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La inversión moderna de la negación del cuerpo por el dualismo ontológico (que negaba el cuerpo sólo para afirmar la autonomía del espíritu) tiene como resultado generalizado un estado de conciencia muy extraño, bastante difícil de concebir o definir: el cuerpo afirmado frente a su polo opuesto se parece cada vez más a un escenario informe donde operan todas las manipulaciones estratégicas de unos sistemas de signos desimbolizados, totalmente desencarnados (ocurre muy visiblemente en todas las modas actuales que tienen al cuerpo como espacio semiológico: el tatuaje, el “piercing”, los tipos de bailes juveniles).
El cuerpo sin espíritu, sin poder de trascendencia, sin capacidad de encarnación y verdadera metamorfosis simbólica, sin forma, sin coacción tradicional de las apariencias, es por antonomasia el cuerpo desnudo, pero el cuerpo desnudo sigue siendo tan sólo un signo que quiere jugar algún juego para el que, al perder todas esas otras dimensiones del velamiento, ya no está investido.
Este cuerpo moderno, abandonado a sí mismo, a su propia penuria simbólica, pierde justamente su alteridad, es decir, su otra realidad, la de la sombra que lo protege del total desvelamiento y de la total pérdida de la ilusión.
La dialéctica del pudor, de la honestidad, de la seducción quedan de un golpe suprimidas, y con ello también se pierde el juego todopoderoso del imaginario que viene a reflejarse en lo carnal. Incluso esta dimensión más reciente, procedente del idealismo y el sentimentalismo modernos, la dimensión de los signos corporales del ánimo y del alma ya no es perceptible ni digna de goce para nosotros, condenados como estamos al desnudo semiológicamente organizado y difundido, reproducido ahora con total espontaneidad en todas esas “performances” inútiles.
No son mentes conservadoras o reaccionarias las que mejor han reflexionado sobre estos temas. Pienso en la función del erotismo en las novelas de Kundera o en el pensamiento de la seducción de Baudrillard. Ambos son dos de los intelectuales europeos más sensibles a la dimensión simbólica del cuerpo y sus ideas han surgido sin duda en contraposición al estado de delicuescencia en que entramos a partir de los años setenta, cuando el cuerpo, por fin “liberado”, ha perdido con ello el “aura” del espíritu, el juego de los signos y de la ilusión.
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Así pues, será finalmente posible elegir el sexo deseado para el hijo. Lo que entra en un nuevo campo de prácticas, que presentan todas un aire de familia y que sin duda responden a ciertas pulsiones que caracterizan al universo mental moderno y tal vez a su “metafísica” en acción, energía puramente pragmática de un ser convertido en información: el control de la fertilidad y la reproducción por procedimientos como la inseminación artificial y pronto la clonación, la remodelación de los cuerpos por la cirugía plástica, el aplazamiento de la vejez por los tratamientos “anti-edad”, la anticipación del conocimiento de enfermedades futuras según la disposición genética del sujeto, la supervivencia artificial en situaciones de coma indefinido, todos los dispositivos de seguridad por identificación sin residuo.
Todos los temas se mezclan: en todos los casos la libertad del sujeto acaba siendo asumida por él mismo de la peor manera posible o se le obligará a hacerlo por algún artefacto benefactor del que ya no podrá prescindir. En realidad, esa libertad hipotética acaba siendo asumida por cualquier cosa y cada uno la gestiona a la carta, sea como déficit o sea como exceso.
Una libertad sólo es completa cuando el grosero determinismo de las condiciones de la vida ha sido dominado, cuando el azar ha sido sometido, cuando la propia fatalidad ha sido desviada. No debe quedar ningún residuo de negatividad, ningún obstáculo que atente contra la libre opcionalidad del mundo disponible. Hasta la menor posibilidad de incertidumbre debe ser reducida o se corre el riesgo de caer en lo real.
Todas estas prácticas se dirigen a la creación de un cuerpo, cuyas funciones biológicas, cuya apariencia, cuya enfermedad, cuyo devenir quedan sometidos a una reorganización en profundidad que afecta sobre todo a lo que, constituyéndolo, sin embargo le hacer también ser “otro” o poder llegar a serlo.
Todas esas alteridades del cuerpo deben desaparecer para dejar en su lugar resplandecer la verdad de las tecnologías del cuerpo, como en el arte la obra es sustituida por la tecnología de la obra o en la guerra, el acontecimiento antagonista y la adversidad compartida son sustituidos por la mera tecnología de la guerra. Una vida que ya sólo es posible a partir de la supresión del contexto vital.
3
Parece ser que el Ejército de los Estados Unidos de América está experimentando con unos modelos futuros de soldado tecnológico indestructible, apto para la guerra virtual, para los «wargames» que se avecinan en el horizonte. Según el principio de que las máquinas inducen máquinas, y la vida es el derecho más sagrado que existe en Occidente, donde según Baudrillard, el muerto ya ha ocupado el lugar del vivo, el soldado debe pasar a convertirse en una máquina perfecta, no tanto de matar como de no ser él mismo muerto, pues lo decisivo en la «guerra limpia» es sobrevivir después de matar, según este mismo orden de prioridades.
Orden dudoso que sólo significa una inmensa cobardía, un terror sobrecogedor a lo real mismo, no ningún heroico humanismo positivo (hoy todo humanismo tiene por meta proteger al hombre occidental de la realidad «hostil», pero la realidad es cada vez más lo hostil en tanto que mera realidad).
El «soldado letal», el «cibersoldado» que se está probando en Lousiana está dotado, entre otros, de los siguientes automatismos informáticos y químicos:
a) un traje de camuflaje químicamente tratado a fin de repeler insectos nocivos y cambiar de color según los entornos;
b) un dispositivo de mapas computerizados proyectados a través de un visor a la altura del ojo derecho, con panorámicas del terreno, lo que ya no hace necesario exponerse al fuego enemigo;
c) unas armas de asalto equipadas con miras térmicas, con la capacidad de hacer blanco en cualquier objeto que desprenda calor;
d) un ordenador personal sujeto por la cintura, que puede enviar fotos del campo de batalla a sus compañeros, con lo que así pueden precaverse y prepararse para el ataque.
Este soldado de la era digital es el que corresponde lógicamente a la guerra convertida en guerra virtual, es decir, en una guerra donde todo se juega entre máquinas y dispositivos tecnológicos, una guerra en la que finalmente se ha abolido la muerte de los que detentan semejante aparato técnico, si bien, he aquí el problema, no evita la muerte del enemigo, el cual ya no es entregado a la crueldad subjetiva del lance, del cuerpo propio y del cuerpo del otro en un espacio común y compartido, del encuentro inesperado o planeado, en el que juega la cautela o el arrojo, la astucia y la táctica sobre la marcha, sino que el enemigo queda a merced de la arbitrariedad objetiva de las máquinas a distancia, entregado a la pura operación «científica» de su exterminio programado, irremisible y aleatorio. Los doscientos mil muertos «directos» de la guerra del Golfo dan buena cuenta de los efectos benéficos de las nuevas formas de guerra virtual, a mayor gloria del humanismo occidental.
Hoy ya conocemos cómo es esta guerra, por varias experiencias, la del Golfo (1991) y la de los bombardeos sobre Yugoslavia (1999), en primerísimo lugar. Intentan convencernos de que se trata de una «guerra limpia», basada en operaciones «quirúrgicas» muy localizadas sobre infraestructuras básicas (prácticamente idénticas a las acciones de un comando terrorista, he ahí esta indefinición profunda que empezamos a experimentar perplejos: las operaciones policiales de «pacificación» son exactamente iguales a las propias operaciones terroristas, valgan como ejemplo los bombardeos norteamericanos sobre objetivos concretos acusados de colaborar con el terrorismo islámico mundial), pero sabemos perfectamente que sus efectos devastadores son aún mayores que los ocasionados por las formas bélicas convencionales: si en éstas la población civil puede sufrir, sin embargo existen frentes más o menos estables en los que se desarrolla la acción, aunque, por razones puramente políticas, las operaciones puedan extenderse sobre la población civil.
El biopoder contemporáneo hace la guerra centrándola sobre todo en la consecución de sus propios objetivos como biopoder: la aniquilación de la población civil y de las infraestructuras del Estado enemigo es su condición, de ahí el aspecto monstruoso que presenta la guerra en el siglo XX.
La población civil es sólo una más de esas infra-estructuras condenadas a la destrucción y el exterminio y, psicológicamente, la guerra contemporánea se entrega a ello casi con más violencia que la que utiliza en la dimensión propiamente guerrera. En sentido estricto, la guerra no es nunca nada más que una de las fases extremas y paradójicas de la realización del propio capital en tanto que tal.
Con la guerra virtual y el absoluto dominio de la técnica, ya no hay propiamente hablando frentes, ni siquiera verdaderas operaciones estratégicas, tan sólo quedan unos objetivos desvalidos señalados en un mapa, sobre los que caerán toneladas de explosivos, sin que jamás lleguen a conocerse las razones y los efectos de semejante proceso, aparentemente enloquecido y sin dirección.
Esta guerra, que ya no lo es, lleva el principio de disuasión de la guerra al corazón mismo de su estrategia, que a su vez es ausencia de estrategia. Con lo cual, en el fondo, lo que triunfa, ya definitivamente, es la forma generalizada de la disuasión, mediante la infinita superioridad del poder tecnológico, que siempre está en las mismas manos y por ahora no es intercambiable por nada.
El cibersoldado entra de lleno en la problemática autoparódica de la simulación aplicada y excesiva, es decir, es la simulación misma en acto: lo que aquí se simula, como casi siempre ocurre en las tecnologías actuales fundadas sobre la virtualidad, es la perfección total de un dispositivo logístico acoplado al hombre como una segunda naturaleza, una especie de prótesis a gran escala que cumple todas las funciones que él va estando progresivamente incapacitado para realizar de manera autónoma, resolutiva y fatal, si se quiere.
Aquí no hay que llevarse en modo alguno a engaño: si el hombre renuncia cada vez más a su independencia como hombre, es porque tal independencia, tal autodeterminación, hasta en los menores detalles de su existencia, le resulta ya inverosímil e improbable, incluso seguramente insoportable, y por ello, debe desaparecer y esconderse en los pliegues benignos de esta segunda naturaleza. Su existencia en tanto que tal existencia es lo queda puesto entre paréntesis.
No hay que confundir esta evolución tecnológica, en sus dos ámbitos mayores, cibernética y biogenética, en toda la amplitud y multiformidad de sus derivados, con un mayor grado de cultura, de civilización ni nada parecido.
Las tecnologías virtuales son por definición involutivas, regresivas en muchos sentidos, pero en especial en aquel en que suplantan el destino, haciendo ya casi imposible el afrontamiento «real» del hombre con el «mundo real». Se puede ensalzar este proceso en nombre de lo que sea, a la larga casi nunca se piensa en los verdaderos efectos, en las verdaderas repercusiones, nada hipotéticas, de esta suplantación forzada de capacidades y habilidades humanas entregadas a la pura reproducción perfeccionada por dispositivos virtuales.
Así, en este simulacro de soldado de infantería perfeccionado, es precisamente lo perfecto lo que produce un sorprendente efecto de inverosimilitud, el grado de supuesta superioridad que le concedería sobre un enemigo improbable, pues, efectivamente, la técnica virtual sólo concede una existencia virtual, vale decir, sustitutiva, vicaria, a aquel o aquello que lo utiliza como «medium» de un dominio de la situación «real», máximamente abstraída, devuelta a sus datos más previsibles, y por ello, incapaz de afrontar lo real en cuanto fatalidad, riesgo, peligro o decisión.
Ahora bien, la obsesión moderna, la obsesión absoluta es la seguridad, la protección, la búsqueda de la suspensión definitiva del riesgo, de todo lo que signifique una no previsión, una no determinación previa bajo coordenadas abstractas y extremadamente simplificadoras por su abstracción misma. La guerra es de hecho un territorio experimental, como tantos otros, de este dispositivo general de aseguración, previsión y control: las técnicas virtuales son, por ahora, la forma más avanzada de este delirio asegurador y determinista.
En el fondo, es la propia voluntad humana la que pierde la partida al realizarse de manera absoluta como voluntad de aseguramiento extremo, de sobredeterminación radical de lo real, sea en la guerra o en sea cualquier otra cosa.
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Los ancianos en círculo de diez o doce rodean a la instructora o el instructor. Un niño de pocos años ríe muchas veces más que un anciano. Los ancianos aprenden a reír. En comparación con los niños, los ancianos padecen un desajuste de su funcionamiento que exige un arreglo.
En la vejez, el hombre es el animal que va dejando de reír, lo que sin duda plantea un problema, el de la calidad de vida en la tercera edad. Para alcanzar un estado de risa adecuado, ahora a los ancianos se les reúne en grupos de terapia colectiva a los que un animador social convenientemente preparado enseña los rudimentos de la risa, practicando con ejercicios y situaciones recreadas o simuladas que permiten el desentumecimiento de los músculos faciales de la risa.
En las imágenes que ofrece la televisión se ve a los ancianos intentar reír modosamente con una risa impostada. Esta mueca de risa forzada es una forma de violación y de violencia infligida por la buena causa, la de la inevitabilidad de la beatitud socialmente administrada: las buenas intenciones de la empatía social obligatoria no dejan residuo.
Esta felicidad impuesta debe unirse a otras muchas de las manifestaciones actuales del control social, que ha pasado de la época de la disciplina a la fase “cool” o “light”, la de la máxima difusión de los principios modernos realizados de forma autoparódica, en este caso, la burla del derecho universalmente humano a la felicidad es lo que se realiza de manera desatinada.
Antropológicamente hablando, hay que desaprender todo lo que la experiencia humana del dolor, la vejez, la enfermedad, el sufrimiento, la pérdida de la memoria, el alejamiento de los otros, el ingreso simbólico en el mundo de los muertos, nos ha enseñado a lo largo de toda la fase de formación de las sociedades humanas. Actualmente, la falta de risa es casi tan escandalosa para nosotros como la pérdida de memoria en la vejez: un hombre que no ríe no es un hombre que pertenezca a este orden social en vías de desimbolización.
Como la penalidad oprobiosa de las tetas pequeñas o los penes cortos, la risa de los ancianos debe ser remodelada, y a falta de cirugía en este caso, bien está el reaprendizaje forzoso de una risa en forma de semi-prótesis somático-espiritual que viene a negar irónicamente la creciente flojedad del cuerpo envejecido. Porque precisamente a través de esta cirugía por los signos, lo que se trata siempre es de negar la vejez como tal vejez, como ineluctable edad humana con sus rasgos propios, es decir, con su específica alteridad. En todas partes se practica la misma supresión contextual de los signos humillantes de lo negativo.
Me pregunto si esta risa coactiva, arrojada como vejamen a la ancianidad, no será ya una anticipación en el cuerpo vivo de la mueca facial de leve sonrisa que los especialistas de las funerarias logran componer manipulado los músculos ya casi rígidos de la cara del muerto.
En ese caso, sería fácil adivinar lo que realmente hay detrás de la risa, y en general, detrás de toda prótesis, de toda cirugía, como actualmente se practican: una anticipación inconsciente del estado de corrección y perfección del cuerpo en el momento previo a la descomposición, o bien este impulso responde también a la idealidad del cuerpo resucitado y reintegrado a su perfección primera.
Pero sabemos muy bien que todo lo que se perfecciona en una positividad supletoria intenta anular la pura fatalidad de vivir, pero por ello mismo, la perfección es tan sólo la imagen que queremos ofrecer a la muerte para burlarla.
Dicho de otra manera, engañándonos creemos engañar a la muerte. En la medida en que estamos vivos (un estado bastante difícil de demostrar en la actualidad), siempre es ya demasiado tarde para ninguna perfección.
Si alcanzamos la perfección, eso es así porque ya no estamos realmente vivos: no se puede nombrar este estado intermedio y contradictorio, que ciertamente jamás ha sido conceptualizado por el pensamiento secular, si bien algunos rastros podamos encontrar en las formas arcaicas de la representación religiosa de la vida, por ejemplo, en todo lo que se refiere a los estados ascéticos y místicos intermedios entre la vida y la muerte.