APUNTES EN GRIS CLARO PARA UN VIAJE TURÍSTICO POR LA ESPAÑA INTERIOR (1) (2017)

«Pasiones privadas». Schopenhauer hubiera expresado la moraleja de la pasión como inspiradora de lo mejor y lo peor en el hombre con esta sentencia: «La vida es un negocio que no cubre los gastos». A lo que Nietzsche replica, exactamente en el sentido que tú atribuyes a las formas artísticas, que para muchos son tan sólo artríticas de la mente y del corazón: «Sólo como fenómeno estético la vida está justificada». El café y el buen brandy después de la comida dicen lo mismo, pero en el plano prosaico de lo finito, de lo pasajero y de lo temporal. El esteta kierkegardiano del momento frente a la metafísica del artista nietzscheano de la transfiguración de la vida.

Lo mejor del amor es que acaba, da igual que sea para bien o para mal. Pero eso sólo lo pueden decir los hombres que se acercan a la cincuentena, más o menos. Si Werther hubiera esperado, Lotte apenas habría sido nada más que el rostro neblinoso que acompañaría sus noches invernales cumplidos los cuarenta en celibato beatífico, o apenas una palabra suspirada entre los sordos sollozos del orgasmo conyugal más anodino.

«La mujer es un animal auricular». La mujer ama escuchar y que la escuchen. Toda la gran literatura que gira en la cultura europea sobre el amor se relaciona directamente con esta oscura verdad: la cortesía, la galantería, la coquetería tienen este origen y nacieron a la vez como etiqueta social y como discurso amoroso.

En la vida real, incluso hoy en día, una mujer inteligente, e incluso una que no lo sea tanto, detectan en los hombres el interés relativo que pueden despertar en ellas según la forma que tienen éstos de dirigirse a ellas, entonar la voz, hacer las menores inflexiones. En este sentido, los hombres somos auricularmente trasparentes para ellas. Nuestro fenómeno auditivo se convierta para ellas en nuestra esencia descubierta de par en par. Utilizar esta «debilidad» femenina por la voz masculina y por su discurso es algo que los hombres no saben utilizar ya o quizás nunca ha sido real, sólo un producto literario más.

La insinceridad de muchas relaciones procede de un malentendido, es decir, de un asunto de palabras mal dichas, no dichas o no suficientemente bien dichas.

«A cada uno según su esnobismo». La pedantería sólo lo es efectivamente cuando se muestra con afán de superioridad intelectual y/o social para humillar a alguien y señalarlo como «inferior» y entonces constituye una forma de «esnobismo» muy vituperable.

Pero cuando lo que uno sabe forma parte de su vida y es como la respiración y el aire que lo envuelve, tan sólo es muestra de cortesía y trato educado ofrecerlo a los demás, simplemente porque en ello consiste la cultura personal o la sensibilidad. En España siempre se ha sentido como pedantería lo que en otras sociedades con una civilización más refinada es manifestación de tacto, buen gusto y etiqueta social. Es un tema sobre el que Ortega escribió muy buenas páginas.

«Saber popular». La apología del saber popular ya la hacían los humanistas del Renacimiento contra la doctrina eclesiástica de los «Auctores» como las únicas «autoridades» respetables del saber, cuando se dedicaban a editar libros que comentaban refranes y proverbios, como se puede observar en nuestra «Celestina» o en la «Filosofía vulgar» del humanista sevillano Juan de Mal Lara. Es posible encontrar mejor sabiduría y sentido común en gente sencilla que entre eruditos, expertos y otros funcionarios de la inopia. Pero no apologicemos en exceso el valor de lo que sólo es una oportunidad para no exigirse lo que cada uno se debe a sí mismo según sus aspiraciones y su rango espiritual, escondiéndonos detrás de lo General.

«Cultura mandarinesca» y socialización. Dejemos el «objeto» hegeliano para Félix Duque y compañía, no sea que la plebe se contamine. Dejemos el saber en las manos adecuadas de los especialistas adecuados. La «dificultad» de los textos de Hegel es el mito mejor conservado de esos departamentos universitarios, que a su vez arrojan oscuridad a todo lo que entra en su campo, pues esa es la esencia de la cultura mandarinesca. La dificultad de Hegel se debe fundamentalmente a las dificultades que encontraba el propio Hegel para expresar sus pensamientos en un lenguaje heredado que a él ya no le valía.

La jerga de la tradición escolástica y kantiana de las Universidades alemanes en que se educó y formó le resultaba opresivo y pese a ello no lo desechó sino que siguió utilizando las palabras clave con nuevos sentidos creados por él mismo y refundidos en cada ocasión en los que los utilizaba contextualmente.

Sobre esto puede leerse el libro que recopila las lecciones que en los años 30 pronunció Kojève ante un auditorio pocas veces tan bien dotado. Ahí puede encontrarse una buena guía temática sobre el sentido de las palabras clave del pensamiento hegeliano, explicadas de tal manera que hasta los alumnos del grotesco bachillerato español lo entenderían.

Desconocemos lo que es la opinión pública. Se ve de lejos que nuestra concepción mandarinesca de lo que debe ser el espacio público es la misma que la aquellos otros que controlan los medios de comunicación. No hablemos de nada que pueda resultar peligroso, es la máxima de Gobierno de los Despotismos. Se empieza con los «lenguajes especializados» y se termina en la prohibición por dar un sentido definido a los conceptos políticos, que es lo que realmente les preocupa a los nada confucianos Maestros del Pueblo: que se ponga de relieve toda la impostura política española. La excusa del «tecnicismo» es la de aquellos que siempre consideran que el saber es algo patrimonial y patrimonializable, lo mismo que los cargos del Estado en manos de los partidos.

El destino de una civilización se deja leer en su forma de estetizar la vida. La mejor manera de entender un estado histórico de cosas es el recurso a las formas artísticas, por ejemplo, el cine. «La gran belleza» del italiano Paolo Sorrentino. La presentación de la historia del periodista protagonista consiste en una larga secuencia de casi un cuarto de hora en la que entre ruinas romanas un coro canta antiguas obras frente a un público de turistas asiáticos que fotografían a los cantores. La cámara rápidamente cambia de plano entre monumentos romanos y luego nos planta ante una fiesta en que a ritmos tribales «la gente guapa» y famosa de la TV baila en agitación desacompasada en medio del ruido y de una vulgaridad ambiental empapada de alcohol y desinhibición erótica.

Al ver la escena, me vinieron a la mente muchas referencias: «La dolce vita», cierto Peter Greenaway, textos de Baudrillard sobre la sustitución de la realidad vivida por los sistemas de signos evocadores de esa misma realidad perdida. Toda la cultura europea permite leer esta pérdida de sentido, que en las sociedades e individuos apenas si puede reflejarse a través de una conciencia ahistórica y apolítica como expresión de una dimisión colectiva. Donde no existe la voluntad de seguir viviendo, la vida consume su patrimonio simbólico y se aferra a un presente cerrado a todo horizonte nuevo de sentido. Eso es la Europa del total desarraigo y de la amnesia.

Para los españoles con cierta conciencia de la realidad, la liquidación del mito europeísta es la mejor noticia. Pues sabemos que uno de los resortes de nuestra clase dirigente (y dominante, pues ahí está incluida la oligarquía patrimonial hereditaria dueña del capital trasnacionalizado) ha sido confundir modernidad, desarrollo, «democracia» y Europa. Ahora que sabemos que los cuatro Reyes Magos no son los dadivosos y benévolos que imaginamos, hora es ya de desnudarlos para ver qué esconden tras las vestiduras y los mitos infantiles.

La esencia de la política es la imaginación, es decir, lo estético ilusorio devenido real: proyectar configuraciones de fuerzas esbozadas en la realidad y darles forma institucional. En la Historia europea se puede rastrear este impulso, primero religioso, luego político: estamos en la conclusión de esa forma de practicar el arte del poder como construcción (¿utópica?), que presupone una etapa de demolición de lo anquilosado. Europa se muere porque no hay material con que construir, pero subsisten escombros culturales que nadie retira de la vista. Tarea que anuncia la situación prerrevolucionaria que algunos creen ver como horizonte a no más de 20 años. Aquí en España, creemos que Europa es el AVE, las autovías y la seguridad social… y tal vez el Mercedes clase B para todos.

El secreto mejor guardado: Europa morirá una noche de primavera en medio de las alharacas de las aficiones de forofos, «hooligans» y otra gente que se permite unas horas de tribalismo y mal vivir antes de reparar fuerzas para volver al aire acondicionado o la calefacción de las oficinas y pasar largas horas matinales ante pantallas que nos miran devolviéndonos nuestro reflejo de ahogados a la espera de un encantamiento que nos saque de esta «Death by drowning of numbers».

Pragmatismo e ilusionismo político.Son españoles los que no pueden ser otra cosa.“En política lo que no es posible es falso.” Las dos citas de Cánovas del Castillo resumen todo el pensamiento derechista español y no va más de esa comprensión. Es interesante destacarlo porque precisamente expone todo aquello que debe ser demolido en la derecha oficial española. Esa concepción del poder político instaurada por Cánovas y la Restauración, institucionalizada por el turnismo, conservacionista de lo caduco, como cauces de promoción de la burguesía más estúpida de toda la Europa civilizada es directamente la responsable de la Guerra Civil.

¿Qué grandeza puede tener una concepción de la política y de su sujeto histórico que no pudo evitar, con sus artes realistas de atender en cada caso a «lo posible», el peor conflicto civil al que puede estar sometido el destino de una sociedad?

Y la derecha oficial hoy vigente está todavía más ayuna de pensamiento y valores morales genuinos que la de anteriores etapas, de manera que tarde o temprano tendrá que enfrentarse a este vacío que sólo perdura porque la burocracia del partido oficial de esa derecha tiene decenas de miles de cargos públicos en su manos.

«Nacionalidad e Historia». La pregunta que yo me hago sobre el siempre enturbiado asunto de la Nacionalidad proviene originalmente del estudio de la literaturas nacionales y del conocimiento de la producción filosófica nacional, cuando ya era estudiante. Procedo de la filología, que fue en el XIX el campo estratégico de lucha para la formación de las identidades nacionales y algo me llega de todo eso. No entro en cuestiones de desarrollo científico técnico ni de las condiciones coyunturales de la Revolución industrial en cada país, junto con sus repercusiones sociales.

No estoy de acuerdo con las respuestas demasiado partidistas, ni en general me he encontrado con respuestas válidas en todos los que se plantean la famosa cuestión sobre el «problema de España», pongamos de Cadalso a Julián Marías, pasando por Unamuno y Ortega.

La pregunta de origen ya estaba muy mal planteada, porque es inútil debatir sobre «esencias» tratando de acontecimientos y procesos históricos. Suponiendo que la interpretación de los posibles sentidos de la historia española no estuviera errada ya desde que surgió el conflicto entre el liberalismo y el catolicismo, con todas las variantes y avatares de este conflicto durante el siglo XIX, hasta llegar a 1936. Las cosas bien planteadas pueden responderse de manera comparativa con otras sociedades.

Desde luego no vamos a comparar Bulgaria, Rumanía, Grecia o Portugal con España. La escala de la grandeza y la pequeñez la marca América, la creación artística y literateria españolas. Los problemas de la Modernidad, con distintos ritmos y profundidad de aparición, son los mismos en las únicas cinco sociedades nacionales europeas en las que merece la pena detenerse por la grandeza de sus historia política y cultural.

La peculiaridad de España hay que buscarla, de manera parecida a Rusia, pero sin la grandeza de la indagación de los rusos del XIX, en la relación entre las clases dirigentes españolas y el resto de grupos sociales.

Si se entiende la siguiente tesis, se entienden muchas cosas, incluso buena parte del presente inmovilizado: las clases dirigentes españolas no han cumplido ninguna de las funciones que sí han cumplido las demás clases dirigentes europeas: socializar, disciplinar, nacionalizar al resto de grupos, absorberlos bajo sus pautas de civilización, educarlos en sus valores, satisfacer en algunos casos sus necesidades básicas, en una palabra, trasformarlos con fines de dominación a gran escala.

«El Conservador Revolucionario». La experiencia histórica, en tanto que «auto-comprensión» de la Historia» por el Sujeto finito, nosotros como grupo humano retenido por un ver y prever este devenir, es lo que te sitúa ante el acontecer.

Lo que sucede en las sociedades humanas no reviste la forma de fenómenos como el vulcanismo, las mareas o los terremotos. Para que éste, el acontecer histórico, no sea concebido como «acontecer» puramente natural, que es la actitud «normal» ante los acontecimientos, al pensarlos al modo de la causalidad natural mecanicista, como por ejemplo sucedía en la interpretación marxista del conflicto entre fuerzas productivas y relaciones de producción, la experiencia histórica es un saber hecho de la observación que correlaciona lo que sucede en mi entorno con una comprensión siempre limitada de los acontecimientos del pasado inmediato que condicionaron aspectos del presente.

La experiencia histórica requiere el esfuerzo de comprensión y superación de las interpretaciones recibidas, sean éstas las que quiera que sean. Contra Hegel, no hay una experiencia histórica absoluta. El perspectivismo nietzscheano procede de ahí, así como todo el vitalismo y llega aquí con Ortega.

La experiencia histórica vuelve siempre problemático el comprenderse a uno mismo y a su presente desde el propio presente aislado. La comprensión histórica esencial es siempre una cuestión de «cultura», que es el modo como se presenta para nosotros el «mundo», pues siempre se afronta, se vive y se concibe el acontecer dentro de una «cultura» en el sentido más amplio posible, tanto individual como colectiva.

Antes que Gadamer, Heidegger y Dilthey, fue Nietzsche quien convirtió esta cuestión en el tema de su reflexión en una de las «consideraciones intempestivas» a la que le remito, a fin de que ahí tenga pasto para su espíritu: «Sobre la utilidad y perjuicios de la Historia para la vida», uno de los textos más hermosos y profundos que pueden leerse sobre el sentido para nuestra vida de la interpretación de la Historia

No hay experiencia histórica que no lleve necesariamente a la teoría del cambio y a un enfoque historiográfico basado en el estudio de la trasmisión de los contenidos y las formas de la tradición. Toda esta tradición alemana tiene una orientación conservadora y revolucionaria, algo típicamente alemán.

Francisco Umbral, mesías y mártir de sí mismo. Umbral pagó muy caro su concentración en la práctica de un estilo que, una vez superado el momento creativo y su inmediata difusión industrial, queda empequeñecido por la enormidad de la época que no quiso o no pudo «ver» más allá de los tópicos de la bohemia dorada. Esa es la impresión general que me produjo la relectura de «La década roja». Demasiada complicidad con cosas y personas abyectas. Hoy sólo su mezcla de erotismo y buen lirismo merece recordarse.

Para un baudelairiano como él, el más puro y sincero de demasiado castiza y cerrada tradición literaria, el sacrificio de la vocación lírica «pro pane lucrando» supuso un trauma que sólo conseguía mitigar la exquisita evocación de sus amores medio vividos medio inventados. Ahí está de cuerpo entero el Umbral que yo admiro, en el que por fin se reconcilian el estilo y el hombre. El resto es pura coacción de la necesidad social, que tantas vocaciones destruye o consume en vano.

Creo que Umbral era consciente de que después de «Mortal y rosa», tan doloroso en lo personal, debía guardar un largo silencio y quizás si lo hubiera hecho su escritura habría alcanzado alturas y profundidades poco comunes por estos lares tan avulgarados en lo expresivo como en lo ideal. Umbral también es el símbolo de una pérdida irreparable: lo que podría haber sido la sociedad política e intelectual bajo otras condiciones más favorables a la libertad.

La fluidez se exige en el modo de trabajo de manufactura por encargo que él eligió en contra de sus verdaderos dones naturales y aprendidos. Sólo se tiene derecho a la crítica de aquello que mucho se ha admirado y querido. Umbral reunía todas las cualidaded para ser un Rilke español pero se vio obligado a rumiar la rutina de un modo de escribir intrascendente que acabó por depauperarlo espiritual y literariamente.

La influencia de Umbral es una de las cosas que hace al columnismo de la prensa española una especie entre autista y sonámbula debido a que confunde estilización del coloquialismo y el más adocenado pseudolirismo con la opinión. El Umbral columnista será el más popular si se quiere, yo mismo lo admiro incondicionalmente, pero no es el escritor que deja una obra admirable que perdure más allá de su propia generación. Hay que medir a los escritores por lo que podrían ser y no por lo que sus concesiones a la época hace de ellos: traidores a su mejor vocación. Dejando a un lado que el columnismo tiende a abandonar la escena del crimen político tras esa celebrada intrascendencia. Si al menos hubiera vuelto legible la realidad…

En cuanto a que Umbral sea el creador de la prosa lírica de mayor fuste en la literatura española, eso es innegable. Y además cualquiera puede llegar a entender que es la forma más difícil de expresión. Lo que a Umbral le estaba negado no era el dominio de la métrica sino cierto sentido del ritmo, que alcanza en la prosa disimulado entre el impresionismo sensorial ligeramente apuntado, que es su gran dote singular.

Era el maestro de la construcción de esos sintagmas chocantes coordinados por la conjunción «y». Su problema consiste quizás en que a fuerza de «cafetazos» y copitas convierte «su arte» en una manufactura de calzado unisex.

Me permito criticar a Umbral porque es uno de los pocos escritores españoles que me parece estética y moralmente un juicio en el que lo excelente se halla realizado sin tacha. Las notas negativas apuntan a un mejoramiento de obra y autor, nunca a su depreciación o rebajamiento. Querer que un maestro alcance la perfección es homenaje de discípulo, no pesadumbre rencorosa de vano seguidor.

Herejía e interdicto. Comparar a Proust con Dostoievski roza el menoscabo de la jerarquía natural del orden literario contemporáneo.

Proust es un puro «snob» procedente, como no podía ser de otro modo, de la burguesía financiera de origen judío, ennoblecida por el arte y la literatura a falta de otros títulos para acreditar y legitimar su alta posición social. No veo qué interés pueden tener sus personajes para nadie que no se mueve en ese mundo moralmente vacío y repelente.

Lo que pueda decirse de Dostoievski se resume en una mera observación erudita: Nietzsche copiaba párrafos enteros de sus novelas traducidas al francés en sus cuadernos de trabajo y los comentaba prolijamente. No me lo imagino haciendo lo mismo con Proust, si bien las digresiones de éste son a veces muy profundas, pero ajenas a la narración y a los personajes.

Y no hay comparación entre cualquiera de sus personajes, incluso los más insignificantes, y los de Proust. Hay hombres de verdad en Dostoievski, homúnculos de la decadencia de las clases altas de la «Belle époque» en el Proust parisino.

Proust es la conclusión francesa de un tipo de literatura que convierte en interesante la trivialidad del modo burgués de vivir y pensar. El ruso se mueve en unos estratos de humanidad a los que ha llegado, porque personalmente él los conoció y experimentó todos.

La virtud de profundidad, o por lo menos sutileza, de pensamiento que se atribuye a Proust es cierta y es lo que lo salva. Pero no es una cualidad destacable en alguien que debe inventar la verosimilitud de los estratos más oscuros de la conciencia en relación con el mundo social real que esa conciencia habita. Proust practica una especie de mirada fenomenólogica: todo lo real queda filtrado por un análisis de la conciencia en la vaciedad de su referencia al mundo. El mundo es elidido, suprimido.

Dostoievski analiza cómo el mundo actúa sobre los individuos y cómo éstos adoptan, no una mirada pasiva, una contemplación inocua, sino que los describe en su lucha para dar a luz su propio ser frente al mundo. El ruso está todavía en la línea del idealismo alemán, es decir, es un constructivista de la subjetividad ampliada a esferas espirituales hasta entonces impensadas; el francés es, por adelantado, un deconstructivista de esa misma subjetividad humana en el momento en que inicia su crisis histórica.

La novela, la gran novela murió con Dostoievski. Los cuatro grandes del siglo XX, que son materia de estudios académicos y han tenido una muy desafortunada influencia en la élite literaria occidental, Kafka, Proust, Joyce y Faulkner, ni siquiera resisten la comparación con una página lograda de Joseph Conrad.

Quizás con los años se va comprendiendo que hay una literatura de gran fuerza moral y otra que sólo presenta como en un espejo roto el vaciamiento moral de la cultura europea. Nada de lo que digo menoscaba los valores literarios de estos autores, tan sólo enuncio la idea de que hay un canon literario relativamente objetivo, pues su objetividad se funda en la resistencia al paso del tiempo, que, salvo catástrofe cultural siempre posible, da una pauta a los valores.

Diferentes tipos de talentos. Los viejos escritores españoles eran de esa clase de usuarios del idioma que más que hablar o escribir con elegancia y temperalmente, usaban la escritura para «producirse» en escena, en el sentido antiguo en que se decía «producir» por «presentar» o traer delante de alguien: «El actor se produjo en escena como mejor pudo, sin demasiada convicción». No es vicio de ellos, Juan Ramón Jiménez pensaba que era una cualidad connatural al ejercicio del talento literario románico frente al germánico y anglosajón, al menos en lo que respecta a la lírica.

El talento románico tiene por base una tradición humanista hibridada de catolicismo en el sentido de exhibición desmesurada del aparato retórico. La tradición germánica procede de una contrición anticipada ante la pompa del estilo recargado. Una favorece la subjetividad escénica del escritor ante el público, la otra quisiera que el espíritu hablara directamente al espíritu como si no existiera el público.

La universalidad de los ingenios españoles da para mucho. La sublimación a los Cielos de Cervantes no es cosecha española, sino inglesa y alemana: modelo del humorístico narrador irónico a lo Sterne y modelo de romantización de la vida como conflicto entre idealidad noble y realidad vulgar. En España sólo provoca una risa con aires de superioridad. Eso dice mucho del modo de ser español. Allí se ve el espíritu frente al mundo, aquí un pobre tonto recibiendo palos. Allí la risa inteligente, aquí la risa ante la humillación ajena.

El Duque de Lerma como Protoforma Politica española. Últimamente pienso en el Duque de Lerma como todo un precursor de un cierto estado de cosas, por encarnar en su personalidad y su función históricas la primera ocasión en que cuaja realmente esta modalidad específica de gobierno por la que un grupo social se posesiona del Estado en el momento de su bancarrota hacendística, financiera, naval, comercial y militar, como está sucediendo ahora misma y desde hace varias décadas.

Hay una extraordinaria correlación entre lo que sucedió en el régimen de los Habsburgo «españoles» entre 1598 y 1648 y lo que hoy está ocurriendo, incluso el retrato moral del Duque de Lerma que esboza Leopold Von Ranke en «La monarquía española» (1827), me recuerda extrañamente la figura del actual Presidente del Gobierno Mariano Rajoy por muchísimos puntos de contacto.

Es como si en nuestra Historia hubiese claves de continuidad de procesos que jamás han sido correctamente enfocados. La concesión a Lerma del capelo cardenalicio como una forma de inmunidad, frente al encausado y ejecutado Rodrigo de Calderón, cobra entonces sentido: esa Roma sí pagaba bien a sus servidores.

Los autores españoles, digámoslo claramente, sirven para hacer consultas bibliográficas de carácter administrativo, pero no para entender nada sustancial de la Historia española. Les pagan para que actúen como «policía del pensamiento», y no sólo ahora, esto viene de lejos, de las insulsas polémicas decimonónicas entre tradicionalistas y liberales sobre «las ciencias en España».

«Reformemos, que algo quedará». El «reformismo» llenaría bibliotecas, de hecho, las llena y allí se pudren los reformismos convertidos en bibliografía para tesis doctorales: reformismo de la Restauración canovista (la Alemania unificada tenía a Bismarck, nosotros a Cánovas); reformismo de la dictadura de Primo de Rivera (la Italia «renacida» tenía a Mussolini, nosotros a un general colocado arriba para encubrir las responsabilidades militares de otro infame Borbón); reformismo de la Segunda República; reformismo dentro del régimen franquista en la fase de expansión capitalista; reformismo desde el propio franquismo como medio de transición «pactada» hacia la siempre supuesta y presupuesta «democracia» española.

Pero uno se puede remontar más atrás y siempre encontrará al irredento reformismo español, que a cada generación de herederos le pareció la vía de parecer dignos de la herencia: el reformismo del Conde-duque de Olivares para salvar una «monarquía católica» descompuesta en bancarrotas y humillaciones militares (Francia tenía a Richelieu, nosotros a un beato atolondrado); el reformismo de los ministros de Carlos III, con su «despotismo ilustrado a la francesa», para modernizar un aparato estatal y un sistema económico atrasados y poco competitivos para un Imperio de la amplitud geográfica del español; el reformismo de los liberales a la española de las Cortes de Cádiz.

Bien mirada, la historia española es el ropavejero de los reformismos fracasados antes de ponerse en marcha. Quizás porque jamás se ha intentado ninguna verdadera ruptura con ninguna de las herencias trasmitidas para hacerlas «productiva» y no limitarse a vivir sólo de sus rentas acumuladas pero menguantes. Para que los hijos puedan gozar de su herencia, los padres han de morir y los hijos han de merecer lo recibido y, sólo entonces, transformar el patrimonio recibido en mejor herencia por su propio ingenio.

Victimismo hermenéutico. Las reflexiones de carácter determinista (o causal) sobre el pasado, sobre el «ser» de un pueblo histórico, incluso cuando ofrecen visiones sintéticas bien fundadas me parecen una forma de excusar el estado de un presente inasimilable y, por tanto, difícil de comprender. Cada generación que viene a la vida se encuentra, sin duda, con una herencia dada, partiendo de la cual tiene que vivir, a partir de la cual tiene que volver a instalarse en el mundo.

La fuerza de los pueblos se mide, si esto fuera posible, por las ocasiones en que se ha visto obligados a llevar a la realidad este impulso de renovación que potencialmente puede darse en cada cambio generacional. Ahora bien, para cada pueblo sólo hay una oportunidad de grandeza. Luego viene un estado vegetativo (políticamente hablando), que sólo la creatividad cultural puede compensar. Es una verdad histórica que la mayor parte de los pueblos que han desempeñado alguna función de importancia universal siguen un ciclo vital y los pueblos mueren, como mueren los individuos. Los antiguos ya lo sabían, e incluso lo asociaban a las «crisis» de las formas de gobierno.

Los españoles de hoy no son una excepción. Los mismos «europeos» occidentales en su conjunto se encuentran en la misma fase del ciclo que nosotros. Incluso diría que los británicos, franceses y alemanes han recorrido las fases del ciclo después que nosotros y son unos recién llegados a un estado de «décadence» fisiológica que nosotros conocemos bien desde finales del XVI. Para quien vegeta, los impulsos nerviosos de una pronta recuperación forman parte de su bagaje espiritual.

La Historia española puede interpretarse como el conjunto de microrreacciones nerviosas de un cataléptico que sueña con el vigor y la fortaleza que en realidad nunca tuvo.

«La política, una cosa demasiado moderna para ser verdad». «La política» es una actividad muy moderna, que sólo puede darse bajo determinadas condiciones: la separación funcional entre una clase económicamente dominante que opera en la esfera privada y la clase política que se hace cargo de los intereses de aquélla y se ocupa profesionalmente de una actividad que, en principio, se define como gestora de unos intereses públicos, comunes o generales. «La política», en ese sentido y sólo en este, es el objeto de discusión aquí. Esta política es una racionalización de intereses y una gestión «racional» del conflicto social siempre latente.

Es la política de una comunidad mercantil contractual de individuos atomizados a los que se superpone el Estado como organización mecánica totalizante de los asuntos de esa comunidad mercantil. El verdadero problema surge cuando la política, en este sentido, se construye sobre la represión de todo un vasto campo de intereses que exceden con mucho los puramente «mercantiles», «sociales», «jurídicos», «económicos», «distributivos». Estos otros intereses son los verdaderamente «políticos» y se relacionan con la supervivencia de la comunidad en tanto comunidad política.

«La política» como la designamos hoy es la política entendida desde el dominio de unos intereses muy limitados, incluso cuando un Estado inmenso se hace cargo de ellos como administrador omnipresente (Carl Schmitt lo llamaba «Estado cuantitativamente total», que se identifica con los Estados surgidos a raíz de las consecuencias de la 1ª Guerra Mundial). Lo que hay surge en el horizonte es esa otra dimensión reprimida de la política: la lucha por la supervivencia biológica, cultural y simbólica de la comunidad política. Es fácil entender por qué tiene que entrar en conflicto con una concepción y una práctica de «la política» que ve en la comunidad política una especie de asociación de usuarios de servicios.

El origen de la clase política española. En España, desde Cánovas por lo menos (en realidad desde las desamortizaciones: alguien tenía que encargarse del nuevo derecho de propiedad adquirido de manera fraudulenta), es cosa bien sabida que los abogados han ocupado los puestos avanzados de las élites políticas españolas en tanto «advocati diaboli» de los intereses privados transvestidos de intereses públicos.

El Régimen del 78 es la apoteosis de esta inflación de leguleyos, los mismos que hicieron esa magna obra del constitucionalismo esperpéntico. El derecho, en el puro sentido de los procedimientos más rutinarios, es la fuente de poder, prestigio e influencia por la que toda una clase subalterna (siempre ligada a los nuevos ricos favorecidos por cada época de desgobierno) se ha abierto las puertas del ascenso social.

Los ejemplares más grises de este vasto conglomerado, unido sólo por el interés de explotar las rentas de un Estado al que manejan a su antojo, son los que desde hace cuarenta años gobiernan y legislan, camuflados en las listas de los partidos como «representantes» electos, embozados de «expertos» en los cargos de confianza de los ministerios, abiertamente vividores, conseguidores y comisionistas en la mayor parte de sus actividades «paralelas». Vidas, en fin, nada ejemplares, pero que la propaganda del Régimen presenta como las de honrados y abnegados hombres públicos, solícitos del bienestar del «pueblo», al que dirigen una no menos solícita legislación.

«Timor Dei, principium sapientiae». El «pueblo» siempre y en todas partes lo ha sabido. Y Espartaco fue crucificado por no saber suficiente latín y no nacer judío para entender la gran máxima de los Libros Sagrados, de tal modo que, retraducido al castellano contemporáneo diremos: «La participación democrática es el comienzo de la sabiduría siempre que sepas elegir a un Señor y servir a un Amo, y aprendas a temerlo».

Objeto teórico fascinante. Una sociedad no tiene otras propiedades ontológicas reconocibles que aquéllas que vuelve trasparentes el tipo de Poder que la gobierna y la moviliza. El comunismo produce masa encuadrada en estabulización cuasi-animal; el fascismo, masa encuadrada en movimiento bélico ofensivo; los Estados continentales de Partidos, masas aserviladas de consumidores de «derechos sociales». La «democracia formal», ¿qué podría producir como «masa social» si existiera? No lo sabemos y eso me fascina como objeto teórico.

No hay libertad sin la pasión del orgullo. Pensar que uno mismo es mejor en cuanto ser pensante y ser moral que cualquiera de los individuos que ocupa la escena pública española es condición sin la cual ninguna crítica realista tiene un buen comienzo.«Yo no soy ni quiero ser como ellos» (me refiero a todos los miembros de nuestra clase dirigente) debe ser la máxima de todo hombre honesto, de todo español que no quiera ser cómplice de todos estos renacuajos espirituales.

Uno no llega a ser un verdadero «sujeto político», en ausencia de libertad política, más que a través de cierta arrogancia (y esto vale para los individuos y los pueblos). Se requiere mucha presunción, mucho orgullo herido, mucho amor propio ultrajado para llegar a las evidencias que deben conducir el pensamiento y la acción.

Quienes hablan de ciudadanía, de sociedad civil no acaban de entender que el trasfondo de nuestro malestar es de orden moral: cuando un número suficiente de españoles se proponga como gran meta no aceptar jamás que tipos encanallados, tipos vulgares, tipos hipócritas, tipos cobardes, tipos arribistas ocupen posiciones de poder, riqueza e influencia, porque ellos, todos ellos sin excepción, están muy por debajo de nosotros, entonces y sólo entonces algo verdaderamente nuevo estará en marcha.

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