Elevado a la dictadura por el principio “salus rei publicae suprema lex sit”, el cónsul, incrédulo de los augurios, pasaba noches desveladas imaginando soluciones a la secesión de la plebe urbana.
Tablillas de cera se amontaban en su cubículo, arrojadas sin esbozar la esperada orden ejecutiva.
Iluminado tal vez por un pensamiento racional, sus ojos brillaron por un momento, y con el estilete imprimió sobre la cera:
“Orden primera…”
Y como ya no supo seguir escribiendo, sus ojos se velaron de lágrimas ardientes y dijo para sí:
“Quizás mañana, si consulto con las boñigas y las cagarrutas…”