Amaba, por qué no decirlo,
el silencio sereno de sus ojos negros,
cuando es tiempo de luz dañada;
el silencio dulce de su risa apagada,
cuando es tiempo de fruto estéril.
Así, la mano fuerte de la madre amiga.
Amaba, por qué no decirlo,
la bondad de lo que promete
un campo recién sembrado,
la bondad de lo que espera
el campesino un día nublado.
Así, la benevolencia grata de las desconocidas.
Amaba, por qué no decirlo,
la semejanza reunida en su cuerpo
de cuanto no puede ser sólo creado,
la verdad de la apariencia cierta
en el espejo de la incertidumbre
de los propios deseos sin cuerpo.
Así, la caprichosa risa de los retratos antiguos.
Amaba, por qué no decirlo,
su juventud sabia de hada
como en mis cuentos de niño,
su perfil elegante de dama de otro tiempo,
como en el relato hastiado de mis sueños;
su cabellera círcea de esclava
como Briseida en el poema de Homero.
Así, los versos que las desconocidas no podrán leer.
Amaba, por qué no decirlo,
lo ausente de su ausencia
en la memoria futura que no compartiremos,
la vida que podría donar
a cambio de tan poco precio,
la vida que podría sanar
a cambio de tan poco esfuerzo,
la vida que debió salvar
por unas palabras de ensalmo nada más.