Un fuego rebelde niega
los nombres y las aventuras,
no sabe ordenar el mundo de las colisiones aéreas,
no sabe proteger su desdén del fuego fatuo que lo asedia.
Coraza venal con nombres
y aventuras que inventaron para localizarnos,
bajo la trampa obscena de los números de teléfono,
de las fotografías caducas de hace diez años,
de los mapas de carreteras abandonadas
a la sordidez ácida de los amores ridículos de invierno.
Estamos al otro lado
de cada una de las solemnes impertinencias
de las mesitas con café a las cinco de la tarde
de algún sábado sincero;
de cada una de las fofas recetas de existencia
de los que predican paralogismos y felicidades domésticas;
de cada una de las trilogías vetustas de fe, esperanza y caridad.
Por los hombres que no han de nacer
asesinados en las vidas de los que consumen
el negocio del tiempo por venir.
Un fuego rebelde a la pasión extrañada,
que aún emite destellos opacos de rogativas y conciliaciones
por los escuálidos difuntos que nos acompañan,
fingiendo límites al corazón foráneo.
Un fuego rebelde con mil años
y una criatura por engendrar,
que aún no quema sus últimas astillas.
Así estábamos,
lo mismo que ellos,
cenizas concupiscentes,
con la sonrisa fanática de los impostores que aman
y la mirada perdida de los que ya han regresado.