Mirado a cualquier distancia, desde cualquier perspectiva, es exactamente igual que los demás: su indiferencia mientras camina por las aceras, su desgana mientras cruza los pasos preferentes, su inadvertencia mientras se sienta ante la barra de los bares, su lustrosa apatía mientras hojea el periódico en el autobús.
En definitiva, parece que la única diferencia con el resto consiste en que lee literatura (la redundancia ya es sospechosa, pero imperceptible a primera vista), en especial contemporánea, y, según cree, persuadido por las dudosas cubiertas de sus libros, de la buena.
Podría hacer muchas cosas más fáciles, más divertidas, más arriesgadas, más a la moda, más plurales, más acomodaticias, más simpáticas, más satisfactorias, más… Viajar, conocer paisajes y gentes, aprender a respirar aire limpio, interesarse por otras vidas, estudiar una lengua, practicar algún deporte no demasiado extravagante, aprender a tocar un instrumento, y quizás encontrar algún placer en la sana contemplación de un mundo que desaparece.
Probablemente, ya es demasiado tarde, ya no sabe hacer otra cosa y ha dado por válida una imagen del mundo que quizás sólo exista y se justifique entre las páginas de esos libros. Porque piensa que sólo teniendo “idea” de las cosas es posible vivir: lo cierto es que tampoco se toma muy en serio esta creencia. Sabe que la idea es lo que queda de las cosas bellas cuando su vivencia se ha eliminado.
Pero si en algún momento, sin premeditación, decidió someterse a la nada prometedora tarea de leer novelas, cuentos, ensayos y demás, eso sin duda obedeció al carácter eminentemente mimético de su ser respecto de la ficción, es decir, el hecho de haber comprendido que su ser era sobre todo ficcional, no menos que el de todos esos nombres, casi siempre intercambiables, de personajes que, en el fondo, no podían ser nada más que modelos experimentales de simulación para la percepción caduca de nuestro mundo moderno, específica e intransferible, pero limitada a los círculos de intelectuales sin otra ocupación digna que la de convertirse, sin que nadie se lo pidiera, en conciencia de este tiempo banal e insensato.
Todo intelectual es un Ignatius Reilly en potencia y las más de las veces, una caricatura de ese personaje en sí mismo ya caricaturesco. Todo intelectual acaba por participar en alguna “conjura de los idiotas” contra su tiempo. Por tanto, todo intelectual merece acompañar a los condenados de Dante.
Sin embargo, ahora se da cuenta de que no hay necesidad de tal conciencia ni de tal conjura. Le parece admirable la tranquilidad de esa cosa indemostrablemente espiritual que ve la tele y trabaja, de esa mayoría, tan dócil como ajena, que sobrevive y no tiene ninguna relación con la literatura que la retrata, que la estigmatiza, que la condena al infierno de la “alienación”: los ve, pacíficos y paradójicamente poco alienados, sorbiendo helados multicolores, desnudando morosamente langostinos, bebiendo agradable cerveza, dándose chapuzones en playas inverosímiles.
¿Sabrán ellos, los que siempre son los otros del discurso de la ficción y el pensamiento, hasta qué punto se les ha quitado la voz y el sentido, hasta qué punto LA LITERATURA COMO INSTITUCIÓN REPRESIVA DEL PODER CULTURAL DOMINANTE los desprecia y trata incluso de persuadirlos de que lo justo es despreciarse también a sí mismos?
Se les ha intentado educar con una menos que mediocre enseñanza básica y unos miserables concursos de televisión (es todo lo que modestamente queda de esa afamada antigualla reconocida como Ilustración), se les ha inculcado la libre elección de no importa qué y la democracia quatrianual o bimensual, se les ha abonado a la “cultura” (los malsanos e irrespirables residuos deletéreos de todas las épocas y todas las verdaderas culturas, vendidos por fascículos o reciclados en fastuosos museos de arquitectura posmoderna), pero saben que cierta forma de inteligencia, de buen gusto, de “alta cultura” son otros tantos nombres de la muerte, de la decadencia y el envejecimiento. Es decir, las insignias carcomidas de una aristocracia extemporánea y holgazana.
Lo peor de una situación “cultural” podrida como la actual es que lo único que queda ya de la burguesía son sus intelectuales tumefactos…y el coro de granujas que sondean el abismo de las letras.