El ritmo del tiempo estaba contenido
en el curso del aprendizaje,
acordado en una armonía secreta.
Octubre, tardío verano
y apenas se despertaba
la ansiedad de lo nuevo entre las primeras avenidas
de los árboles plateados,
dulcemente mecidos por el viento del crepúsculo.
Poco a poco entraba noviembre
rompiendo el plazo de la espera
y traía el recogimiento y la desposesión,
entre páginas de literaturas de épocas sin memoria.
La invencible ruptura hacia diciembre
y la costumbre de la lluvia al amanecer,
acodado en la almohada
y la mirada en el horario incumplido…
Enero no perdonaba la sensación de fracaso,
febrero reabría débilmente el horizonte embrumado
y los días de impaciencia estéril,
el progreso de una astucia insensata
que juega con los enamorados.
Marzo, mes de la tierra quemada y fría,
madurados ya sentíamos los sueños
de una cosecha inesperada que abril, buen mensajero,
nos consumiría imperceptiblemente
hasta dejarnos exhaustos de promesa.
Y después,
ya no quedaba sino un tiempo casi ajeno,
mayo y junio, para la consagración del próximo otoño
que recomenzase el ciclo bajo los cielos
de una ciudad de pesadilla, idéntica
a la del amanecer y los horarios incumplidos.