El escritor y la apropiación del lenguaje
En paralelo con otros procesos de la Modernidad, ligados a la trasformación en profundidad de las prácticas culturales y simbólicas, económicas y técnico-científicas, el escritor moderno habita en la esfera de la apropiación privada del lenguaje común, vive de la “»renta” simbólica que le produce la obra, de la que la forma material es sólo un subproducto. En último término, las categorías independientes de lo ético y lo estético no son más que una sublimación culturalista de esta apropiación privada del lenguaje.
De ahí que en la actualidad, cuando la institución literaria culmina su proceso de convencionalización, el escritor aparezca como lo que realmente es: un impostor para el que la obra no es un medio de vida, también y sobre todo un modo trasparente de instalarse e integrarse en la sociedad para la que él mismo se define como productor, agente apropiador del fluido de lenguaje que él concreta en obra “libre” al precio de enajenarse de esa misma comunidad lingüística e histórica a la que pertenece el lenguaje.
El “trabajo” literario
Los que reducen el poema a un puro acto de lenguaje (los profesores, los críticos, los diletantes) desconocen, en su “performance” académica, el hecho de que un poema es acto de la totalidad del hombre vertido sobre sí mismo, totalidad para cuyo cumplimiento el lenguaje constituye la operación que decide un resultado. Esta dialéctica entre la forma energética de la poesía, la forma-trabajo, y la forma pasiva del producto, de lo producido, de lo ya trabajado (en el valor de cambio metalingüístico), es reducida (o deducida, sería mejor decir) a la entelequia de una retórica, de una poética, de un sistema, de un código convencional y topicalizado, por más trasgresora que sea esa manifestación verbal.
Siendo así, la lírica, sobre todo la contemporánea, cuyas potencialidades semánticas están aún por explorar en profundidad, queda parentetizada en el nivel ridículo de las fórmulas, y en el fondo parece existir el convencimiento universal de que jamás salimos del puro formulismo mágico-convencional de los signos eficientes, lujuria totémica de significantes ininteligibles en su funcionamiento semántico.
Para quienes la literatura es un valor constante, mineralizado, es muy fácil entregarse al trabajo de cantera o a la especulación trascendental, posiblemente para ellos la literatura incluso pueda llegar a convertirse en un pacífico entretenimiento con el que practicar toda esa grata erudición que, al parecer, enriquece la lectura. Pero hay que desconfiar de toda opinión, de toda institución, en la medida en que se impongan como vehículos del juicio, del gusto, convenientes y formulares, procedimientos que tanto favorecen el intercambio de cortesías intertextuales de los investigadores y apabullan los depósitos del saber con innúmeras referencias de referencias.
Hoy se acepta, tras los virus cientifistas de los años 60-70, que el llamado “saber literario” no coincide en absoluto con el “placer del texto”, peor aún, que aquél es su más enconado enemigo; que la literatura concebida institucionalmente como catálogo infinito de referencias circulares y redundantes es una forma de monstruosidad muy característica de nuestra época. Nada indica mejor lo miserable de nuestra condición de archiveros museificados que toda esta pretensión fastidiosa de registrar obscenamente escrituras y textos, de los que en el fondo quisiéramos desembarazarnos para siempre. El nihilismo, también en el trabajo sobre literatura, es cansancio y autoconmiseración.
Subjetividad y lenguaje
Hay una forma de relacionarse con el lenguaje, que excede los límites convenidos de comunicabilidad con el otro y que opera desde la separación, es decir, aparece como privación desde un origen que nada puede recuperar, ola de sucesivas implosiones tras olas de sucesivas fragmentaciones, relación maltrecha de traición y perjurio ante cada acto de decir implicado en el desconocimiento del origen y el fin: densa fluencia de objetos que traspasan la grotesca posesión del lenguaje de nadie; cosas ya ellas mismas precipitadamente enunciadas, obsesas de las palabras que no las atrapan, burlonas de nosotros, demasiado atareados en la credulidad y buena fe de la apropiación subjetiva.
Después de muchos rodeos en torno a una cuestión tan desarraigante como ésta, se llegará desconsoladamente a un resultado trivial en su perfección fría: el lenguaje no puede aislarse, busca al otro, quiere ser compartido, necesita ser participado por el otro. Quizás toda escritura auténtica busca un éxtasis del aislamiento, de la separación, para hacer que resplandezca, en su propio ser, un lenguaje que, no obstante, jamás se pliega íntegramente sobre sí mismo; tiene ansiedad de mundo, de llenar el vacío abierto entre un hombre entregado a la manipulación de lo útil y un mundo replegado sobre su interioridad inerte. El lenguaje legaliforme del “diktat” técnico-científico se halla satisfecho consigo mismo, en su potencia estabilizadora de lo conocido.
Pero este otro lenguaje, que es a la vez el lenguaje-otro, no duerme el sueño de su aislamiento instrumental, cuya referencialidad es cada vez más virtual, sino que partiendo de esta nada, sufre otro designio más poderoso, otro destino, otro movimiento interior y otro reposo, que no coincide con la abertura racional de lo dado yacente en él. Cada vez más nos damos cuenta y aceptamos que el lenguaje quiere ser el verdadero y único “subiectum”: un sujeto sin embargo abierto a la verdad de cada máscara, alegre de reencontrar un lugar de encantamiento para un mundo suyo.
Teoría del autolector
El aprendizaje decisivo del escritor consiste en llegar a ser un buen autolector, es decir, leerse a sí mismo como si los propios textos hubieran sido escritos por otros, como si la propia vida, incluso la más inmediata y próxima, hubiese sido vivida por otro. Y cada vez que se vuelvan a leer, aprender a desprenderse de ellos, de lo que puede quedar en ellos de todo motivo, fuente, anécdota, suponiendo que no las hubiese abolido ya, desde el momento mismo en que se tuvo que fijarlos, arrancarlos a un fluir del que tarde o temprano emergerían con espontaneidad propia más allá o más acá del origen, y “yo” no podría designarlo sin borrarse.
El leerse a sí mismo puede implicar una forma de objetividad bastante cercana a la de un lector “externo” (aquí, como suele, el lenguaje nos juega una mala pasada: no sabríamos distinguir interioridad de exterioridad, tratándose de la lectura), no obstante, el lector “implícito” es el mismo para cada lector y. siendo así, la imagen reconocible por él mismo de un sujeto discursivo ya estabilizado como pasado relativo y como lenguaje acabado de una experiencia cualquiera, ahora ya convertida en un “modelo de experiencia” para otros en que reconocerse o negarse sin más apelación.
En el límite, toda experiencia es experiencia, para quien escribe, de un lenguaje inabarcable, en el que insertarse como sujeto enunciador, acatando obligadamente unas normas enunciativas, posicionales y tópicas, significa recubrir una mínima parte del espacio establecido de lo decible. Esto significa que quien escribe, a diferencia de quien lee, se encuentra siempre en “libertad condicional” y condicionada, una libertad que es forma y trasgresión, sentido y sin sentido, consciencia e inconsciencia, límite e infinito, sin olvidar que ninguna de estas polaridades encarna por sí sola la dominación sobre el lenguaje. Mientras que la condición de lector, si bien menos arriesgada, es más “libre”, porque se encuentra enfrentada con la realidad formal y acabada del lenguaje, no con su inmediatez material, no con su sustancia indeterminada.
A propósito de Lector in fabula, de Umberto Eco.
Es un hecho bien conocido que todas las corrientes textualistas cosifican sin rubor alguno el texto, reduciéndolo a un puro mecanismo descarnado de signos, significados, estructuras, etc, en los que el sentido se ausenta como un fantasma y reaparece en el recodo menos esperado.
La semiótica textual o discursiva no escapa a esta condición residual, aparece, frente a la tradición hermenéutica, como la formulación de una hipótesis débil sobre la interpretación, de hecho se limita a proponer un mecanismo heurístico fundado sobre una convicción implícita que manifiesta una ética ascética de la lectura, la determinada por la hegemonía del código y de los procesos de codificación, idealización de las condiciones de una supuesta lectura literal que permitiría una correcta decodificación.
No está nada claro que toda lectura deba buscar como espacio propio lo codificado, lo reducible a categoría semiótica, operando en el modelo “normal” de una semiosis finita, donde los signos, las estructuras, los niveles de codificación aparecen como irreversibles recorridos que siempre llevan al mismo lugar: la identidad del código de emisión consigo mismo.
Así, Umberto Eco distingue entre una mera “cooperación” en el trayecto de lectura y una “interpretación crítica”, a la vez que señala la diferencia entre actualizar los significados del texto y usarlo como quiera que sea para algún fin. Reconoce la relatividad de semejantes oposiciones, pero, desde el punto de vista semiótico, que necesita objetivar las categorías textuales para entrar en la “academia” del discurso científico, impone como evidencia un paso que no es nada más que una decisión epistémica en la supuesta dirección correcta, la que marca la prioridad del objetivismo de los procesos de codificación y puesta a punto desde el control de la instancia discursiva autorial y cultural que detenta el poder en la polaridad comunicativa.
El universo de los signos y de los textos es el reino de la producción, circulación y acumulación del sentido “verdadero”, y entonces ya no hay concepto semiótico inocente de complicidad con el poder cultural. Parece como si hubiera que buscar coartadas en todas partes para hacer funcionar los textos: la semiosis original será ilimitada pero habrá que situar un límite, las enciclopedias están abiertas, pero habrá que cerrarlas en algún momento; las interpretaciones pueden ser libres, pero habrá que considerar que no deben transgredir las fronteras de una correcta cooperación texto-lector, y así con todas las demás categorías de la descripción semiótica del proceso de lectura.
La pregunta será entonces, nuevamente: ¿se puede restituir el sentido auténtico de un texto? Para el teórico semiótico convencido es probable restituir, al menos, una parte de ese sentido, siempre que se realice una cooperación responsable del lector, siempre que, por tanto, se respeten unos principios implícitos de corrección y adecuación, que en el fondo no serán otros que los específicos de una lectura normativa frente a otras lecturas normativas, es decir, como mucho, aceptaremos la pluralidad de normas de lectura ante la indeterminación última del sentido. De todos modos, la pregunta por el sentido (“estructura profunda”, estructura ideológica, etc) queda relegada por el análisis semiótico a una esfera especial que se asemeja al “en sí” del texto, apenas cognoscible más que a través de operaciones complejas de descripción de los diferentes niveles textuales.