“El otoño del Patriarca” no es sólo una novela sobre la dictadura (cualquier cosa que esto sea), ni en general es una novela “crítica”, porque el mito nunca es crítico; pero tampoco es una novela “histórica”, en todo caso sería “metahistórica” o “trashistórica”. En fin, no parece una novela “política”, ni tendenciosamente si quiera, de la forma más superficial o de la forma más discreta, porque es justo la ausencia de “la política”, que no de “lo político”, lo que induce a una sociedad a desaparecer de su propia escena para vivir a la sombra de la protección patriarcal, pero sólo así consigue ser más vital y fuerte.
Esta novela de García Márquez es la paradoja de la paradoja, quiero decir: hay un vehículo estructural aparentemente muy “moderno” puesto al servicio de una fábula donde el anacronismo y la ausencia de Historia constituyen el esqueleto de la vida hispanoamericana. La vanguardia puesta al servicio de la Ucronía: visión y técnica recurrente de la ideología hispanoamericana de los escritores del medio siglo.
Es evidente: la novela es una alegoría impura, una parábola histórica y su procedimiento, la hipérbole llevada al límite casi de lo esperpéntico. Pero el texto trasgrede ampliamente todas estas designaciones de aproximación lenta y cansada. Su verdad se confunde con el espacio mimético de su ficción, pero su ficción no es nada más que lo real en la desmesura y el vértigo de su propia inconsistencia histórica. En la novela, según las categorías occidentales, no hay “realidad” ni propiamente “ficción”: crea para sí misma un espacio poroso de indefinición total, en el que efectivamente todas las categorías del historicismo occidental caen en picado a manera de una catarata de ciclos idénticos hechos de movimientos recurrentes sin fin.
Desde aquí, la historia hispanoamericana, aún más claramente que en “Cien años de soledad”, se presenta como el reverso grotesco del proceso occidental de la Modernidad, donde lo trágico se penetra de lo esperpéntico formando un nivel diferente de “realidad” (insisto, un concepto excluyentemente occidental, como el de “historia”, “subjetividad” etc), en la que el estancamiento, la recurrencia, la ciclicidad, la catástrofe y la violencia no son sólo fuerzas naturales, sino auténticos resortes de un destino sin remisión. Dado que no existe eso que se suele llamar una “historia universal”, es difícil aceptar la homogeneidad temporal de la realidad, su carácter universal y uniforme, porque de hecho no existe tampoco un ritmo temporal común ni para los pueblos ni para los individuos. Nuestra visión de la sincronicidad intercambiable no es más que la manifestación banal de la inteligibilidad historicista, que inventa un tiempo dimensional de equivalencias sobre el que proyectar la coexistencia de culturas y pueblos situados en niveles de realidad muy diferentes, mutuamente incomprensibles.
García Márquez, quizás sin saberlo, trasgrede el límite central de la ideología occidental acerca de la Historia en el momento crucial de la mundialización. La tesis radical que debemos sostener, a fin de entender una parte importante del sentido de la novela, es que no hay Historia sino una pura eternidad. La figura del dictador encarna el principio de este “nunc stat”. El optimismo de la obra se deja impregnar de esa visión irénica, resolutiva de los conflictos que ejerce su dominio hoy: el fin del dictador ubicuo y atemporal es el verdadero comienzo de la Historia. Ahora bien, frente a este progresismo ingenuo, lo real impone la lógica contraria, la que preside la novela hasta la catarsis final.
El dictador es sólo la imagen amplificada de una dominación que en lo sustancial no puede variar: su dominio es la congelación del tiempo, pero la sociedad sobrevive a este invierno u otoño infinito, repetitivo. Todas las secciones (que por supuesto el autor no marca más que con un espacio en blanco al comienzo del cambio de sección) comienzan con la escena del dictador muerto de vejez, pero inidentificable: él representa tan sólo la cristalización de unos procesos en los que la personalidad y la individualidad poco importan, porque el dictador encarna la esencia inmutable de un principio de dominación, son sus colaboradores los que presentan los cambios de formas dentro de la inmovilidad del poder: del criollismo mestizo de las repúblicas a las luchas de las oligarquías en las guerras civiles, desde el pacto con las potencias imperialistas a las seudorrevoluciones nacionalistas, desde el nuevo compromiso neocolonial hasta la dominación tecnocrática (la era de la televisión). Cada etapa define un modo específico de dominación, aunque en las formas externas, la brutalidad y la represión físicas permanezcan inalterables: el “patriarcalismo” básico es siempre el mismo.
Con la muerte final del dictador, lo que parece cambiar es el principio mismo de la dominación patriarcal, pero éste no cesa nunca, porque, a pesar de la ilusión instantánea con que acaba la celebración de la muerte del dictador, ésta es sólo el aplazamiento de un nuevo ciclo, de un nuevo otoño. El optimismo final es quizás una concesión personal del autor a su propia ideología, a su voluntarismo político, y, en cualquier caso, una resolución en falso, poco “dialéctica”, aunque ciertamente la dialéctica materialista también goza de sus domingos y días de guardar.