Noche para tomarte lentamente
tras la espera en el círculo más bajo,
ahora, en el bajorrelieve estereofónico
de nuestras voces apagadas en los teléfonos.
Metal oscuro e inmisericorde,
desde la terraza solitaria a fines de septiembre,
dentro de esa vieja cabina en la intersección
de nuestras calles más queridas.
Cuando el frío ya baja de la sierra cercana
y los taxistas huyen de los focos infecciosos de la ciudad,
donde penetra la noche incubada en alcohol y mentira,
con sus árboles recién regados por los empleados municipales,
sus aceras limpias por unas horas y la extraña certidumbre
de los últimos enamorados que recorren las vías
extinguidas más allá de sus deseos impenetrables.
Estoy solo, otra vez, lo sabes,
cansado de que pienses estúpidamente
que aún hay gente nueva que conocer,
o ciertos matices amistosos o sentimentales que ensayar.
Estás sola, lo sé,
cansada de que te diga que no hay nada,
que la noche es una marea envenenada que me arrastra
hasta donde no hay nada más que esta voz
en forma mezquina de palabras a través de un hilo,
palabras impersonales como todas que quieren jugar
el juego fatal de la seducción improbable.
Pero lo sé, estás otra vez cansada
de que te diga que todavía hay tiempo para nosotros,
detrás de la luz convencional de miradas indiferentes,
de toda esas gentes, paisajes y emociones de diseño
que tanto quieres conocer,
pero de nada servirán a donde nosotros dirigimos
esta voluntad insensata de soledad.
Ya lo hemos vivido
y sabemos que todo su cansancio inexpresado,
todo su acuerdo unánime por la ilusión
nos fatigan más que nuestra propia vida.