BAUDRILLARD Y EL PENSAMIENTO FRANCÉS CONTEMPORÁNEO (2002-2004)

Se sabe que uno de los caracteres definidores del pensamiento francés desde los años 60 es su profunda aversión hacia las formas dialécticas del concepto y de la exposición, es decir, hacia la lógica de lo mismo en sus pasos de mediación, reconocimiento y diferencia como momentos de un desarrollo hacia la identidad absoluta, a lo que necesariamente se añade un rechazo visceral de cualquier modalidad de instancia transcendental, sea el sujeto o la historia, como lugar de tal identidad, origen y fin de lo mismo.

Gilles Deleuze ya había presentado una versión del pensamiento nietzscheano en clave antidialéctica y antihegeliana, interpretación dirigida contra la hegemonía incontestada del análisis existencialista, fundado en una extraña mescolanza de dialéctica, fenomenología y materialismo. Del mismo modo, Michel Foucault iba a publicar por las mismas fechas su particular Historia de la locura, un apasionado desmontaje de la racionalidad como forma histórica de la dominación en tanto principio de identidad reductora y aniquiladora de cualquier manifestación de alteridad. Empresa similar iniciaría Derrida respecto del lenguaje y la escritura en relación con la “metafísica”.

El trasfondo común de todas estas nuevas tematizaciones radicales de lo otro de la razón y la subjetividad modernas es bastante evidente, así como su intención última: se trata siempre de recusar, en buena lógica nietzscheana, el pensamiento de lo mismo, el pensamiento cuyo escenario es el sujeto y la historia en la construcción de una imposible identidad, de una imposible reconciliación final de los antagonismos, bajo la modalidad que se quiera.

Se intentará entonces una búsqueda intensa de lo otro, en la historia, en el sujeto, en el sentido, en el lenguaje, en la sociedad. Esta búsqueda apasionada del valor diferencialde las cosas necesariamente tiene que llevar al abandono de toda una tradición antropologista y humanista, lugar del desencanto al tiempo que de la dominación del principio de lo mismo.

Este “descentramiento” de la posición moderna del hombre, de la figura moderna de la subjetividad autofundante y emancipada, se podrá llevar a cabo a través de diferentes vías: el estructuralismo antropológico y linguístico, la crítica heideggeriana de la metafísica, el desmontaje nietzscheano de la racionalidad, la verdad, la moral y el sujeto, las ideas de Freud sobre el inconsciente o el análisis de Marx sobre la ideología y la mercancía, o incluso conjugando todas estas referencias mayores en una estrategia interpretativa fundamental.

De ahí que la figura de la verdad que está por venir sólo pueda expresarse en una lengua difícil, en una escritura cuyo principio ya no es el de la pura trasparencia del concepto y el desarrollo convenido del discurso, pues lo que falla es la evidencia de lo mismo, la evidencia de lo próximo, la verdad correctora de las apariencias reducidas a lo mismo del pensamiento. Se rechaza entonces la mera reflexión como el espacio de la verdad excluyente de lo otro. La mutua implicación de pensamiento y escritura es una de las piedras angulares de todos estos escritores-pensadores, para los que el lenguaje tradicional de la filosofía se ha convertido ya en un estorbo, en un lastre que impide la nueva libertad del pensamiento.

La seducción del propio lenguaje, la seducción con que el lenguaje implica al pensamiento para subvertirlo, se tematice o no abiertamente, es otro de los motivos fuertes del discurso filosófico francés, algo en sí mismo ya seductor, pues el desprecio por el lenguaje es una de las marcas identificadoras de todo el pensamiento moderno, que en su lugar ha colocado otras “cosas” supuestamente más originarias y fundamentales, determinando la conceptualidad como algo desasido de la carnalidad del lenguaje, de su efecto simbólico puro como desviación de la verdad.

Fuera de este horizonte filosófico pero ligado a él por lazos secretos y no confesados de una compartida radicalidad frente al dominio de lo Mismo, los textos de Baudrillard llevan lo otro a un espacio nuevo: el del cuestionamiento de la ilusión de realidad, tal como ésta se halla organizada en las sociedades occidentales, para lo que ofrece una nueva conceptualidad, una forma de tratar las oposiciones conceptuales básicas de nuestra cultura, no ya simplemente en el campo delimitado del específico discurso de la filosofía, siempre débil y seriamente envarado por una tradición inconmovible.

Cualquiera que sea el plano referencial de las ideas, a su vez en situación crítica, los conceptos, igual que los objetos, nunca funcionan ni especular ni dialécticamente: se enfrentan más bien en una dualidad agonística, donde uno no es negativo o la diferencia del otro, en su reflejo invertido, ni su coartada, sino su enemigo fatal que busca su abolición y su muerte. UN CONCEPTO ES LA ESCENA DE DESAPARICIÓN DEL OTROcomo el objeto lo es respecto del sujeto, o como éste lo es de aquél. Un discurso del pensamiento ya no puede funcionar como discurso crítico y reflexivo, ya no puede enredarse en una sutil dialéctica formal que, a la larga, es sólo una consolación de lo mismo en lo otro y viceversa. Baudrillard considera que hay que llevar, en la práctica del pensamiento y de la escritura, lo mismo hacia una alteridad radical en que se extrañe, sin que jamás ninguna reconciliación ideal haga el papel de mediadora o término final de la ilusión de verdad.

Así pues, la figura del pensamiento como apertura a lo otro ya no consiste en la reconciliación de los opuestos (a través de los conceptos sólo se intenta reconciliar la propia realidad), en la mediación de los opuestos, en la marcación de su diferencia: hay que buscar los irreductibles transversales a todas las categorías de la razón occidental. La tarea de este pensamiento se podría formular así: debemos romper todos los espejos que aún nos reflejan armoniosamente. Frente a la sujeción del sujeto cuyo trabajo es convertirse en espejo del objeto dominado, rechazo de la servidumbre del reflejo por un objeto desencarnado y en creciente acto de rebeldía. Lo otro se venga de lo mismo a través de la ruptura del cristal, del pacto metafísico de la trasparencia del mundo al pensamiento.

A este principio seductor de irreductibilidad e irreconciliación siempre le ha sido fiel Baudrillard, y precisamente esta forma de pensamiento le ha conducido a integrar lo reprimido históricamente por la razón productiva occidental como espacio de ambivalencia donde todos los reflejos se invierten: lo simbólico será lo que invierte y trasgrede el orden de los signos; la alteridad será lo que se opone tanto a la identidad como a la diferencia; la seducción será lo que desvía de su verdad y de su realidad al orden del mundo como producción; la singularidad será lo que rodea a lo universal para hacerlo implotar en su vacío; lo fatal y el destino serán lo que se opone a la historia narrativa convencional, a la idea de progreso o a la mera definición psicológica del sujeto-hombre (siempre se trata de recusar las causalidades “banales” con que el orden de representación del mundo occidental se conforma tan fácil como torpemente). Hay que sacudir violentamente la forma de estar constituidos el sujeto y el objeto como impasibles fórmulas especulares, modelos abstractos, y hoy moralizados normativamente, de simulación del mundo.

Es decisivo tener en cuenta esta figura del pensamiento como voluntad de no reconciliación con el mundo para comprender los textos de Jean Baudrillard en los términos, con frecuencia profundamente lúdicos, en que quieren ser entendidos, para no someterlos a una lectura digestiva y asimiladora: las ideas no son fuerzas (conceptuales y psicológicas) que se diferencien alternadamente en una oposición especulativa tensa creada por ellas mismas, con un dinamismo propio (de este mecanismo de trasposición extrae todo idealismo filosófico su fuerza y su debilidad).

Son formas radicalmente agonistas, antagonistas, duales, que no buscan producir efectos de sentido al precio de su reconciliaciíon en no importa qué término mediador, pues el sentido siempre está en otra parte, nunca es la identidad de lo mismo que se cuenta su propia historia, pero esta historia siempre está abierta a la reversión de los efectos de sentido. Así, la pareja producción/seducción: la producción es la figura moderna de la racionalidad, es lo que hace que el mundo sea real en cuanto evidencia absoluta de sí mismo y por tanto es también lo que acaba con la ilusión y la seducción, pero a su vez, éstas, en cuanto formas puras y maléficas de aparecer el mundo, resisten y subvierten el orden dominante de la producción.

Por tanto, no hay que dialectizar nunca esta configuración extrema de la conceptualidad si no queremos caer en contrasentidos y malentendidos penosos. En la lógica de este pensar, el sacrosanto principio de no-contradicción queda en suspenso: lo que es, puede no ser, y lo que no es, puede ser. Esta indeterminación del principio es la esencia misma del simulacro y de la simulación, definida metafísicamente: donde hay algo puede haber también nada. El simulacro se encarga de efectuar por su propia cuenta este proceso de sustitución, propiciando en la indiscernibilidad de su condición simuladora, esta discontinuidad de lo ontológico: la presencia se convierte en la evidencia de un no ser, tal como en el propio Heidegger la nada era “el rostro” que velaba el ser.

Si la función última del simulacro es metafísica, es que efectivamente estamos en el momento decisivo de realización de la metafísica en la técnica: el simulacro consiste en “hacer las veces” de lo que ya no existe pero continúa estabilizado en una presencia vicaria (todas las categorías rectoras de la Modernidad han entrado en este estadio de indiferenciación, destruidas desde dentro por su propio formalismo: lo social, la historia, lo político, lo jurídico, lo estético y la moral).  La tarea de llevar a cabo la implosión de todas estas categorías ha sido el verdadero trabajo “subversivo” de Baudrillard, para lo cual ha tenido que ponerse fuera de la circulación de todos los ámbitos académicos dominantes.

De ahí: simulación del principio de la relación social y política, simulación del destino en una historia que cae detrás de sí misma, simulación de la belleza en el orden de la instantaneidad combinatoria, simulación de la verdad en un dispositivo de sujeto sin objeto. Según Baudrillard, si todas estas “buenas cosas” caen en lo real, desaparecen, ya que su principio no es lo real sino la ilusión. La producción sistemática de estas cosas como evidentes y absolutamente reales es el principio de su desaparición. Donde ya no hay nada, aparece el simulacro cuya evidencia es mayor aún que la de lo real. Por ello, en todas las áreas de la realidad, lo que subsiste es un efecto de realidad, de sentido y de verdad, simplemente producido y reproducido por la simulación. La pérdida de ser sólo puede compensarse con los signos de su permanencia simulada, de su evidencia redoblada en el vacío.

Para que entendamos esta formulación del principio de irreductibilidad y alteridad radicales, el único quizás adverso y hostil a la simulación desde la perspectiva actual del pensamiento, podríamos desdialectizar la figura hegeliana de la relación ambigua entre el amo y el esclavo. La forma dialéctica de esta relación es bien conocida en los pasos de su narrativa conceptual: desdoblamiento de lo real en sujeto y objeto, posición y negación de los términos opuestos pero que comparten una esencia común, reconocimiento del uno en el otro a través de esta esencia, pérdida de la esencia en uno, recuperación de la esencia perdida, superación final de la diferencia a través de los rodeos de la conciencia, por tanto, identidad de las contradicciones aparentes en la construcción final de la verdad como resultado de un proceso diferenciante, el cual consiste en este movimiento de lo mismo que pasa a lo otro, para volver finalmente a lo mismo, al sí mismo inicialmente desprendido y negado. Es la forma constitutiva de toda dialéctica: la diferencia es algo meramente “puesto” por el pensamiento en su búsqueda de sí mismo como identidad absoluta.

Lo puramente pensado para este pensamiento sólo reviste dos formas: la identidad lograda como verdad y la identidad fallida como alienación de la verdad. Gracias a Marx, este movimiento especulativo pasa a lo real como crítica de las ideologías y de la alienación humana por la economía política capitalista (con Feuerbach el mismo movimiento había pasado, en una primera estación desmitificadora, a la crítica de la religión en nombre de la “verdadera” humanidad), se ha extendido luego a todo el pensamiento crítico contemporáneo, materialista o idealista, hasta el punto de banalizarse, desde hace medio siglo, en conciencia común del progresismo intelectual moralizante: su principio hegemónico es siempre la superación de la diferencia en la identidad de lo mismo, es decir,  un devenir sujeto sin otro, reducción consiguiente de la alteridad en términos de identidad y diferencia, que a través de los procesos sociales de liberación desemboca en la mera igualdad de lo mismo con lo mismo, a su vez entendida banalmente en términos moralizantes y jurídicos positivos.

Esta devoración de lo mismo actualmente invade también el campo del inconsciente tecnocientífico dominante, en especial a través de la experimentación genética. Aquí es justamente donde la lógica del capital se da la mano con todo el pensamiento crítico contemporáneo: la mercancía es exactamente esta misma reducción de todo a la identidad absoluta del puro valor de cambio, lo que a su vez impone la uniformización total de las condiciones de vida de todos los pueblos, de todos los individuos, convertidos en unidades equivalentes para un cálculo interminable.

Baudrillard dice, criticando precisamente esta idea debilitada y común de diferencia: el paria no es el otro del bramán, su destino es otro. La alteridad, no la diferencia, entre uno y otro es tan radical, tan irreductible que, propiamente hablando, no hay diferencia entre ellos, porque no hay comparación, porque no puede haber ninguna forma espontánea de reconciliación en una identidad de naturaleza común, al tratarse aquí de dos destinos disímiles, y los destinos son fatales, no se concilian jamás en una unidad final.

Cuando, como ocurre actualmente, la dialéctica como estructura del movimiento de una sociedad escindida en sujeto y objeto, se psicologiza y sociologiza, entonces resulta posible, y se considera un progreso moral y político, poner las cosas sobre un plano de diferencia, identidad e igualdad final, anulando los efectos extremos o meramente aparienciales de un desenvolvimiento contrario de lo real fundado sobre la alteridad radical. Entre otras muchas cosas, la “rebelión de los esclavos” en Nietzsche es la constatación de este proceso irrefrenable de liquidación de la alteridad, la imposición de un devenir de lo mismo a lo otro, el sometimiento embrutecedor de todo a una identidad moral, psicológica, política, donde todo a su vez debe quedar por fin reconciliado, es decir, nivelado, en el grado cero de la alteridad.

Sin embargo, Baudrillard insiste en afirmar que la alteridad no es algo dado a un pensamiento para que reconquiste su verdad, es más bien una figura del destino, mientras la identidad y la diferencia, pensadas y realizadas a la manera moderna, son simples figuras de lo mismo a la búsqueda del otro que devendrá, tarde o temprano, el mismo que él mismo. La abolición del destino del otro y la abolición del otro como destino constituye el doble movimiento de la lógica interna de la Modernidad, de la sociedad occidental, toda ella vinculada históricamente al despliegue de este pensamiento de lo mismo en proceso de reconciliación con lo otro: reducción planificada y a la fuerza de lo otro a lo mismo. Es el principio más auténtico de la racionalidad calculadora occidental y la condición misma del cálculo. Ningún lamento moral puede hacer otra cosa que reforzar este principio, que es a su vez, la forma histórica del pensamiento occidental.

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