su más genuina vocación), sí es por cierto una forma distinta, separada de la otra tradición a la que, conscientemente o no, nosotros pertenecemos: la romano-católica eclesiástica o su versión secularizada.
En la tradición romano-católica que representa Gracián, siempre prevalece el disimulo, la ocultación, el velamiento de un interioridad sin forma ni vida propia. Por eso los ateos renegados del luteranismo como Schopenhauer podían encontrar en la obra del autor barroco español una cierta vía de escape frente al asfixiante «espiritualismo» ya muy aburguesado de su entorno nativo.
Ahora bien, aún otra filiación es posible: no hay exterioridad que no sea nada más que la trasparencia misma de la interioridad («en sí»: el movimiento del espíritu en el nivel psíquico de autoconocimiento). En este sentido, la forma social convencional, la costumbre y la cortesía pasan a significar algo distinto a una mera veladura del ser propio y se convierten en los signos de una apariencia que remite a la autenticidad humana, algo que el católico, en su instinto más arraigado, no cree que exista.
En la tradición romano-católica no hay lugar ciertamente para el irracionalismo de la pasión germánica, no hay espacio para las objetivaciones del espíritu, de ahí la ausencia relativa de «romanticismo originario» en el mundo católico, pues todo en ese mundo es ya desde siempre objeto de ocultación por una omnipotente semiología superflua que poco a poco se va quedando inane, como ocurre en todo el simbolismo eclesiástico, retomado de un mundo pagado en cuyo seno su vitalidad no había caído todavía en la abstracción de lo universal.
Lo que se da en Gracián es un sutil juego de la artificialidad de los afectos que nada expresan, tan sólo son «posiciones» en la escala de puntuación de la apariencia social: el «virtuoso» es el que mejor conoce y practica unas reglas que nada tienen que ver con la «virtud» en tanto que interioridad expresiva de una verdad personalizada en lo singular del individuo.
Lejos de censurar esta configuración estratégica, dondequiera que se manifieste (muy al contrario, me parece normativa bajo determinadas condiciones), será necesario vislumbrar hasta qué punto los juegos de signos de la exterioridad son por sí solos válidos para vivir en sociedad.
La tradición romano-católica es, en cierto sentido, improductiva, tiene a vaciar a los hombres privilegiados de su potencia, de hecho, espiritualmente hablando, la «prudencia» como cauteloso disimulo, sin liquidar por completo el valor para la sinceridad (para el romano-católico, la sinceridad es sólo un prejuicio que hay que superar para adaptarse al orden mundano de las apariencias), sin embargo destruye el afecto, mengua la pasión, hace abdicar del ánimo, convierte moralmente a los hombres en figuras de cera que participaran como comparsas en una comedia de muñecos donde los papeles ya están hace tiempo repartidos para la mayor gloria de la mayor impostura.
La situación, tras largo periodo de hegemonía cultural de semejante «moral práctica», probablemente tenga mucho que ver con la extraordinaria aptitud y sobrecualificación de las sociedades mediterráneas para cierto tipo muy específico de corrupción política y social, pues en el fondo lo que late dentro de esa tendencia es el virtuosimo de las apariencias como señal de éxito de los «prudentes» y «precavidos», es decir, de los que mejor disimulan la virtud que no poseen sin tener ni siquiera que simularla.