I Acuciado por el tiempo, testigo de su frenética desaparición, en cualquier sector equidistante del centro de cualquier ciudad, entre tentáculos distendidos por el ocio sabático: un corazón que late en la inercia. Ver ese azul despejado de un día de finales de septiembre, una ocasión para ofrecer una muerte ficticia. O existir sin rencor en esta fábula indiferente a lo real y su impotencia de sentido, más acá de la integración mística en el cuerpo de la humanidad que puebla solitaria los hipermercados. Pero también mi vida forma parte de un cálculo que yo no opero y habito la soledad nada más que para sentir la inhumanidad de una condición inaparente. II No conocí una época feliz, ese tiempo mítico con que justificar una vida hecha con pedazos de figuras anteriores. No hubo una época dichosa que encarnara por un momento febril la sola razón de ser de un destino cualquiera, tardío ya quizás en su madurez prematura. De todo en cuanto me vi implicado sólo guardo memoria de un devenir ajeno del que no formé parte, pero me arrastraba fingiendo ser expresión de una voluntad objetiva más irresistible que la necesidad. Ahora sé que mis ojos cansados no han retenido la luz de ningún instante cuya belleza resplandeciese entre la mansedumbre hastiada del horizonte crepuscular, demasiado escrito con fuego en la carne endurecida por la soledad. Pero la serenidad no buscada acude al corazón, como ave de mar largo tiempo perdida en el azul estático, y apenas luego retorna al nido, conoce ya la costumbre de un vuelo más moderado y la frialdad de los vientos a su paso. III Ya no esperaré: las palomas se han marchado, los últimos arrullos de los machos que henchían las plumas del pecho han desaparecido ahogados por el estrépito de la ciudad. En los parques crepusculares es la hora en que las parejas adolescentes ejercitan con candor no aprendido sus bocas y sus manos. Las primeras farolas se encienden, cuando la tarde moribunda pone una mueca como de invitación a la carne hastiada. No queda nada para el recuerdo, el pasado siempre tuvo la impaciencia de hoy. La poesía fue eso: la compañera que un buen día nos abandonó, porque ya no pudimos ser dignos de ella. Luego, otras compañeras de ocasión vinieron y pasaron, pero el cielo permanece abierto. Y el amor se hace de hábitos indecisamente llevados con la mansedumbre que dejan las pasiones apagadas en la oscuridad fosca de la memoria -allá en su reino exánime-, donde sobrevives a través de la ficción de un ser irreal rodeado de seres irreales. IV Violencia del viento del mar: la mañana esperaba larga tormenta que batió brazos tremolantes de palmeras en avenidas desoladas. Tiempo que ha transcurrido como un vómito inverso. Llamarada de un cuerpo exhausto, envuelto en el hábito de la extrañeza y el asombro. Cambio de lugar, mancillada libertad, desasistido en una plenitud calcinada por soles ocultos, reiteración de horas que contienen demasiados adverbios de tiempo posible. Reposo en el seno de la joven noche pensativa, fija la mirada en el aparato de televisión. La duración exterior no mía me posee en el abrazo y en el olvido. V Cerca, casi junto a mí, en silencio, el mar no conoce este doloroso movimiento compulsivo de la ciudad a media tarde. Su ritmo natural va marcado por un orden superior, ajeno a esta violencia que exalta la emancipación de una humanidad sin objeto. Y todo lo que este mar desconoce me parece más valioso que todo conocimiento. El tiempo que se ha vuelto irreal y el lenguaje vacío. VI Domingo casi invernal, de cielo sucio como ojos recién abiertos. Como nosotros, un gozne que hace girar sobre nada. Es la espera inagotable que se agita como un pájaro cautivo entre las sienes: el nudo sentimiento de lo vivo, la inhábil amistad con las cosas, la ternura inerme de los seres a los que la sonrisa convocaba a la existencia compartida. Mi tiempo permanece disponible, pero ya no cree en las encarnaciones. VII Dulce melancolía, no eternices cielos, pues nuestro tiempo no es común. Deja la ventana abierta, aunque la luz tampoco nos es común, y seguimos mirando a través de párpados cansados, jóvenes párpados sin sueño. Sí, nadie nos espera, cuando las calles delaten su limpia miseria de domingo (no hables de lo que está por venir). Si quieres, todavía pasearemos, una vez más, así sin nostalgia, nuestro silencio carece de retórica, también los ojos enrojecen de frío, qué rara fue la lluvia sin querer, desde entonces tanto odio sin sosiego. Si estamos vivos, lo logramos a pesar de los vivos. VIII Sol engañoso, tu caída demorada en la ciudad tristemente marina y tu viento no tienen nada que susurrar en la noche. Tu luz, ciudad, es luz agotada y demasiado joven; tu gente pasa sin parar, porque nada es estable aquí, nada puede amarrarse en su quietud de mar parejo. Quizás pudiste ser bella en la lejanía olvidada de la infancia, si una mano amiga me llevaba, cuando septiembre empezaba a emborronar los cielos y los niños abandonaban, gatos retraídos, los parquecillos de sus últimos juegos. IX Noche, mucho te he traicionado, también la fidelidad acaba cuando el hombre quiere estar solo y la mirada en torno se agota en reflejos que traen imágenes del desprecio. Mucho nos hemos traicionado, confiados en nuestro mediodía sin retorno, pero la confianza va siendo escasa y la luz no alumbra más que la miseria del hombre que tiene que estar solo, y la ceguera es profunda y callada. X Ciudad sin iglesias ni palacios de memoria callada y tenaz, campanas nunca te suenan en la lejanía, entera residencia sola que duerme o huye, por única bandera de reconocimiento yergues el viento y la brisa de un mar tranquilo, y te coronan nubes bajas que avanzan entre palmeras polvorientas y enanas, desde el occidente donde otro mar te envía otra luz, otro aire más puro. Mi cuerpo ha estallado como un sol disperso en el agua. Pero quién podría encontrar su diamante justo, entre tanto cristal falso y quebradizo en que descansa el reflejo de la suciedad satisfecha, los tiempos muertos, las palabras fatigadas, los pensamientos sin sendero... XI He leído la rugosidad sutil del cuerpo como la de un papel escrito al sol del tibio atardecer del otoño, textura dócil a las manos y a los ojos. He leído a ambos línea tras línea, geometría profunda de mí mismo, cuando separarse es dejar un libro a medias como emboscado en una maraña de tiempo por decir sin reconocernos. He tocado la piel que tiende al silencio para ser más con ella, sin la asistencia pura de los poemas.
Málaga, otoño de 1994-otoño de 1996