AL PRINCIPIO DE LOS TIEMPOS (VALDEPEÑAS, 1998)

En el comienzo de mis tiempos,
año arriba o año abajo,
los niños de pueblo bien cuidados
llevábamos pantalones cortos y camisas polo de hilo fino,
esos primeros tejidos de poliéster
que nuestros padres compraron en los primeros grandes almacenes.
Nos vestían nuestras jóvenes madres omnipotentes
con inverosímiles trajecitos de marino
que jamás vio el mar.

Y era lástima que sólo una vez
hiciéramos la primera comunión,
después de coleccionar vales de colores apergaminados
que racionaban el dogma y la fe,
sacramentos verecundos e insignias de cruz roja
sobre concha de plástico con imperdible.
Y entretanto, se nos olvidaba aquél primer mandamiento
con que nos examinaron:
demasiado pronto dejamos de amar
al prójimo como a nosotros mismos.

En el comienzo de mis tiempos,
un señor ya muy mayor y calvo
fue transportado en un camión raro,
dentro de una caja de madera,
y la gente lo veía por la televisión
y no hubo escuela esos días,
en medio de himnos y un rudo silencio
la gente en la tele desfilaba ante el hombre
tendido entre algodones.

En el comienzo de mis tiempos
había muchos dibujos animados en blanco y negro,
muñecos vivos de la tele
como la cerdita Peggy y la rana Gustavo.
Pero a mí me gustaban los domingos por la noche
las historias del emperador Claudio
y siempre admiré conmovido al loco de Calígula.

Entonces, nadie me contaba cuentos,
ni tenía libros que leer cerca de mi cama,
pero cuando pasé el sarampión me regalaron
historietas de niños más listos que gigantes y ogros.
En esos tiempos primeros,
en mi dormitorio había un gran perchero viejo,
y, cuando por la noche ponían ropa colgada,
el perchero parecía un señor inmóvil y alto,
pero yo tenía miedo y soñaba angustiado
que caminaba hacia mi cama
y venía a buscarme con su aspecto de hombre del saco.

Cuando pasaba las siestas encerrado
en una habitación con llave,
me envolvía en una manta de la abuela,
un gran pellejo lanudo y sucio de oveja
y me miraba a los espejos hecho un nuevo bárbaro
de la banda de Vicky el Vikingo.

Aun así, el tiempo no crecía tanto,
las parras daban racimos de uvas en verano
y entonces cazaba avispas junto a los charcos.
Las niñas nunca vinieron a casa
porque eran tontas que no querían
hacer sufrir a los tontos animales.
Degollé pájaros feos de ala rota,
y luego los enterré con culpa pero sin arrepentimiento.

No jugué a pídola ni a las chapas
pero hice trineos con cajas de madera
y descendía por pendientes terrosas colina abajo
en patios vallados de casas pobres
con suelos de piedra y cuadras para burros.
Y en el jardín municipal apaleaba lirios y rosas
al salir frenético de la escuela,
prófugo de la palmeta,
el jardinero me perseguía a menudo
con un rastrillo y una manguera de chorro tibio.

Y todo eso fue en mis tiempos opacos,
mucho antes de convertirme en administrador paroxista
de la penuria del saber,
pero fui niño como aquéllos a quienes enseño
y tal como me recuerdo, los respeto y entiendo:
tardo y lento en aprender,
como aprenderán quizás algunos,
que la vida de los adultos orgullosos de serlo
es sólo una manera loca de estupidez vanidosa,
nada más la inconsciencia del rol arbitrario
en una maquinaria insensata.

Y yo soy el mismo ahora,
vago en los pasillos,
frío entre las sábanas,
como soy también el de entonces.
Porque ahora sé bien que nadie supo leer
entre mis labios tímidos de niño
la sutileza infantil de mis palabras solitarias.

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