El carácter “antimimético” de la narración, es decir, la superación del “reflejo” realista, tiene que alcanzarse mediante un específico movimiento del lenguaje que tiende a reforzar un despliegue, por así decir, circular, en espiral, coordinado por el carácter centrífugo de un estilo autorreferencial: la historia, aún pudiendo interesarnos, en un segundo plano, es desplazada por el propio juego del lenguaje consigo mismo, cerrándose y abriéndose como un diafragma del sentido (comparaciones prolongadas, paréntesis que no aclaran o completan nada sino que enredan aún más la percepción de la historia).
Esta escritura narrativa consuma la muerte del narrador clásico, el de la era del mimetismo realista y su poética de la trasparencia de las voces del narrador respecto del discurso: su familiaridad, su complicidad, su comprensión, su manejo dócil del acontecimiento. Ahora, el acontecimiento se libera de lo real, de la pura verosimilitud positiva y pasa a otro orden, más simple y más complicado a un tiempo, el del propio lenguaje ficcional que crea la referencialidad, no que la recibe de fuera de un modo extraño: él mismo, desasido de materia, instaura un universo referencial como despliegue envolvente de una estrategia destinada a aislar cada suceso y someterlo a la especulación en torno a sí mismo, detenida el flujo de la narración porque la escritura es la ley, no la realidad, sus modelos habituales de percepción y exposición.
La crítica a esta modalidad de escritura narrativa (que ofrece valiosos modelos en castellano: basta pensar en Benet y en Onetti, pero también Lezama, Cortázar, Carpentier, y otros) se basa siempre en los tópicos mimético-realistas y psicologistas del buen sentido común del lector en busca de la trasparencia y la identificación, pero se vuelven precisamente contra ella misma en el momento en que trata de definir, negativamente por diferencia respecto a este modelo, su propio canon, su propia norma de novela ideal. Esta crítica olvida que siempre han existido novelas en desarrollo sobre un horizonte dado, manifiestamente recompuesto con cada rescritura de las constantes del género. Porque, en efecto, y esto es lo que todavía se comprende mal y no acaba de aceptarse, el interés, el trabajo literario pasa ahora a la orilla del lenguaje en cuanto tal, en su capacidad de experimentar la historia narrada desde dentro de su propia reflexividad. No tiene nada de particular que la historia, la trama y el “contenido” se trivialicen hasta extremos difícilmente soportables, y que los personajes, la psicología o el ambiente no nos entreguen esa pasión por lo real que definía al relato mimético.
Ese procedimiento, denostado tan frecuentemente o encomiado sin justificación, responde sólo a la limitación que la etiqueta banal de “intelectualismo” suele imponer sobre la escritura literaria, cuando ésta quiere desenvolverse hacia caminos no transitados. No tiene sentido absolutizar (y ese el siempre el peligro del canon, se haga desde la perspectiva que se quiera) un modo de escritura como forma ideal, si su único nivel de legitimidad consiste en el placer de la lectura como ley del mínimo esfuerzo. O bien puede resultar que la tensión intelectual no obtenga una contrapartida de goce, que la materia sea deleznable, pero menos que un canon de la forma hay un canon de la materia, porque vivimos en el universo de las puras abstracciones del contenido óntico, y a fin de cuentas, la indiferencia, a través del desprecio de la materia, se dirige al corazón mismo de la forma, concebida como pura manipulación práctica o como mero placer hedonista de los signos abstraídos de un lenguaje finalmente útil.