Cuando cualquiera, en cualquier momento, se pone a contarte su vida, es que poco debe de valer esa vida ante sus propios ojos, si tan sólo es algo de lo que uno puede hacer una breve y no solicitada narración, en la que, por supuesto, la mayor parte de los datos están trucados por mil y una variaciones etílicas de lo mismo multiplicadas a su vez por una y mil tergiversaciones de lo mismo. Pero es lo que debe suceder a la hora de la última copa, siempre la última copa.
Hasta los más adustos abandonan toda resistencia en esos momentos delicados.
Cuando además se tiene cara de idiota, ya no te libra ni Dios de tener que poner cara de idiota ante la enésima versión apócrifa de las venturas y desdichas vitales de un desconocido que se esfuerza insensatamente por dejar de serlo para ingresar en el círculo nada privilegiado de los así llamados «amigos».
Y no haré responsable al alcohol ni a la soledad, ni siquiera al matrimonio oficial y documentado: es sólo un modo de comunicación en el desierto de la ciudad, probablemente el único que queda en que sobrevivan los residuos aún denominados personas, las cuales, cuando se convierten en seres humanos, dan asco, y ocasionan no pocas interferencias en la ligeramente acanallada señal que emiten en una sociabilidad deletérea.
Todos hemos sido alguna vez sujetos confidenciales, a sabiendas del ridículo y la grosería de parecerlo, un mal momento lo pasa cualquiera, pero lo imperdonable es perseverar en ello y aún más abochornante regocijarse y convertirlo en estrategia.
Imaginad entonces lo que podrá significar convertir la vida en discurso.
Todas las vidas se parecen demasiado, raramente se conoce el suceso fatal, y las anécdotas que salpicotean nuestras pobres conversaciones cotidianas no exigen de nosotros más que paciencia y buena educación. La distancia, dondequiera que la situemos, en un orden igualitario y alterófobo (?), siempre estará muy mal considerada, recibirá todos los desprecios y será condenada como execrable antipatía.
Pero se necesita una falta de pudor casi heroica para estimar que la propia vida merece alguna atención, algún interés, cuando nos cruzamos por la calle con miles de seres como nosotros, tan abatidos o entusiastas o indiferentes como nosotros. Nos han podado tanto por abajo que ya nadie destaca sino por lo que tiene de idéntico a nosotros, no siendo lo exótico o pintoresco más que una discontinua diferencia amortiguable por la terapia del recuento cuasiclínico (la TV no hace otra cosa).
Todas las sociedades han conocido alguna medida para valorar lo que debe acceder al signo, a la representación, nosotros ignoramos por completo cualquier jerarquía de niveles de representación, al haber perdido también cualquier «ontología» fuerte de las cosas, lo que significa no exactamente un gran activo en libertad ni tolerancia, sino más bien un enorme pasivo traducido en incapacidad enfermiza de valorar e imponer un valor como tal valor.
La crítica nietzscheana del carácter débil y debilitador de las valoraciones occidentales modernas sigue siendo válida, y aun habría que ampliarla radicalizándola más allá de las esferas ocupadas por la religión y la moral: la situación actual surge no tanto de un exceso de valoraciones, cuanto de una carencia absoluta de voluntad de valorar lo que sea, dada la indefinición, precisamente global, en que se nos obliga a vivir respecto de casi todo. Claro, entonces ya sólo queda hablar de la propia vida, cuidar el propio cuerpo, desustancializarse un poco más en el ocio y el tiempo libre.
Pero aquí el «incipit tragoedia» nietszcheano deja de tener resonancia y su eco se apaga en una nada llanamente orgullosa de su condición.
Que nos descarguemos de nosotros mismos a través de la ausencia de criterio no es malo individualmente o incluso dentro de un grupo minoritario, por ejemplo, desde la actitud del escepticismo. Lo que constituye una catástrofe de dimensiones aún inexploradas (pero cuyos síntomas cada vez son más violentos, aunque su significado esté aún por adivinar), es esta pérdida cuando ocurre colectivamente, cuando todos somos convertidos a la fuerza en seres sin atributos, y ya pueden predicar la moral, el derecho y la filosofía sobre las cualidades genéricas del hombre si nosotros, los que hoy gestionamos nuestras vidas sobre los desechos del valor, apenas conseguimos discernir más que la sombra espectral de antiguas valoraciones ahora inútiles.
¿En nombre de qué se le puede decir a nadie: haz esto, piensa eso, compórtate así, elige aquello, entrégate a esto otro…? Lo inverosímil para la imaginación es que se pueda vivir así, pero el hecho definitivo es que se puede vivir sin más.
Socialmente, ya hace tiempo que estamos domesticados para aceptar lo que sea gracias a los medios de comunicación de masas, cuya principal función reside en esta pacífica erradicación de todos los criterios de autenticidad y todos los valores diferenciales: lógica de indiferenciación que triunfa actualmente en todas partes sin oposición visible.