Silenciosamente, los niños entraron en clase y se sentaron en sus pupitres. El viejo maestro carraspeó, pasó lista y garabateó algo en su cuaderno. Con parsimonia de espalda sedentaria se levantó, mandó abrir el cuaderno de la materia y escribió en la pizarra:
«El poder ejecutivo no puede ser el mismo poder que aquel que hace las leyes».
Un escalofrío recorrió las filas y algunos intentaron disimular mirándose con atención insólita las uñas sucias.
Observando una a una las caras, el maestro inquirió una interpretación de la frase. Detuvo sus ojos en el más estimablemente atolondrado y para su sorpresa pudo escuchar:
– Entonces, ¿su palmeta ya no dictará las normas de convivencia y se limitará a ejecutar los castigos y sanciones que el delegado de clase establezca y nosotros aprobemos por acuerdo mayoritario?
El maestro respiró profundamente y tras meditar un rato anotó un diez para el alumno más atolondrado.