EXTRAÑOS HORIZONTES INTELECTUALES (2017)

Muchos y muy extravagantes componentes se exhiben secretamente abigarrados en el devenir intelectual de cada hombre entregado a la anarquía de sus afectos, ideas, monomanías e inclinaciones inconscientes.

El tema de la cultura y la sociedad europeas en los territorios del Imperio Austro-húngaro es un gran desconocido en España, y no obstante aquel periodo creativo es de una transcendencia inmensa, porque los últimos estertores de la alta cultura europea proceden de allí, no de Londres, París o Berlín.

La sola lista de talentos de primera fila produce vértigo, quizás sólo comparable a los grandes alemanes de la República de Weimar. Digamos que entre 1890-1930, la gran cultura europea, lo más dinámico y creativo, fue de origen austro-alemán, con una notabilísima participación, nada marginal, del elemento intelectual judío, algo muy parecido a lo ocurrió en España entre 1480-1560, cuando los conversos estuvieron a la cabeza de una buena parte del periodo cultural más espléndido de la sociedad española, algo inocultable pero que se ha velado por razones espurias. No es la tesis de Castro sobre la convivencia de las tres culturas, es algo cualitativo distinto: el elemento de ruptura interna que necesita toda sociedad cristalizada para devenir creativa y dinámica.

El intelectual, por definición, requiere unas condiciones de existencia que sólo en determinados pueblos y bajo determinadas condiciones puede crecer y florecer. El intelectual, como espíritu libre, como hombre sin mundo o desmundanizado, como extranjero en cualquier patria, deriva de una experiencia caracterizadamente cristiana o secularizada del cristianismo y del judaísmo.

El «hogar ideal» de semejante florecer es la forma de la pluralidad en sociedades sin Estado, o con un Estado de un cierto tipo: el Imperio de los Habsburgo, ese pandemónium con un poder simbólico pero apenas despótico, una sociedad estamental penetrada por una incipiente lucha de clases en todo caso sometida a una fracción intelectual muy reducida (las experiencias directas que cuenta Hitler en «Mein Kampf» sobre sus modestos inicios en el mundo de las ideologías políticas en la Viena de 1910 son algo más que invenciones biográficas), esa especie de ausencia de centralidad firme, esa suerte de incesante movimiento cultural en que lo más viejo se encuentra con lo más nuevo en un momento crítico de ruptura de las formas y los contenidos de la tradición, todo eso, cualesquiera que fueran sus consecuencias políticas, es en sí mismo fascinante y no deja de producir fascinación hoy mismo.

El retrato moral o psicomoral de los grandes liberales austriacos, porque es un asunto que me interesa realmente, lo cito aquí:

«El modelo social, el ejemplo a seguir es el superviviente que abandonó a los suyos a un trágico final y que, luego, cínicamente llora en su nombre y dice propagar la filantropía para evitar que tales tragedias vuelvan a ocurrir. Comportamiento sorprendente si tenemos en cuenta que tuvieron la ocasión de intentar hacer algo de verdad para evitar que el mal se propagase y, más bien, lo alentaron y animaron si golpeaba a subversivos izquierdistas.

No obstante, el superviviente debía ser el modelo de conducta, porque ellos eran supervivientes. Tras la desaparición del Imperio Austrohúngaro, Hayek y Mises perdieron su nación, su comunidad, su identidad.

Ellos pertenecían a la aristocrática intelectualidad vienesa, a la capital del Imperio, al igual que nuestros tecnócratas de Bruselas defienden los intereses de la Unión Europea y no de sus países de origen. Perdieron al Emperador al que servían, a la administración a la que le debían lealtad, al proyecto de ingeniería social que dotaba de sentido a sus vidas. A ese mundo ideal que construía un feudalismo moderno legitimado mediante el mérito individual.

Se transformaron en hombres sin atributos, sin sentido y sin razón de ser. El único paso que les quedaba era normalizar su propia situación. Esperar que el resto de la humanidad pudiese vivir como ellos vivían: sin comunidad, sin identidad. Desgajados del mundo en el que crecieron, intentaron recrearlo a un nivel global mediante el desmembramiento de esos terribles Estados Nación que en la búsqueda de la fraternidad y la solidaridad habían provocado revoluciones y guerras abominables que finiquitaron la plácida comodidad de su clase.»

Hay cierta idealización del desarraigo como fuerza creativa, de la desvinculación de los orígenes, de la «apatridia», del cosmopolitismo. En el caso de los intelectuales judíos de la Mitteleuropa es comprensible por su situación vital y por su tradición histórica de la diáspora. En el caso de los representantes de la burguesía intelectual vienesa, corporativa y en efecto de sólida estamentalidad típicamente germánica, esta idealización que la Escuela Austriaca opera en el sentido tradicional del «Homo Oeconomicus» está en la base ideológica inconsciente de todos los que se acercan a esta corriente de pensamiento.

En mis ratos mefistofélicos, yo también me dejo seducir por estos íncubos y súcubos tan sugestivos, que producen la imagen de una vida desasistida, libre de vínculos groseros de «sangre y suelo», del «Volk» y del «Staat», asceta del mercado y esteta de la belleza de los fluidos intercambios globales. Y no obstante, la gran altura intelectual de estos austriacos, bien leídos y criticados, no es discutible, sino un acicate para pensar la economía como una dimensión mucho más compleja de lo que sus profesionales imaginan. Por ejemplo, el factor tiempo, completamente desconocido y postergado por todos los clásicos y hoy mismo ignorado.

Ciertos intelectuales italianos son en parte los herederos nostálgicos de aquel horizonte cultural, al que intentan regresar como visitantes de un museo, quizás para revivir experiencias compartidas: Roberto Calasso, Claudio Magris y Massimo Cacciari, entre otros. Prueba de la fuerza de un mundo que es cierto que prefigura con 100 años de adelanto ciertas condiciones de la Europa o Anti-Europa actual, en muchos sentidos.

Ese «factor temporal» del circuito de reproducción y realización del valor del Capital es una de las verdaderas innovaciones revolucionarias del pensamiento económico austríaco, o que lo eleva muy por encima de las meras operaciones de cálculo banal de los economistas convencionales de todas las otras tendencias, que son actos de ilusionismo o prestidigitación para confundir a los legos.

Es cierto que grandes ideas de Von Mises y Hayek circulan debidamente autorizadas en esta yerta España en corrientes de opinión como las que promueve el Instituto Juan de Mariana en España y divulgan los discípulos de Huerta de Soto, como Rallo y otros de su cuerda.

Es cierto que sus obras son accesibles y que se leen de una determinada manera en España, como una especie de antídoto para minorías ilustradas contra «la patología socialdemócrata», pero siempre manteniéndolas fuera del alcance del «vulgo», sea en el correcto terreno económico, sea en la hiperbórea utopía maximalista de los «Hombres Que No Amaban al Estado».

La teoría del capital de la Escuela Austríaca es la única que piensa el concepto de capital como algo viviente, sometido a una temporalidad dinámica, a un devenir muy complejo, escalonado en etapas o fases de realización, desde el ahorro, la inversión, los plazos de las distintas fases de producción, de distribución y de realización del valor para recomenzar el ciclo. El verdadero padre de los austríacos, Böhm Bawerk, fue quien fundó esta concepción en la que tiene lugar el desarrollo posterior de la teoría de la crisis y de la teoría de la imposibilidad del socialismo planificador sin cálculo de los factores y costes de mercado.

Me parece que los Austriacos «humanizaron» la economía en un sentido alto y noble, sólo por estos pocos datos citados de pasada. Poner al «Homo Oeconomicus» en el Tiempo y como hecho de la Materia del Tiempo, lo que quizás sea tanto como decir «hecho de la materia de los sueños» (véase lo inexplicable de la especulación y las «burbujas» cíclicas en términos puros de racionalidad económica), es un logro que luego se ha reprimido y se ha seguido con los modelos y las robinsonadas para mayor goce de los espíritus impuros que hozan las ideas recibidas sin saber qué hacer con ellas.

La aproximación de Böhm Bawert a la teoría del capital desde el tiempo como factor clave de toda valorización y realización del capital fue captada justamente por Lenin como un ataque fundamental en toda regla contra Marx, que veía el capital como una especie de fondo de reserva constante y de naturaleza atemporal que se autorreproduce sin más mediación que su propia capacidad de reproducirse en un ciclo indefinido, lo que Rallo ha criticado en la concepción de Piketty que vuelve a la vieja representación normativa para la izquierda del capital: una momia o muñeco de paja para atizarle todos los impuestos con que ya atosigan a las rentas de todo tipo.

La «Nouvelle Droite» francesa, en su defensa de cierto Nacionalismo económico, ha sido muy crítica con todo este discurso liberal renovado. A mi juicio, este tipo de crítica, muy dentro de la tradición antiberal de cierta derecha francesa, se ha quedado un tanto desfasada ante la evolución de una realidad europea en la que ya no hay verdaderas comunidades nacionales que salvar. No sé si el vino de Burdeos y Versalles bien valen una buena misa patriótica. El planteamiento debe ser otro.

De todos modos, estas palabras de Alain de Benoist (“El error liberal”) siguen teniendo la validez de un juicio bien meditado sobre las consecuencias a largo plazo de cierto dogmatismo liberal llevado a sus últimas consecuencias:

«De hecho, una de las principales características de la economía liberal es su indiferencia y su irresponsabilidad frente a las herencias culturales, las identidades colectivas, los patrimonios y los intereses nacionales. La venta al extranjero de las riquezas artísticas nacionales, la interpretación de la “utilidad” en términos de rentabilidad comercial a corto plazo, la dispersión de las poblaciones y la organización sistemática de las migraciones, la cesión a sociedades “multinacionales” de la propiedad o la gestión de sectores enteros de la economía y la tecnología nacionales, la libre difusión de modos culturales exóticos, la sumisión de los media a maneras de concebir y de hablar ligados al desarrollo de las superpotencias políticas o ideológicas del momento, etc, son características de las sociedades occidentales actuales que constituyen la derivación lógica de la aplicación de los principales postulados de la doctrina liberal. El arraigo, que exige cierta continuidad cultural y una relativa estabilidad en las condiciones de vida, no puede menos que chocar con el leitmotiv del nomadismo permisivo resumido en el principio liberal laisser faire, laisser passer. Tales son las bases del “error liberal”.

Igualmente compleja es mi relación con el prensamiento de los intelectuales judío y las tendencias de la sociología posmoderna.

Primero. El enfoque del tema de la intelectualidad judía que a mí me interesa tiene un sentido polémico interno a la cultura europea en su última fase creativa, que abarca un periodo de tiempo muy intenso, que coincide con la emancipación civil de los judíos de Centro Europa y la Rusia europea y llega a los años 30. La cultura judía propiamente dicha tras la fundación de Israel me resulta bastante desconocida, salvo las polémicas de Hannah Arendt con ciertos elementos del nacionalismo sionista. Lo fascinante es la interacción y las mutuas influencias de los creadores (literarios y filosóficos en primer lugar) en un momento clave de trasformación política, social y cultural.

Segundo, y uniendo intelectualidad judía y crisis del Occidente contemporáneo. Personalmente creo que el elemento judío de la alta cultura europea es inspirador de tendencias que van en una dirección de autocrítica de los fundamentos culturales europeos (eurocéntricos) que los propios intelectuales europeos han acabado por asumir como «destino» en el sentido nietzscheano de una fatalidad del propio ser por la que uno acaba por sentir «amor» («amor fati»), y que sobre todo en el ámbito austro-alemán ha sido y sigue siendo un fundamento polémico apenas ocultable.

La figura de Peter Sloterdijk es significativa a este respecto: detrás de una obra docta y erudita, pero que pretende acercar estos temas a la sensibilidad de un público más amplio, se encuentra este deseo de unir tradiciones que tienen el mismo origen.

De todas maneras, creo poder decir con cierto conocimiento de causa que casi todos los temas, hoy convertidos en tópicos de mil rostros difusos, sobre los que se discute (por ejemplo, el nihilismo, la posmodernidad, el pensamiento débil, el amoralismo generalizado, la pérdida del sentido de la trascendencia, el tiempo y la muerte; el papel de la técnica, el futuro del «humanismo», el fin de las ideologías, y un muy largo y complejo etcétera) están inspirados por la obra de Nietzsche y Heidegger, pasados por la alta divulgación creativa francesa (Derrida, un hermético judío argelino-francés heideggeriano) e italiana (Vattimo) y que son recogidos incluso por la crítica literaria y artística, la teoría feminista o el ecologismo en un abigarrado horizonte mental que en España, a diferencia de otros países europeos, apenas sale de los cenáculos endogámicos de los departamento universitarios en manos de un puñado de profesores y tesinandos a los que todo esto llega muy tarde y ya muy rumiado por fuentes secundarias.

Bauman, sociólogo de aspiraciones teóricas, se mueve en este juego de sombras del pensamiento post-crítico. Lo mismo valdría para los herederos del Baudrillard más sociológico: Lipovetski y Maffesoli, los teóricos del pluralismo social, el nomadismo de las áreas libres de las coacciones disciplinarias, la era del vacío, en fin, todo eso que hoy hace las delicias de una crítica neoconservadora más o menos diletante y que repite gestos que ya eran indiciarios de lo nuevo en los años 20-30.

Hoy estamos en la fase de la sociologización democrática «débil» del nihilismo filosófico en sentido fuerte, lo que yo expreso con la locución aberrante «Nietzsche on the beach», tomada del título de un capítulo de una novela de Ballard, «Supercannes», el mejor novelista de la corriente de la Distopía verosímil y realista, que retrata este estado de los espíritus vacantes de trascendencia, de tiempo y de sentido en tramas argumentales en las que sólo la violencia psíquica y física, salpimentadas de un sexo errático y perverso, entregadas a la pura técnica, son los móviles de los personajes y de un orden social capaz de proporcionar las máximas prestaciones en cuanto a seguridad personal e incapaz de promover las mínimas convicciones para seguir viviendo.

Deja una respuesta

Por favor, inicia sesión con uno de estos métodos para publicar tu comentario:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s