LA LIBERTAD AUSENTE (2004)

Lo que se piensa sobre el estado presente de la idea de libertad da la medida de los que disponen de la paciencia, el tiempo libre y la bondad de ocuparse de asuntos como éste. Para decir algo sobre una cuestión así, no bastan las reservas mentales a las que estamos acostumbrados.

Éstas, cuya profilaxis se extiende a medida de lo insoportable, ya no nos protegen de lo peor, ni siquiera de lo meramente imaginable como peor. La idea de libertad es una de esas cosas sobre las que se puede enunciar cualquier verdad razonablemente verosímil, compartible por casi todo el mundo.

En este trapecio conceptual se han hecho ya demasiadas piruetas, se han practicado ya todos los saltos mortales. Mucho más interés ofrece el intento de definir paradójicamente un objeto que puede encontrarse en vías de desaparición.

Es fácil percibir aquí y allá la creciente sospecha de que la libertad, pese a las apariencias de un mundo que cree haberla realizado hasta sus últimas consecuencias (y de hecho vivimos en ellas y de ellas), ya no está en condiciones de responder de sí misma, de lo que es, de lo que fue y de lo que ya no será.

Entre nosotros va surgiendo una convicción penosa, pero ella misma liberadora: nuestra idea de libertad no es más nuestra libertad realizada. Actualmente, una afirmación como ésta suena muy fuerte, puede ser francamente aborrecible, quizás porque la libertad ha vivido durante demasiado tiempo a expensas de nuestras ilusiones y esperanzas, alimentándose hasta la atrofia en un régimen de consuelos profanos que mezclaban promiscuamente, muy al estilo occidental, la idea con lo real, postulando que la idea debía regir los patéticos senderos de lo real.

Condenarla a no ser más que una realidad ya consumada es asignarle un destino demasiado bajo y vulgar, por lo menos presentará este aspecto a los que la conciben en el sentido ilustrado del motor ideal de la “emancipación de la Humanidad por sí misma para sí misma”. No está bien dejar que los “grandes valores” se confundan con la banalidad.

Pero si aceptamos, como seguramente estamos obligados a hacer, que la verdad y el bien no han gozado tampoco de mejor destino entre nosotros y ambos se han precipitado en modalidades abiertamente triviales, no vemos por qué no deberíamos permitirnos conducir la idea de libertad a un mismo horizonte de precariedad y consunción.

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