Se recuerda que, al principio, ocurrió sólo en los suburbios. Primero, las víctimas fueron los encuestadores, los sondeadores, los estadísticos: del producto, del consumo, del sexo, de la fertilidad. Ni siquiera el hecho de que se declararan asalariados les sirvió de coartada o atenuante. Luego, las miras se situaron más arriba: los profesores, los médicos, los agentes tributarios. Finalmente, la cólera llegó hasta la cima: los políticos, los sociólogos, los personajes vagabundos de las revistas del corazón. Un cierto agnosticismo popular siempre había sido bien visto por el poder, pero a condición de un ambiguo pacto de credulidad prestada a sus detentadores.
Sin embargo, esto era lo increíble: aquellos desarrapados, pese a la televisión y el sexo, las vacaciones y el fútbol, los terroristas y las compras de los fines de semana, ya no tenían ningún interés en creerlos. Era sorprendente, casi irrisorio, sus rutinarias y mezquinas vidas podían pasarse sin ellos. No respondían a las encuestas, no les interesaban la salud ni la higiene, todos los cajeros automáticos habían sido incendiados, averiados; las escuelas hacía tiempo que nadie sabía cómo reabrirlas; las sucursales bancarias estaban abandonadas, sus equipos informáticos se vendían a precio de saldo en el mercado negro que empezó a proliferar después de que todo el papel moneda hubiese sido quemado en una inmensa pira sacrificial frente al edificio del Parlamento.
Las calles aparecían repletas de barricadas toscamente construidas con electrodomésticos, era peligroso salir a la calle, los televisores sobrevolaban las inocentes cabezas de los transeúntes, acobardados por el estrépito de los martillazos sobre los escaparates de las tiendas de moda. El teléfono hacía meses que había dejado de ser utilizado, símbolo como era de la opresión padecida bajo la era de la comunicación; terriblemente arriesgado era salir a la vía pública con teléfono móvil, se llegaron a conocer casos de linchamientos y vejaciones inauditas.
Lo que ya todos sabían se hizo evidencia universal: era imposible restaurar «lo real», ya nadie lo aceptaba. Cuerpos especiales de mercenarios magrebíes, comandos de europeos del este perseguían a sangre y fuego a los fugados de las oficinas y las fábricas: el trabajo llegó a considerarse una humillación abochornante. Las elecciones tuvieron que suspenderse, nadie votaba o todos votaban lo mismo. En la última consulta electoral el 100% había votado al mismo candidato, con lo que la ya precaria situación representativa se hizo por completo insostenible, y los partidos, signos de una era de derrota y vergüenza, desaparecieron. El propio Estado, a falta de legitimidad, reconoció su verdad y se convirtió en un mero apéndice del Consejo de Administración del Banco Mundial, de manera que toda su maquinaria fue destinada en lo sucesivo a fabricar dinero falso y blanquearlo en una asistencia pública que era ofensivo aceptar.
El último presidente, antes de que el sistema de comunicaciones fuera saboteado por incrédulos en los «realities shows», anunció el fin de la historia, y se arrepintió de haber encarnado un poder tan reconocidamente corrupto, abjurando para siempre del principio representativo y democrático.
Las Universidades, que se disponían a celebrar el bicentenario del nacimiento de un ya definitivamente olvidado Friedrich Nietzsche, cerraron sus puertas, alegando que ya nadie podría matricularse si lo real no era objetivo y los libros se encontraban saturados de erratas, provocadas por agnósticos de las ciencias. Varios físicos teóricos, apesadumbrados, renunciaron públicamente al método y recomendaron a sus discípulos entregarse en los laboratorios a la alquimia. Los más desesperados, o movidos por la mala conciencia, retornaron a la metafísica de Duns Escoto, a fin, al menos, de probar la existencia de lo real, tal como éste hiciera con la existencia de Dios. El último descarado que se presentó como filósofo en busca de la verdad fue rápidamente desenmascarado como un antiguo banquero arruinado por una especulación insensata.
En menos de tres semanas, no quedaba ni un pedazo de mundo real: bastó con que unos exaltados sabotearan mediante la ilusión de la violencia todo el aparato de producción de lo real, para que todo lo que aún fingía «objetividad» se viniera abajo.
Fue decisivo para el estallido final de esta catástrofe que los últimos burgueses reconocieran el error de la acumulación de capital, lo irreal del beneficio y lo desesperante de la ganancia, pues esto era lo que les condenaba a los infelices a seguir reproduciendo lo real, a través de cualquier doble, y el dinero, en su nauseabunda abstracción, ya no servía para nada, ni los mendigos lo querían entre sus manos.