Lo que nos separa de ti, mujer,
¿no es este cristal por el que el aire
no pasa más que como tal idea
de un aire blanco inexperimentado?
Lo que nos separa de ti, amor,
¿no es esta luz desteñida
que se demora lenta,
con inquietud de los cuerpos
recién despiertos,
después de que ya hasta donde flota
la calma marea descendidos,
vuelvan a la superficie,
envueltos en la inhospitalidad de su propia desnudez?
Si la mujer pudiera aún ser salvada,
espacio final en que dejar extinguir
el sol de lo escrito sobre la carne,
memoria del crepúsculo en la carne,
si tú reconoces ahora apariciones
sobre aquel cielo ininterpretable,
¿por qué no me contaste toda la fábula?
Deja un poco de hilo,
para que pueda volver al camino que me abriste,
si alguna vez mi demonio me extraviara.
Por quien supe que no hay ángeles,
intelecto puro y carne insaciable,
memoria impura de lo que queda,
girando siempre sobre el mismo sol enrojecido
a fuerza de significar en la luz
de los mismos signos salvajes,
materia y forma de esta corrupción
del cuerpo sin huellas, perdido.
Y quedan huellas que son eso que jamás fueron,
cuando aún lo deseado permanecía
en la indiferencia de su propio cielo.